“Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte.”
Leonardo Da Vinci
Hoy es un día especial para Melissa. Está de cumpleaños. Aniversario número 29. Durante todos estos años Melissa ha atravesado por penurias y alegrías, como cualquier mortal. Ha llevado una vida relativamente normal, o lo que la sociedad actual dicta por normal, que es aquello que no se escapa a la norma. Es cierto que tuvo una difícil niñez, pero con el tiempo se fue sobre poniendo, hasta convertirse en la mujer que es hoy en día. Tiene una carrera profesional incipiente, un departamento en un sector decente y tranquilo, y dos perros, los que por su tamaño más parecen peluches en lugar de mascotas. Sin embargo, las mascotas de Melissa son el fiel reflejo de una soledad actual, que la ha llevado a suplir la falta de una constitución familiar con el par de canes. Su familia original estaba formada por su madre, su padre, un par de hermanos y un pequeño gato, el que falleció de muerte natural cuando ella tenía 22 años. El paso del tiempo ha decidido modificar tangencialmente este núcleo familiar, con todo lo que esto conlleva. Hoy poco o nada de ese núcleo familiar queda. La mayoría por sus propios caminos, y la madre el clan en el hospital.
Melissa ha decidido invitar a su padre a tomar el té, para celebrar su cumpleaños. Su madre no pudo asistir por encontrarse en el hospital aquejada de una enfermedad cardiovascular, que la tiene con reposo absoluto y un estricto control médico. Melissa procura su descanso, así que celebrará su cumpleaños con ella cuando ésta se reponga, en un par de días más. Los hermanos tampoco pudieron venir a su departamento, por encontrarse éstos fuera del país, uno de ellos estudiando un posgrado, y el otro probando suerte en un país desarrollado. Así las cosas, su padre se ha convertido en el único integrante de su núcleo familiar original disponible para pasar la celebración con su hija, y éste no se pudo negar. Su padre la llamó antes de llegar, con las buenas nuevas que le trae una torta. A Melissa no le agradan mucho las tortas, pero esta vez hará una excepción. Todo sea por pasar un momento agradable. Todo sea para que no se incomode.
Su padre quedó de llegar a su departamento a las 18:00 horas. Mientras tanto, Melissa prepara su departamento luego de su jornada de trabajo. Ordena todo aquello que no pudo en la mañana. Aprovecha el tiempo para lavar los platos sucios del día anterior, y que no pudo lavar hoy en la mañana tampoco. Ya está casi todo listo. Su padre le avisa por celular que llegará en unos 15 minutos más. Melissa se adelanta y prepara el té. Va hacia la cocina, calienta agua, y mientras tanto pone el servicio en la mesa. Los perros duermen profundamente, quizás como una manera de colaborar ante su ama. El salón principal del departamento se siente tibio. Una nueva jornada está bajando el telón, y es tiempo de relajo y celebración. Melissa nunca fue de fiestas y grandes eventos, por lo que está acostumbrada a reuniones como esta, con un carácter más íntimo. El agua está casi hervida. Melissa va a buscar los ingredientes de la casa. ¿Hay algo más dulce que una torta, un té, un día tibiamente agradable, y la compañía padre e hija? La escena es insuperable. De solo pensarlo. La melancolía de vivir viejos tiempos. La melancolía de resolver diferencias del pasado. Mientras tanto, el único sonido en el departamento de Melissa son las tazas que viajan a su destino, tintineando de vez en cuando, y anunciando que una nueva ceremonia familiar se acerca.
Su padre en tanto, se dirige al hogar de su hija un poco nervioso. En épocas pasadas han tenido diferencias, discusiones, y hasta una que otra escena de agresión. No sabe realmente las intenciones de su hija. ¿Algún intento de exigir explicaciones? ¿Una invitación sincera? ¿Una invitación del corazón? ¿Oportunidad para recuperar el tiempo perdido? Lo único cierto es que el padre va con una torta y un sentimiento de culpabilidad a cuestas. En el pasado no ha sido el mejor padre del mundo. Quiere retroceder el tiempo, pero ya es tarde. Lo único que le queda es esperar un cálido recibimiento de parte de la hija, y que le guste la torta. Esta es de lúcuma. Al menos las tortas de lúcuma le encantaban cuando pequeña. El condicionamiento como un importante recurso para afianzar relaciones no tan afianzadas.
Agua hervida. Ansiedad recorriendo las venas. ¿Cómo toma un padre una invitación de una hija con la cual se han tenido más desaciertos que aciertos? Del mismo modo que lo toma una hija que ha tenido malas experiencias con su padre. Seguidos más por la nostalgia de un momento que nunca existió, Melissa y su padre anhelan llegar a un instante tal que tengan que refugiarse el uno con la otra. Sin embargo, su padre es quien cree que tiene más que perder que ella. Han pasado los años. Él está más viejo. Ella también. Él está más solo que nunca. Ella aún tiene oportunidad de construir una vida. Él está convencido que esta es la única vida que verá. Ya no es el mismo de antes. Ese hombre autoritario, en cuyo hogar se hacía todo lo que él dijera. Su esposa era sumisa, machista, complaciente. Sus hijos dóciles. Entonces él se convertía en el patriarca por antonomasia. Un verdadero emperador de los 40 metros cuadrados. ¿Hoy qué más queda? Un hombre entrando a la tercera edad, ni la mitad de lo que era en su juventud, con deseos de recuperar el tiempo perdido. Con deseos de trascender de verdad con su hija.
El padre toca a la puerta. Melissa lo recibe. Al principio intercambian miradas nerviosas. Luego viene el relajo. Principian a hablar de sus vidas, de lo bien que le estaba yendo a Melissa. De que habían tenido innumerables reconciliaciones. De que quizás ya era hora de una reconciliación definitiva. Dejar atrás los rencores, las diferencias. Su padre era el más interesado en ello, sin embargo Melissa estaba más bien tranquila, sin ánimos de rebatir los requerimientos de su padre, pero tampoco con un aura de cariño empático. Luego de un par de minutos de conversación relativamente distendida, se sientan a tomar el té, con la torta de lúcuma. Melissa realiza un ademán de aprobación, aunque como la mayor parte del tiempo, su cara y sus expresiones estaban idas. Como si estuviera pensando en otra cosa, como si estuviese en otro lugar, dentro de sus cavilaciones mentales.
Luego de celebrar este improvisado intento de cumpleaños, su padre se sienta en el sillón de la sala de estar. Observa la televisión mientras su hija va al tocador. El aire está tibio, es agradable. De pronto comienza a sentirse mareado. “Quizás fue el subir el edificio por las escaleras” pensó. Esperó a que el mareo pasara, quedándose prácticamente inmovilizado en el sillón, mientras la televisión pasaba un comercial de pasta de dientes, todo vistoso. Esperó, esperó y esperó. Uno, dos, tres minutos. Nada. El mareo persiste, ahora con una mayor intensidad. El padre se preocupa. En eso, se para del sillón, pero al incorporarse el mareo es más intenso aún, y los ojos comienzan a ver nublado, muy nublado. ¿Subida de presión? Para nada, él nunca sufrió de la presión. ¿Stress? Para nada, estaba atravesando por una época de tranquilidad, viviendo de sus rentas y una jubilación anticipada. Finalmente, el mareo es tan intenso que cae desplomado encima del mismo sillón que trató de dejar atrás. Muerte extremadamente rápida. La televisión sigue pasando comerciales, ésta vez –e irónicamente- de una conocida clínica de urgencias en la ciudad. En tanto Melissa apaga la televisión, pues no le interesan esas cosas.
La noche se avecina. El viento que se cuela por el balcón del departamento termina de enfriar el té de Melissa. Ésta advierte la incipiente helada que trae la noche, y cierra la ventana. Afuera, en el balcón, los acónitos se mueven junto con el viento. Como en una sinfonía espectral se estremecen a discreción. No les importó la caída de un compañero, ellos sólo quieren danzar. Los acónitos sólo quieren danzar.
Ilustración: Scholastic, Penelope Dullaghan