The-Grand-Budapest-Hotel

Curioso personaje Wes Anderson. De un lado del amplio espectro que gira alrededor del cine (teóricos, críticos, cinéfilos, aficionados de fin de semana, una extensa fauna) están los que se refieren a él como un pródigo creador de imágenes vivaces y únicas, películas que retratan una imaginación desbordante, singular, excéntrica. Del otro lado están los que lo consideran un director sobrevalorado, repetitivo, superficial.

Más allá de quien tenga la razón a la hora de valorar el real alcance de su obra, no resulta impertinente percibir que algo de toda la polémica que rodea a Anderson ya lo habíamos vivido antes, pero con otros nombres. ¿No resulta semejante a los reproches y alabanzas, asperezas y elogios, sin términos medios, que en su día provocaron películas como “Amélie”, “Delicatessen” o “La ciudad de los niños perdidos”? Si uno hace el juego de eliminar las líneas temporales que separan a todas estas películas, reproduciríamos la vieja pero no menos vigente polémica sobre la validez de ciertos materiales que utiliza el artista para reproducir la realidad.

A riesgo de parecer árido y abstracto, valga este esbozo de declaración de principios: nadie puede garantizar que un determinado género, estética o temática sea más legítima que otra al momento de realizar una película. Sin embargo, eso no implica que cualquier forma artística me fascine con la misma intensidad o agrado. En esto hay que ser claros: cada cineasta es dueño de elegir los modelos y estrategias más afines a su modo de representar un mundo. A su vez, esto no me obliga como espectador a comulgar con su manera de expresar  su universo fílmico.

Puedo entender, valorar  la destreza y la habilidad de la puesta en escena, incluso ser cómplice del ethos particular del director; pero, a fin de cuentas, el cine se trata de seducir, de producir cierto arrebato que exija mantener mis ojos atentos a una pantalla durante un par de horas. Y esa voluntad que nace del espectador se nutre de la visión de un artista que insiste en, palabras de Sontag, “manipular lo inefable” con una intensidad que nos domina porque nos impone un horizonte en el cual salimos al encuentro con el mundo.

Y es ahí el problema que me impide congeniar o sentirme “arrebatado” por la intensidad desmesurada que Anderson despliega en sus películas. Al apoyarse en una visión de la realidad que colinda cada vez más en lo fantástico, en una mirada tan cándida de la existencia, desbordada de personajes sin densidad ni relieve, el cine de Anderson exige una suerte de acuerdo tácito en donde me dejo transportar por una serie de peripecias y situaciones extremas, rocambolescas, colindantes en la caricatura, dejándome invadir por el despliegue de trucos y prestidigitaciones  que, a la larga, terminan por agotarme. No hay nada de malo en la forma que Wes Anderson transmite su particular estilo. Su cámara se traslada por los objetos casi acariciándolos, transmutándolos en entidades extravagantes y leves, originando nudos narrativos que van sucediéndose uno detrás de otro, como si estuviéramos en un escaparate observando una multitud de fragmentos incesantes que proliferan de un aparato creador de meta-relatos perfectamente aceitado y eficiente. Y con todo, Wes Anderson no me convence, no logro habitar en sus simulacros de realidad.

En fin, creo que en el actual Wes Anderson la forma erosiona las ideas de sus películas y que la fábula moral que subyace en las imágenes, nunca desborda del todo la belleza artificial de la puesta en escena. Al contrario, el manierismo de las imágenes inunda la pantalla de una forma tan rotunda que el espectador se siente obligado a una decisión definitiva: o se ingresa a ese mundo fascinante y asombroso, a esa casa de muñecas, o te sientes expulsado de esa fiesta de colores, formas y criterios insólitos y ajenos a la vida real de los espectadores. Depende de la decisión que cada persona realice frente a su cine el que determine el nivel de alegría, indiferencia o fastidio que se podrá experimentar frente a su particular estilo.

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