Pasó una piedra que lanzó una honda;
pasó una flecha que aguzó un violento.
La piedra de la honda fué a la onda,
y la flecha del odio fuése al viento.
Rubén Darío, Cantos de Vida y Esperanza
Felia acostumbraba a pasearse al modo de las hojas que el viento no deja tranquilas, y las levanta y las muestra al revés y al derecho. En una oportunidad, cuando ella giraba en el viento, vio allí, al lado del ascensor, a Justino mirando para abajo. Su mirada se hundía en las chasquillas de pasto hasta llegar a un par de piedras enterradas.
El Gremio de Bienestar del Norte
Hasta que se cayó la cuchara había silencio, luego de eso se encendieron los ánimos y Justino, Felia, Laura y Roberto fueron testigos de cómo el mantel de la mesa era quitado sin vértigo y cómo toda la cuchillería caía con estruendo. Más tarde, una vez idos los comensales, se podría decir que de nuevo hubo silencio, no obstante aún resonaran en los oídos los chillidos del metal. Era, para ser sinceros, un silencio estridente, el espacio parecía como el espacio parece después del paso de una caravana de calaveras.
Yo no me atrevo a arriesgarme por los motivos que los conjugaron a ellos en ese lugar, ni me explico cómo llegaron a hacer una comida en conjunto siendo que entre ellos, hasta ayer, no había indicios de nada parecido. Así serán los fantasmas, que por puro gusto traspasan paredes, se cuelan por las grietas. No me extraña lo ocurrido. Si la cosa está en explicarse las cosas, nos las explicamos como sea, y los cuatro se reunieron porque entre Justino y Felia había un vínculo, entre Justino y Laura también, entre Roberto y Felia, digamos que sí.
Una vez caída la famosa cuchara, con la consecuente agitación, empezó a deshilvanarse la madeja. Felia iba a desaparecerse, pero Laura se le adelantó y le dijo que esperara, que tenía algo para ella.
La noche estaba sumamente oscura y a lo lejos se oía una bomba de agua.
Felia, a regañadientes, hizo lo que le decía. La cosa no podía volverse un mero trámite, así que Laura le pidió que fueran un poco más allá. Y allí le hizo entrega a Felia del collar de monedas, diciéndole que —aunque no se conocían demasiado— lo cuidara, era cosa muy íntima y simbólica, y ella era la elegida para llevarlo, lo había visto en sueños.
Felia no cabía en su sorpresa, pero no quiso romper el hechizo aclarándole que ese collar, el mismo, le pertenecía desde hace años; se lo había ganado en una rifa.
Laura, deshaciéndose del collar, volvió a sus correrías con un entusiasmo sin igual. Y se apostó en las puertas de las cocinas de los restaurantes, en las entradas de las casas, en las boleterías donde suelen resbalar monedas de las manos. Pero, por más que se esforzaba, no llegaba a reencantarse con los retintines, menos a apoyarse, con aires soñadores, sobre los bultos enhiestos próximos al lugar de los sucesos.
No sabía qué había pasado y fue y se miró en un espejo. Recordó a su padre, vio en su cara la cara de su padre, a quien viese tarde mal y nunca. Su impresión ante el hallazgo fue colosal. No sabía dónde esconderse de semejante imagen, y se le vino a la cabeza la idea de cambiarse de distrito. Aunque de inmediato recapacitó: «No puedo seguir los pasos de mi padre, por más que haya venido a robarse mi mirada. Si huyo, lo imitaré». Y caminó en dirección de Justino, junto al ascensor. Y Justino, sin sentir que Laura venía, se puso rápidamente de pie y, tras llamar al ascensor, entró y sus puertas empezaron a cerrarse… Laura apuró el paso e interpuso su mano entre los bloques móviles. Justino, que la miraba atónito, dudó en disolverse y flotar cayendo hasta abajo, volverse un espejismo para Laura, el temido fantasma del fantasma. Pero no tardó en recobrar el ánimo y hacerle frente a las circunstancias.
—¿Qué piso, señorita? —Ninguno.
—¿Entonces qué? ¿Me acompañará hasta el décimo?
—A eso vine —le dijo ella—. Ud., don Justo, conoce a Felia, ¿cierto? Pues bien, le tengo una pregunta de vital importancia.
—Pregunte, no quiero promover intrigas, es decir, pregunte y yo le contesto con la mayor veracidad de la que soy capaz.
—Usted, con sus años, ¿sabe algo de Romulio?
—Romulio, Romulio —paladeó Justino, sin acertar con la voz seca del reconocimiento—. A ver, señorita, me pregunta por ese verdulero que bautizó su carreta como el Malaquito.
—Exacto, por él le pregunto, se llamaba Romulio y era mi padre.
—Bueno, ¿y qué hay?
—Nada en especial, quería saber si en efecto mi padre tuvo alguna vez vigencia y costumbre, a mí siempre me pareció demasiado fugaz como para ser cierto.
—Bueno, hemos llegado, piso diez, para su información: oficina de don Francisco Besa, abogado querellante en el famoso pleito de las tierras de Donaire, cuya labor fue tan impecable que impidió que cayera en manos extranjeras, no obstante ellos ofrecieran por ellas sumas cuantiosas. Si Donaire se hubiera perdido, el corazón de la zona hubiera sido amurallado y el centro, a donde van a parar todos los cabos, se hubiera perdido. Vengo a agradecerle su desempeño, si gusta me acompaña, hágase pasar por personaje de notoriedad política, yo vengo con el título de agregado del Gremio de Bienestar del Norte, tierra aledaña a Donaire.
—No, no gracias, no estoy para imposturas —dijo Laura.
A Justino se le cayó la cara.
—No, yo tampoco estoy para imposturas, señorita, y si me permite —dijo, y salió del ascensor. —Disculpe si hubo una mala palabra… no era mi intención —y la puerta se cerró a mitad de la «intención», y sin ordenanza alguna el ascensor bajó hasta la planta principal.
Justino aún sentía que la palabra «impostura» le roía el pecho, como un roedor furioso, animal desesperado ante las crecidas, ante las inundaciones de las cámaras en que se metía sin saberlo. Impostura.
—Hola, tengo reunión con el abogado, vengo de parte del Gremio de Bienestar del Norte, si se me permite.
—Adelante, llega con minuto y fracción de retraso — dijo la secretaria de la oficina, la cual estaba higiénicamente dotada, el olor a pastillas de naftalina era nauseabundo. Pero el asco allí donde reina la higiene no está permitido, sería una ofensa, valga la coincidencia, al bienestar público.
El tiempo que estuvo Justino en las alturas edificadas, Laura lo esperó abajo entretenida mirando los números 17 16 diego álamos que recorría el monitor del ascensor. Nadie después de ella apareció por la puerta: del piso segundo subía al tercero para, siguiendo la serie, encaramarse al noveno y alcanzar luego el décimo y venirse hasta el segundo de nuevo y volver, uno por uno, a llegar al décimo y así hasta que Justino apareció por la puerta.
—Sabía —dijo él.
—Usted no está para imposturas —insistió Laura.
—Si usted, señorita, supiera cuánto trabajé en mis años y dónde, no recalcaría mi no pertenencia al mundo de los ejecutivos. No se imagina los recuerdos que me ha traído con su mención, sí, no se preocupe, he dejado ser de estos, ahora soy de estos otros, lo cual a simple vista no significa un cambio sustantivo.
—Como quiera. Ah, se me olvidaba —volvió a arremeter Laura—, usted, por si acaso, ¿no sabe del paradero de Romulio?
—No, ni idea —dijo Justino, tomándose la barbilla y pasando la mano de largo.
Insistencia y presagio
Ahora: en estado de insistencia, tal vez de presagio. De insistencia porque los fantasmas son insistentes y de presagio, pues ellos serán aviso de algo. El humo se había densificado; los vapores, subido a la cabeza, y las sábanas habían ido de un lado para otro. Por último, había una bruma tal imantándose en la película vidriosa de los ojos, tal que lo visible se hacía de dudosa catadura.
Felia caminaba con los brazos al cuello, pero se guardaba de insistir demasiado en la naturaleza mágica del collar que había vuelto a sus manos; ella era agnóstica, es decir, muy lerda a su juicio como para creer a pie juntillas que algo — no se precisaba qué— que algo significaba todo esto.
Como con cruz a cuestas, Felia iba y venía y personificaba el fantasma clásico, ese que es fantasma porque todavía no resuelve los acertijos. Y así fue y vino hasta que se mimetizó con el sendero amarillo de la luna, desapareciendo largamente ante las miradas penetrantes de las estrellas.
Laura, separándose de Justino sin señales concretas de su padre, fue de fijo al espejo y vio allí a la misma muchacha que soñaba ver. De este modo, se comparó un buen rato sin reparar en ninguna diferencia entre ella y ella, pero 19 18 diego álamos cuando la revisión pareció extenderse indefinidamente cruzó su imagen un haz de luz, cuya radiación la borró de golpe, la difuminó como la cuchilla afilada que raspa un grafito. Entonces se supo fantasma, se ajustó los nublados y los tintes blanquecinos, y, conforme, se abrió paso en sentido contrario al espejo, el cual la vio de espaldas.
Justino se mantenía firme donde el ascensor subía y bajaba, pero ahora había cambiado de descansillo y se había sentado a horcajadas sobre el gancho de un árbol, a la manera de los leopardos en comilona ajena a la baraúndas que se desplazan por el territorio. Yo no sé qué esperaba don Justo, pero me daba por creer que su vida estaba al borde de caer presa de un movimiento portentoso. Digamos que almacenaba fuerzas para un futuro inminente.
Sí, Justino no se bajaba del árbol ni por si acaso, y cuando lo hacía, tenía un cuidado extremo para no aplastar ninguna hormiga. Las precauciones que tomaba eran increíblemente ampulosas: de estar sentado pasaba a ir de gatas y de ir de gatas a ir, tronco abajo, como un escalador vertical, viendo y remirando dónde ponía las extremidades.
En suma, ahora todo era insistencia y presagio, como de principio de mundo. Y no era raro ver, de hito en hito, sonámbulos en puntillas, de brazos abiertos, yendo a abrazarse a un árbol, para luego pareciera que jamás había habido ni sonámbulo ni peatón abrazado, ni nada, sino tan solo insistencia y presagio.
El joyero Matías
Romulio, desde su escondrijo, espiaba el mundo. Y no veía a nadie erguirse por sobre la multitud de sábanas. Si su hija creciera ante sus ojos, él se proclamaría su padre. Prefería esconderse en la niebla, de modo de no adherir a una causa que, a lo mejor, era desde su nacimiento una causa perdida. Él no estaba para acompañar los grandes valores que concebía, estaba más bien para esperar que los mínimos saludos que le había hecho a Laura en su niñez bastaran para que, si acaso era fiel a los designios paternos, se irguiera por sobre la canalla, fantasmas todos.
—Hola, Felia —dijo Laura.
—Laura —dijo Felia, sin preámbulos—, el collar que me obsequiaste el otro día con tanta amabilidad, imagínate que las monedas que tiene son de tiempos antiguos, doblones de plata, doblones de oro. La verdad es que me siento medio incómoda con tanta plata colgando del cuello, ni que fuera una reina. Por lo joven que te ves, quizás ni miraste en el precio. Vendiéndoselo al joyero Matías, ayer estuve con él, sacarías como para ponerte colorete y ser, entre la masa de mortales, el objeto de su deseo.
—Si tú lo dices, venga —y Laura, con los ojos palpitantes, le arrebató el badajo de varias lenguas.
El cuello de Felia se partió, pero los humos no tardaron en subsanar el tajo. No sé si los fantasmas son como imágenes mercuriales, o simplemente humo y recuerdo. Además es difícil, desde mi posición, decir algo científico relacionado con ellos; para eso tendría que llevarlos al laboratorio y amarrarlos y retener su metódica desintegración. A la tecnología le falta velocidad, estamos a años luz de tales captaciones.
—Gracias —alcanzó a decir Felia, luego de verse liberada del odioso collar.
—Gracias —dijo Laura y se fue, por aviso de Felia, donde el joyero.
—Gracias —dijo Matías una vez hecha la transacción. Y cerró las cortinas de su joyería y pasó al laboratorio. Prendió fuego y esperó alcanzar la temperatura de los metales respectivos. Mientras tanto, miró las efigies con curiosidad, y vio que los hombres representados no eran golfos ni mucho menos, eran hombres tocados por la fortuna. Pero la mirada de un joyero es penetrante, y la de Matías recayó en una moneda: estaba renegrida por el tiempo. La limpió con un ácido, y fue descubriendo a alguien que le recordaba a alguien, pero no acertaba a dar con quién podría ser. Pasó revista a su juventud, que la infancia es olvidadiza, y sintió venir sobre su lengua el nombre y figura presentido. El músculo de la memoria no reacciona precisamente a una contracción de la masa encefálica, sino que para forzarlo hay que descontraerlo, recordar a placer y sin otro foco que una linterna intermitente. Matías hacía fuerzas en el músculo de la memoria, pero equivocaba el blanco.
El fuego estaba listo. Matías, producto del calor reinante en la sala, se había tornado invisible, y no tardó en acercar las piezas al lugar ígneo. Las monedas fueron a disolverse y fue hermoso ver cómo las formas en sobrerrelieve se fundían en ríos.
Una fotografía para el recuerdo.
Felia vino a levantar la vista. Cualquiera diría que había rejuvenecido. Y de este modo, espíritu primaveral, llena de excelentes perspectivas, se fue acercando adonde estaba enganchado Justino.
—Pero, don Justo —dijo ella—. ¿qué hace allí arriba? ¿Acaso no era que sufría de vértigo? ¿Cuál es el afán de buscar precisamente aquello que no nos acomoda? ¿Qué es eso de querer dominar lo que, desde el principio, se le presentó en forma pavorosa? ¿Qué importa si evita los despeñaderos y los ascensores? ¿Por qué esta lucha sin fin? Déjeme ayudarle.
—Las hormigas… —musitó Justino.
—Qué hormigas, yo no veo ninguna hormiga —replicó Felia, y para hacer más válido su comentario puso su diestra sobre el tronco, y la dejó ahí un buen rato—. Aquí no hay ninguna hormiga, si no, usted sabe, se suben de inmediato. Las hormigas, de acuerdo con sus alcances, no creen en los obstáculos.
Justino bajó gritando del árbol. De pronto olvidó por qué había subido. No tenía qué estar haciendo allá arriba. Se encontró torpe. Se dijo: «¿Has perdido un tornillo, amigo?» Felia lo ayudaba a poner pie en tierra; él sufría las consecuencias de haber padecido un vértigo repentino.
—Gracias, Felicita —le dijo Justino cuando se convenció de que podía tenerse por su cuenta.
Y ambos fantasmas, Felia de constitución delgada y Justino desabrida, fueron alejándose, tal como Laura anteayer le dio la espalda a un espejo…
…Y yo en ese momento me sentí ambiguo: ¿convenía perderlos de vista en el espejo o en mis ojos? El resultado, al fin y al cabo, sería el mismo: Justino y Felia ausentes. 23 22 diego álamos Pero era mi mirada sobre el espejo y sobre ellos, fantasmas presentes. A la larga, me llené de confusión.
—Mira, Felia, ahora que alcanzamos los arrabales, te advierto que la política nacional es una bodega abandonada con miles de compartimientos que uno no sabe qué guardan.
Felia se aburría con la evasiva conversación de Justino. El fárrago político de Justino no pasaba, según ella, de ser un divertimento del ocio. Y por eso, además porque se sentía insuflada, contenta de aire, ella prefirió guardar silencio delante de los horripilantes sistemas que él cuestionaba.
—No, mire usted, los cuarteles políticos no son sino ingenios para lavar dinero. Si la política fuera a campo abierto, y no fachada y pactos secretos… Además, son como los futbolistas, toda esa tropa de acusetes del árbitro.
—Pero, don Justo —dijo Felia—, se envenena la sangre. ¿No habría hecho usted lo mismo? Solamente le faltó a usted la fama.
—Tal vez tiene razón —dijo Justino abrazándose a la indiferencia—. Hay que dejar ser. Nadie tiene la culpa, somos viento y emoción. La felicito, Felia, por ese aceptacionismo (laissez-faire). Pero yo no me resigno…
La Cuspita
Los fantasmas, en su transparencia, son de madera sincera. No por nada, en el silencio de la noche, hoy por hoy visitan las ciudades y los pueblos abandonados. Pero si los fantasmas no existen, ¿cómo puede ser sincera su actuación…?
Roberto estaba en la encrucijada. Por más transparente que parezca, uno tiende a verlo como un farsante. ¿Son preferibles los fantasmas de mentira que los de verdad? Un día Roberto se llenó de gases de diferentes luces y pateó una piedra que fue a dar a los pies de una sábana.
—¿Qué te pasa? —dijo la sábana—. ¿Fue con querer? ¿Quién eres y quién te crees?
—¿Qué pasa? ¿Cómo que con querer? ¿Qué es lo que buscas? —contestó Roberto, con la segura y firme reacción del que tiró la primera piedra.
—Con que camorrero el hombre —dijo Sisto, que así se llamaba—. Vete de aquí antes de que me ponga de pie y te saque a patadas.
Roberto no atinaba a irse, tan seguro y firme de sí como en un principio. Vio a Sisto ponerse de pie y hacer lo anunciado, aunque sin patadas, solo con zamarreos. Pero Roberto, naturalmente, quiso zafarse de sus garras y el otro lo entendió como una réplica y le dio un puñetazo en el hombro. Y el aire se puso violeta, y Roberto se mantuvo firme sobre sus pies. Al parecer 25 24 diego álamos cahili-huta estaba dispuesto a resistir, sin enfurecer, una ensalada de golpes.
Sisto lo empujó y Roberto, como un muñeco porfiado, recobró su posición. El agresor se sintió agredido y lo bajó de un puñetazo, pero Roberto —el muñeco porfiado— se levantó de nuevo y vino a detener la coz que le esperaba, y agarró la pierna de Sisto y lo desestabilizó. La manera en que le tomó la pierna y lo desestabilizó dejaba entrever un principio de lucha por parte de Roberto, y viendo que Sisto se azotaba la cabeza contra una piedra filosa, quiso dar vuelta atrás e intentó unas disculpas, recibiendo a cambio un escupitajo.
Era un escupo negro, le llegó en pleno rostro y se fijó en su cara como marca o símbolo de gangrena. Ante la reacción de Sisto, Roberto quedó estupefacto y optó por poner pies en polvorosa. Cuando ya estaba a un disparo de honda, se palpó el pómulo que le ardía. Sentía algo así como una costra en medio de copos de lana. Por costumbre, intentó arrancársela, pero eso solo agrandó la herida. Temblaba. Sufría un ataque nervios. Y buscó una plaza donde pasar un rato. No encontraba ninguna y estaba exhausto, le bailaban las rodillas.
Finalmente, lo sorprendió que las sábanas con que se cruzaba no repararan en él y lo tomaran por uno más. «¿Acaso así van todos? —pensó—, ¿acaso todos van descalabrados y yo no merezco, descalabrado como voy, a lo menos una mirada de consuelo? Ahora entiendo —se dijo—, los fantasmas viven de cara a sí mismos, son los sacerdotes de su propio ser, penitentes que se autoconfiesan».
Así pensaba Roberto antes de alcanzar el ansiado recodo. Pero una vez allí, dejó de mortificarse y entonó una canción:
—Y cantando me vi, como si fueeeran… Eran el tambor y el clavecín.
En verdad, Roberto no cantaba para nada, a mi juicio no sabía cómo salir airoso de las líneas con que se enredaba. Y esto no lo digo porque yo lo haga mejor, sino porque abandonó el canto demasiado pronto. El fantasma no estaba inspirado, echémosle la culpa al escupitajo jaspeado de rojo, a la reciente trifulca, a que su ánimo no lo acompañaba.
Cayó la noche: escalera que se corta tres o cuatro escalones y luego continúa.
Pero hay que ver que los días y las noches, en la región de Las Caldas, iban al galope haciendo postas. No había nadie, Roberto se sintió solo. Se sentía renovado, como quien llora mucho y, después, tiene ocasión de reír. Y así, enjuagado, esperó todavía un rato para animarse a descubrir su ruta. En eso estaba cuando se le apareció Laura, quien dijo:
—Vaya casualidad, yo no acostumbro a salir de noche.
—Las casualidades no existen, menos aún entre fantasmas —dijo Roberto atajándola al vuelo, sin huellas de la lenta sangre que había evidenciado durante la tarde—. No, ¿de qué casualidad me hablas? ¿Qué te trae por aquí?
—Estuvo entretenida la cena el otro día —dijo Laura—, fue extraño que terminara de golpe, tan abruptamente. Apuesto a que fue usted quien corrió el mantel, era la forma de romper el hielo. Si lo fue, lo felicito. Esa comida no daba para más, me carga el silencio, el silencio, no, no es que me cargue, pero en ocasiones así, me complica. 27 26 diego álamos cahili-huta
—No, no fui yo, qué divertido que me diga eso, jamás se me habría ocurrido. Para mí que fue un fantasma —y Roberto lanzó una carcajada y Laura también se rio.
—Sí, fue un fantasma —dijo Laura, quien luego de eso sintió la obligación de mostrarse a los ojos de Roberto, de modo de convencerse de su juventud.
Y Roberto la vio a pesar de la oscuridad imperante y pensó que Laura era una sábana abierta al amor, a los halagos, a los besos que intentan, en vano, con incertidumbre, transmitir todas las entregas del corazón. Sin embargo, él no pudo sino tratar de sondear a Laura, a lo mejor su inquietante hermosura no implicaba una terrible inquietud.
—Señorita, no había caído en la cuenta de lo hermosa que es. ¿Cuál era su nombre, que no lo retuve?
—Laura. Le agradezco, nunca me imaginé que usted, don Roberto, tuviera estas fijaciones. Me asusta, ¿pero es usted el mismo de la otra noche? ¿Qué le pasó en la cara? No sé si será por la noche, pero tiene un aire carbónico, ¿espera algo de mí? Mire, yo busco a mi padre. ¿Lo conoce? Ni se le ocurra que yo podré reemplazar a su madre, yo, se lo repito, busco a mi padre.
—¿Me pregunta por Romulio, por aquel verdulero itinerante de bruscas intermitencias?
—El mismo.
—Bueno, ahora está en La Cuspita. ¿Ve allí donde se junta la tierra, ese punto más oscuro en comparación con el cielo también muy oscuro? Pues por allá anda.
—¿La Cuspita? —Laura dio un respingo. Ahora que sabía dónde estaba, no tenía excusas. Lo había, en el papel, encontrado. ¿Pero qué haría ahora con su búsqueda? La noticia no era, en el fondo, una buena noticia. La gracia era que no pudiera encontrarlo, y pensó hacer caso omiso de la información. Además, ¿por qué tuvo que ser justamente Roberto quien supiera de Romulio? ¿Qué tenía que ver él con su padre? Le pareció que no tenía por qué seguir ahí, quiso perderlos a ambos. Tal vez por todo esto, de súbito, se dio a la fuga.
Roberto, por su lado, intentó descorrer las sombras, pero descorría y descorría, sin dar con la ventana. Cortinas y más cortinas. La hermosa Laura había desaparecido. Entonces, se dijo que lo ocurrido era para mejor, ella tiene cuentas que saldar y a mí no me cabe el papel de padre sustituto. Ese quizás es el problema de la hermosura, es difícil soportarla sin alguna carencia de otra índole. Pero está bien, ella para sobrellevarse necesita resolverse. Además es joven, y también tiene la necesidad de darse contra una pared.
Y Roberto rompió a llorar.
—¿Por qué esas lágrimas, querido mío? —le preguntó el espíritu de su madre.
—Lo irreparable —respondió Roberto y se recostó sobre la banca en que se había sentado. Sus lágrimas eran condensaciones de los gases volubles que lo conformaban, pero dicha condensación, en este caso, era tan compacta que estuvo al borde de llorar con lágrimas minerales.
Yo, sin embargo, oí resbalar por las tablas del banco pepitas leves, como de raspado de cobre sobre la lata restante de una caja de galletas. Y, para no ser menos, intenté la pena visible, pero no pude reprimir una carcajada, carcajada cuyo eco me pareció que recorría todo el valle.
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