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Lo hemos pasado bien, mi esposa, mis hijas y yo.

Nuestras vacaciones están terminando. Hicimos un alto acá, en Antofagasta, pero seguiremos viajando hasta llegar a algún lugar donde dormir. En el auto dimos un paseo por la costanera y luego por La Portada y el centro. Teníamos malas referencias de la ciudad. Es más bien fea, en efecto, pero nos gustó. Tiene clima agradable, incluso en verano, lo que para una ciudad nortina es mucho decir. Tiene mucha vida, le digo a Karina, acá todo va a cambiar. De hecho, ya está cambiando. Las noticias hablan de sectas satánicas, secuestros de gerentes de las mineras, grescas enormes entre ciertos chilenos brutos e inmigrantes colombianos y peruanos. Acá hay futuro, le digo, desastroso tal vez, pero van a mezclarse un montón de cosas. Alguien debe escribir sobre esto, le digo, no debe haber ciudad de provincia más moderna que esta.

No sabemos dónde ir. A tientas, entramos a un barrio que nos ha agradado. Un difuso ruido de fondo hace suponer que estamos en una zona industrial. No obstante, el GPS indica que estamos cerca de un aeropuerto. Mis hijas reclaman que tienen hambre. Decidimos bajar e ir a un negocio a comprar empanadas. Dejo el auto mal estacionado, pero no importa, ya volveremos a la carretera.

También podríamos comprar pan, queso y otras cosas para el viaje de vuelta, pienso, o se lo digo a Karina, no lo sé.

Podríamos vivir en una casa como esta, dice en un momento Karina, e indica con su mirada una casa grande, que ahora es una ruina.

Es bonita, tiene posibilidades, le digo.

Si la arregláramos quedaría bella, me contesta.

Se trata de una casa con pintura descascarada, con unas grandes láminas de latón tapando un enorme ventanal sin vidrios. Nos asomamos a ver cómo es por dentro.

Descubro que, detrás del latón, la puerta de entrada está abierta.

¿Entremos?, le digo a Karina.

Entramos por el living. La casa tiene habitaciones amplias y una escalera de caracol. Tiene separados el living y el comedor. Nos resulta inevitable soñar cómo sería la vida allí. El patio interior tiene muchas plantas silvestres, además de una palmera.

En el living hay muebles viejos y sucios, pero aún no destruidos.

Hay una cocina. La probamos y aún funciona.

Le digo a Karina que no se meta en las cosas, es mala idea. Pero lo hace igual. Seguimos hablando sobre el lugar, sus posibilidades.

Voy a revisar el auto estacionado. Camino por un pasillo oscuro, salgo al living y veo el auto. Está intacto. Pero veo también a un hombre sentado en la mesa del living. Es calvo, con barba en el mentón, y es joven. Usa una chaqueta negra del ejército. Retrocedo. Siento miedo. Es como un vómito, pero es sólo miedo o algo agitándose en mi estómago.

Hay gente acá dentro, le digo a Karina, no toques nada.

Mi voz sale apenas. Mi actitud la asusta. Nuestras hijas dan unos pasos hacia atrás. Se quedan apoyadas en un muro de la cocina. Me aterroriza que pueda pasar algo a ellas y a Karina. Soy yo el encargado de arreglar la situación, así lo siento.

Hablo fuerte hacia donde está el hombre: Hola, le digo, disculpa por haber entrado. No somos ladrones, no vamos a hacer nada. Entramos porque quisimos ver la casa. Estoy con mi esposa.

Mientras hablo voy caminando hacia el living. Temeroso, avanzo por el pasillo. Llega un hombre casi corriendo. Un hombre con terno y un abrigo largo. Llega temeroso él también y al verme –coincidimos en la entrada del living– se resbala de un modo extraño y cae de rodillas.

Al parecer cae por el susto.

Pero esta es nuestra casa, nos dice, ¿por qué no respetan eso?

Tartamudea.

Perdón, perdón, le digo, Ya nos vamos. Vea, fíjese en las cosas. No tratamos de robar nada, ni de destruir.

Levanto mis manos y se las muestro abiertas, para que se tranquilice.

Pero cómo no respetan, dice.

Se muestra irritado, parece a punto de llorar de indignación. Desde el suelo me tira un puñetazo. Alcanzo a esquivarlo, pero de inmediato me tira otro. Es torpe, y yo me siento extrañamente ágil y concentrado. Lo empujo y no le permito levantarse. Cae de espaldas. Instintivamente, se cubre la cara y deja descubierto el resto de su cuerpo. Le doy una patada en las costillas, uso los talones para que el golpe sea más fuerte. Vuelvo a darle otro golpe idéntico. Tengo la clara sensación de impactar una zona blanda, de hundirla. Es horrible, no por la pelea en sí, sino por la sensación de que este arrebato tendrá consecuencias. Aterrado, me parece inminente que vendrá el otro hombre que estaba en el living. Espero un ataque suyo. Sospecho que fue a buscar algo, un fierro, un arma. En cualquier segundo va a caerme encima.

 

 

Desperté.

En la oscuridad distinguí a mi lado a Karina, mi mujer, y Yuna y Ale, mis dos perras. Ellas dormían a un lado de la cama, en una alfombra. Me pregunté si algún ruido me había despertado. Es habitual en las madrugadas acá en Puente Alto. A veces se oyen unos ruidos como bombazos, cuyo origen ignoro. Otras veces se oyen gritos, gente que se llama o se insulta. Tenía todavía muy presente lo recién soñado, y no demoré en darme cuenta de que era útil para un cuento. Pero le falta un remate, advertí. Lamenté haber despertado antes de algo parecido a un final. Revisé mi celular. Eran pasadas las cinco de la madrugada.

Tuve urgencia de transcribir lo soñado. Para ver si hallaba algo más, si se me ocurría algún final. Me levanté. Encendí el notebook y fui a buscar una taza de café que quedó en el velador. Se oyó el sonido de inicio del sistema operativo, pero a Karina no la despertó. A las perras sí, ellas despertaron, pero permanecieron recostadas, observándome. Quisiera saber por qué soñé que eran mis hijas. Porque las niñas del sueño eran ellas, sin duda. No veo nada tan malo en ello, pero es una proyección que me hace sentir tonto, un necesitado de esa comodidad de asentarse y tener hijos. Creo que mostrarlas como niñas fue una forma de hacer el sueño más realista. Se vería absurdo estar de viaje junto a mis perras.

También quisiera saber por qué figuramos como necesitados de una casa propia. Porque tenemos. Esta casa es nuestra, la estamos pagando. Del resto del sueño no me preocupo; era casi transparente. Desmontarlo no valdría la pena.

Abrí el procesador de texto. Comencé a relatar lo soñado. Lo hice con apuntes breves, puntillosos, para no olvidar ningún detalle. Estaba seguro de tener entre manos una gran historia, o algo importante que decir, invenciones que me hice porque tenía fresca la sensación de horror del sueño, que después de todo no debe haber sido tan intensa, ya que suelo caer en pesadillas mucho más agotadoras y, en ocasiones, más ominosas. Tan seguro estaba del contenido del cuento, que creí que ganaría algún concurso. Patéticamente, imaginé qué haría con el dinero del premio, qué compraría, dónde viajaría. Creí pensar en todo eso, pero en verdad me preocupaba por mis urgencias. Necesito dinero, por ende necesito trabajar. No debería estar despierto a esta hora, pensé, un poco más consciente. Pero seguí articulando el relato, desvelándome. Entretanto sonó el despertador del celular. Karina despertó. La saludé con un beso, le dije que tenía un nuevo un relato y me miró sin comprender. Le acerqué la pantalla del notebook. Mira, le dije, escribí esto. Eran tres planas sin mayor elaboración, sólo apuntes. Se alegró de verme entusiasmado. Se levantó y fue a ducharse. Por la ventana se apreciaba que iba a amanecer pronto.

¿En qué punto de nuestras vidas estamos?, tecleé.

Debo inventarle un final a esto, me dije.

Karina me dio un beso de despedida y se fue al trabajo. Como muchas veces me sucede, me inquieta quedar solo en la casa. Tuve que levantarme a prepararme un té. Dejé el notebook en una silla junto a la cama.

Encendí el televisor del dormitorio. Nunca lo hago antes de que Karina se vaya. Podría parecer un abuso o casi una insolencia, que salga a trabajar tan temprano mientras veo tele. Vi el fin de un noticiario y el comienzo de un matinal. No debe haber nada más deprimente que estar despierto a esa hora para ver uno de esos programas. Como sea, su éxito es entendible, así como su urgencia. Se parecen a la vida de la gente. Improvisan, no saben qué hacer. Esta vez todo giraba en torno a la noticia de un niño, un adolescente desaparecido. Su nombre era Sebastián Sánchez. Han pasado dos semanas sin que nadie lo haya visto, dijo un periodista del canal 7, sólo se sabe que en una estación de peaje en Curacaví aparecieron su bicicleta y su mochila con sus documentos. En la pantalla se leía: el joven más buscado de Chile. Luego el periodista dio paso a una nota que realizó en el entorno de Sebastián. Eran entrevistas íntimas. Dos adolescentes, amigos del desaparecido, se declaraban incrédulos ante la situación.

No me cabe en la cabeza que esté en algo malo, dijo uno de ellos, el Seba es alegre, es buen amigo. A lo mejor no estuvimos para ayudarle, pero él sabe que así es la vida. Ahora estudiamos distintas cosas; yo también tengo que trabajar.

El Seba es un loco, un loco lindo, agregó el otro amigo. Es sano, va al gimnasio. Le gusta agarrar palos y los rompe con su pecho. Y es bueno para los chistes. Somos un grupo de amigos así, buena onda, nos gusta reír. Nos reíamos siempre, en la calle, en los buses. A veces creían que estábamos drogados, pero somos así, sanos, alegres.

Cambié de canal, pero los tres matinales cubrían la noticia. Ningún animador dejó de opinar lo raro que le resultaba la desaparición de un muchacho así, especie de hijo ideal, de buen barrio, asiduo a un gimnasio Pacific y feligrés de una iglesia metodista pentecostal.

Rato después llamé por teléfono a Karina a su oficina. Es un hábito, lo hago para ver cómo ha llegado. Le conté sobre el niño desaparecido. Ella estaba mejor informada que yo. Llevan una semana con lo mismo, me contó, era un caso normal de desaparición hasta que hubo un giro. Unos detectives revisaron la casa del niño y encontraron pornografía infantil o algo así en el computador de los papás, agregó, al parecer eran unos abusadores. Desde entonces no se ha revelado nada de la investigación. También parece que él tenía una relación anormal con su siquiatra.

Creo que están usando esta noticia para tapar otra, agregó Karina, una nueva ley o un impuesto o algo así.

Seguimos hablando hasta no saber qué decir. Me levanté y fui a dar alimento a las perras y a prepararme otro té. Aún era temprano, demasiado para un cesante.

Vi otras entrevistas hechas por el mismo periodista. Eran repeticiones, me parece. Todos los conocidos recalcaban que Sebastián es un muchacho sano y feliz, pero las señas de su malestar estaban ahí, claras: manía por ir al gimnasio, necesidad de ir a una iglesia, fiestas sin motivo aparte de distraer la tristeza. Sus propios amigos eran tristes, con ese culto tan adolescente a la risa. Después en el matinal se presentó una ronda de especialistas, siquiatras, criminólogos y otra gente opinando sobre el caso. A veces se referían a Sebastián en presente y otras en pasado. Se mostraban imágenes del muchacho y su búsqueda. Llamaba la atención la de un equipo de la PDI efectuando una operación rastrillo en un terreno eriazo en un cerro, desmalezándolo. No apagué el televisor, pero le bajé el volumen.

Con las horas el efecto del sueño se había disipado. En el computador seguía abierto el Word con el relato inconcluso. Intenté seguir escribiendo, pero terminé por abrir el Facebook, revisar mi mail y otras cosas. Vi videoclips. Ordené discos que descargué vía Soulseek. Nada quedaba ya del entusiasmo por el posible cuento, únicamente un deseo de volver a soñar lo mismo, de disolverme en esa historia o en la sensación de pavor que me dejó. Quizá quedaba una sensación de haber sido estafado por mí mismo, algo un poco burdo. Hasta la noticia de Sebastián Sánchez se fue desvaneciendo. En los matinales pasaron a comentar chismes, a dar resúmenes de otros programas como si necesitaran olvidar a Sebastián por un rato. Eran bastante conscientes de que el público se aburriría del asunto y debían recurrir a otras noticias para sorprender nuevamente.

Tenía que hacer algo, me sentía atrofiado. Y el living estaba sucio, lo mismo que el patio, así que empecé a barrer. Lo hice casi por inercia, muy concentrado. Barrí en detalle toda la casa, luego lo hice con el patio. Amontoné tierra y muchos pelos de las perras y otros desechos. Amontoné las hojas del plátano oriental del patio. Junté toda la basura que hallé en el piso y pensé que no era suficiente. Fui a revisar a la cocina y recogí fósforos usados, envoltorios que no eran necesarios, frutas podridas del refrigerador. Fui a mi escritorio y boté papeles que ya no servirían, currículums vitae obsoletos, fotocopias de textos que no volvería a leer, revistas viejas. Fui al patio y recogí otros escombros, palos, clavos doblados. Saqué la basura que hallé en el auto. Boté otras cosas, pilas usadas, unas cortinas, unos shorts con el cierre arruinado, unos cedés rayados, una caja de cereales vencidos. Ale y Yuna, mis perras, me observaban con extrañeza y una calma en la que adiviné una especie de compasión. Llené una bolsa grande de basura. Al sacarla de la casa tuve una fuerte sensación de estupidez y, por fin, de cansancio. Tomé agua y volví a acomodarme frente al televisor.

En la pantalla se leía: lo encontraron. Tomé el control remoto y subí el volumen. La escena parecía un montaje. Un grupo de periodistas y otro de gente, posibles familiares de Sebastián Sánchez, esperaban ante el portón de un terreno amplio y vacío. Sólo se veían las rejas metálicas y un sendero de tierra por el cual, explicó el periodista del canal 7, iban a llegar unos jeeps de la PDI con toda la información necesaria. Había felicidad y expectación en la gente. Mostraron una pantalla dividida en dos imágenes: una con la transmisión en directo y otra con repeticiones de lo que fue la búsqueda. En unos minutos llegaron los jeeps. Uno de los choferes abrió los portones y a continuación se acercaron los periodistas. Salieron de los jeep alrededor de diez detectives. El de mayor edad lideraba la brigada. Era el único vestido con terno. Usaba lentes de sol y se acercó con calma hacia las cámaras. Señor prefecto, le dijo uno de los periodistas, acá están los parientes de Sebastián. ¿Dónde?, dijo el prefecto, ¿quién es el pariente? Su boca se desencajó un poco. Es el papá, dijo uno de los periodistas. Y el padre caminó hacia las cámaras. El prefecto se aclaró la voz tosiendo y puso su mano derecha sobre el hombro del padre de Sebastián. Lo siento mucho, le dijo, se iniciará una investigación para determinar si hay terceros involucrados o algún hecho de violencia en el fallecimiento del muchacho Sebastián Sánchez. Su hijo fue encontrado en un camino, cerca de los cerros, cayó desde un risco y se golpeó fuerte contra unas rocas, le dijo. Las contusiones lo mataron, explicó. Era confuso: el prefecto trataba de dirigirse al padre, pero sin modificar el discurso que, era evidente, tenía preparado para enfrentar a la prensa. En los alrededores del cerro hay un inmueble deshabitado, dijo, donde se encontraron rastros de que hubo gente hace pocos días. Todo eso se está investigando, señores. Soltó el hombro del padre, que lloraba sin hacer ruido. Señores, dijo, muchas gracias por su atención. Y volvió a decirle al padre que lo lamentaba. Se oyeron murmullos de gente detrás de las cámaras. Se oyó la respiración agitada de alguien al parecer abrumado. Se oyó el principio de un llanto. Por un instante la pantalla se fue a negro y enseguida apareció el principal animador del matinal excusando que la reciente transmisión había sido un error y pidió perdón a los familiares y quienes corresponda. No tuvimos intención de exhibir lo que acaban de ver, nunca haríamos algo así adrede, dijo.

 

Ilustración: Waking Up, Adam Quest