«…si la olvidaras, nosotros te la recordaríamos una vez más. Y si por segunda vez la olvidaras, por segunda vez te la recordaríamos», La viuda, Isaac Babel.
Y ahora el Fiat se deslizaba a toda velocidad sobre la ruta. Bajo el ronroneo del motor, sus ruedas, impulsadas por ejes invisibles, giraban en paralelo a las dos rectas de pintura blanca que delimitaban el camino y se cortaban en el infinito. Aunque se había puesto el sol todavía quedaba algo de luz. El cielo y la tierra estaban del mismo color. El horizonte era apenas una débil raya allá a lo lejos.
Desde el asiento de atrás podía percibir todo eso. También las manos de Sergito, firmes sobre el volante nacarado, y las miradas furtivas que de tanto en tanto le echaba Sandra. El asiento, igual que él, iba todo teñido de rojo. Cada tanto levantaba la mano de su estómago para verse la herida. Ahora la sangre salía más espesa y oscura que antes.
Nadie decía nada. Sergito extendió el brazo derecho y prendió la radio. Sonaba una canción en inglés que él no conocía. Ya no los perseguían. Pasaron un cartel verde, pero no llegó a leerlo.
¿Sandra?, dijo.
¿Qué, amor?, dijo Sandra dándose vuelta para mirarlo.
¿Tenés mis cigarros?, dijo él. Sandra se volvió y agarró de la luneta un paquete de Philip Morris.
Tomá, amor. Le extendió un cigarrillo. Él lo tomó con la mano más limpia y se lo puso entre los labios. Sandra le dio fuego.
No son los míos, dijo.
Los tuyos se acabaron, dijo Sandra. Él la miró. Tenía cara de preocupada. No era para menos.
Vamos a tener que parar para pasar la noche, dijo Sergito. También se quejó del cansancio y dijo que no iba a poder manejar toda la noche.
Hicieron unos kilómetros más y se les apareció un desvío de tierra que se metía en la pampa. Sergito bajó la velocidad. Ahora la radio se escuchaba más claro. El Fiat dobló y abandonó el asfalto. Cuando pegó la curva, él se vino de costado, cayéndose contra la puerta. El dolor de la herida se agudizó. Sintió el latido de la bala en el estómago.
El Fiat avanzó por el camino un buen rato. Atrás quedaron la ruta y un tenue reguero de polvo. Al final, también dejó el camino y se internó en el monte. Sergito apagó el motor y con él la radio. Ya era de noche.
Alto coche, este, dijo Sergito mirándolo por el espejo retrovisor. Él no contestó.
Sandra bajó del auto y se alejó unos metros. Después volvió y abrió la puerta de atrás.
¿Cómo estás, amor?, dijo.
Ya casi no me sangra, le contestó.
¡Ese yuta puto!, dijo ella. La noche era estrellada, aunque en el horizonte había algunas nubes.
¿Querés otro cigarro?.
Dale.
Ella se sentó a su lado en el asiento ensangrentado. La puerta quedó abierta. Fumaron en silencio. Sergito se había bajado y estaba sentado en el capot, entre las dos luces encendidas, jugando con el revólver. Cuando Sandra terminó de fumar tiró la colilla afuera. Él dejó caer la suya en el piso del auto y la aplastó apenas con el pie. En la oscuridad, ella le pasó la mano por la frente y lo besó. Él se dejó besar y le metió la mano limpia por debajo de la musculosa, acariciándole la espalda. La otra mano estaba muerta sobre el agujero de su estómago.
Mañana conseguimos un doctor y te cura, dijo Sandra.
Él tardó unos segundos en contestarle.
Me estoy muriendo.
Callate, hijo de puta. No digás eso.
La sintió llorar en lo oscuro, ahí, al lado suyo. Después ella salió del Fiat y se fue hasta donde estaba Sergito. Los vio a través del parabrisas curvado; los vio hablar delante de las luces blancas que apuntaban a la noche. Vio que Sandra se secaba la cara con la mano y movía los labios. Sergito la miraba. Ella bajó la vista y dejó de hablar. Sergito dijo algo, puso una mano sobre el hombro de ella y enseguida se la subió hasta la nuca. Ella lo miró. Por la puerta abierta del auto entraba el aire fresco. Afuera cantaban los grillos. Sergito salió de la zona iluminada y Sandra se quedó parada, de espaldas al auto.
Pasó un rato y Sergito se le apareció por la puerta abierta. En los brazos llevaba un montón de ramas.
Vamos a hacer un fueguito, para calentar.
Buen, contestó él.
Sergito dejó caer las ramas al piso y se puso a armar una pila allí mismo. Cuando terminó, buscó en el bolsillo delantero de su jean y sacó un encendedor. Le tomó un buen tiempo lograr que las ramas prendieran, pero al final la luz que daba el encendedor se hizo más grande y el fuego creció.
¡Ahí está, la puta madre!, dijo Sergito incorporándose. Recién entonces Sandra se acercó y se sentó frente al fuego, mirando hacia la puerta abierta del Fiat. Él intentó doblar el cuerpo para quedar enfrentado al fuego, pero el dolor no lo dejó y acabó por recostarse en el asiento, sintiendo de lejos el calor de las llamas. Sergito se sentó cerca de Sandra, mirando hacia el Fiat.
Taría bueno algo de comer, dijo Sergito. Como ni él ni Sandra contestaron, agregó: Será mañana.
Las pocas ramas que había juntado Sergito se consumían rápido. A través de la puerta abierta, él miraba el cielo. Detrás de una nube sin vida estaba la luna. Ahora que se había estirado en el asiento la bala ya no dolía. Apenas si sentía la tibieza de la sangre debajo de su mano. Se imaginó el pedazo de plomo depositado en su estómago, la pequeña porción de carne desgarrada y quemada rodeando aquel objeto. Pero ya no sentía dolor.
Así debe ser morirse, pensó.
El fuego casi se había apagado.
Sandra dijo: Hace frío, che.
Vení, acercate… calor humano, dijo Sergito enseguida y se movió para ponerse a su lado. Ella obedeció y él le pasó el brazo por los hombros descubiertos.
¿Mejor?, preguntó Sergito.
Sí, gracias, dijo Sandra. Gracias por todo.
Él los miraba sin decir palabra. El fuego se había apagado pero igual podía adivinarlos a los dos. Sergito la tenía en sus brazos. Su cabeza estaba más alta que la de ella, apoyada sobre su hombro. Cada tanto Sergito movía un poco la mano, como si se estuviese acomodando o como si estuviese acariciando a Sandra, dándole calor, calor humano. Pasaron minutos. Largos. Las caricias continuaron espaciadas, sigilosas. Después los dos cuerpos se soltaron, se separaron, y Sergito y Sandra se miraron.
No se vayan a calentar…, dijo él. Pero su voz era la de un fantasma, la de un aparecido.
En ese instante, la luna amodorrada se abrió paso entre las nubes y se detuvo en el escote semidesnudo de ella. Vio cómo se miraban.
Vamos, dijo Sergito. Luego de un segundo de vacilación, se pusieron de pie y se alejaron.
Las nubes se abrieron, se disolvieron. La noche, como tiroteada por las estrellas nuevas, se inclinó sobre él, moribundo, a través de la puerta abierta del Fiat. Los otros dos jadeaban detrás de un matorral.
Después Sandra volvió a aparecer. Mirándolo desde arriba, dijo:
Me dejaste, amor. Me estás dejando, hijo de puta. Mañana… voy a seguir acá yo.
Y desapareció de su campo visual. El balazo ya no le dolía. Casi ni sentía el cuerpo. Era como estar sumergido en un líquido denso y viscoso. Y ahora se le daba por pensar. A él. A él, que nunca pensaba. Se le daba por pensar en Sandra y en otra vida; en Dios, tal vez. A él.
Así debe ser morirse, pensó.
Ilustración: Voider Sun