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WELCOME TO THE REAL WORLD
Ánimo, se dice a sí misma cuando se aproxima el primer cliente. Saludo educado con sonrisa forzada; uno a uno, va cogiendo los productos de la cinta trasportadora para pasarlos por el lector; no reconoce el código de barras de una lata de tomate en oferta; teclea, torpe, los números en la caja registradora: error. Otro intento. Error. «Mierda», dice por lo bajo ante la mirada de aquel hombre que deja de sacar las cosas del carrito. Se guarda el «perdone usted, es mi primer día», pero el orgullo no se lo permite. La máquina no da su brazo a torcer: error. Con los dedos temblorosos, marca el teléfono del supervisor; aumenta la fila de personas impacientes, unas resoplan, otras miran sus relojes de muñeca. El superior se retrasa: ella se siente pequeña, se traga las lágrimas, se mantiene firme. «Es más fácil escribir versos». Sí, es sencillo escribir poemas y conocer amigos afines y publicar libros y ganar premios literarios y ser una joven promesa poética. Lo que no es fácil es sobrevivir en la realidad con el sudor, los callos, los dolores de espalda y de cabeza. Allí sentada, indefensa y humillada, es sólo una empleada más que tendrá que aguantar la desaprobación de sus jefes, clientes desagradables, broncas con los compañeros, horarios abusivos, sueldo paupérrimo. Dentro de aquel supermercado, la poetisa se siente indigna, pero las malditas facturas no se pueden pagar con el talento. Welcome, querida poeta, welcome to the real world.
 

TODO SE RESUELVE CON UNAS OPOSICIONES
De madrugada, te abraza la sombra de la hipoteca, y luego, tu chica, cariñosa, con esas ojeras que son idénticas a las tuyas: las marcas de la desesperanza. El desayuno se te atraganta – sólo galletas y café – por las confidencias en la ridícula cocina de diseño Ikea; se plantea la necesidad de formalizar burocráticamente que os queréis desde hace años, y delante de, al menos, un abogado – tu pobrecita madre anhela como testigo de vuestro amor al cura -, pero no hay dinero, no ya tiempo, no hay ganas. Tu pareja refunfuña porque le toca lidiar con su empleo – limpiando suelos – , y tú te adosarás a tu escritorio repasando el temario – para este año, ampliado, para joder aún más la voluntad y el bolsillo – durante cinco horas sólo interrumpidas por las ganas de cagar o de mear. Sentado y concentrado, es como si las manecillas del reloj permanecieran inertes; se agolpa todo en las sienes y sólo el estómago te avisa de que tienes cuarenta minutos exactos para ducharte, arreglarte, comer y volar hacía el bar donde haces equilibrios con la bandeja a cambio de unos euros y aguantando la amenaza de la incertidumbre – «la cosa está muy mala», «el negocio no va bien», etc -. A las doce de la noche, con dolor de huesos, regresas al cubículo de treinta y cinco metros cuadrados que llamas hogar y allí está tu novia, sollozando, acurrucada en el sillón. Os echáis a temblar cuando confiesa «tengo un retraso» y te cagas en los muertos de los condones baratos y te vuelves creyente arrepentido de los santos, los de las estampitas de Santa Gema y San Judas Tadeo que te regaló la abuela para que te ayuden a aprobar de una puta vez. El disgusto os quita las ganas de cenar – tampoco hay gran cosa en el frigorífico – y os acostáis, deprimidos y derrotados. Tu mujer, a tu lado, se duerme, entre lágrimas; tú le agarras la mano con firmeza y la calidez te hace sentir un poco más humano. El insomnio te colma y reflexionas: ¿vale la pena tanto esfuerzo? «Si quieres prosperar en la vida, estudia oposiciones». La gran frase de los progenitores. Pero, como bien sabes desde que terminaste la licenciatura, no siempre los padres tienen razón.

Ilustración: Daniel Danger