michael ramstead

El hombre que solo veía huesos

Solo veo huesos.
Solo veo los lustrosos huesos color leche
acarreados a sus tumbas diarias
por enormes monstruos metálicos.
No existen epitafios singulares para cada uno de aquellos
huesos
solo unas someras N.N talladas en la lápida alcanza para
todos.

La carne en ellos ya no existe
puedo enumerar los huesos
en sus costillas
puedo ver sus columnas sintiéndose estúpidas
por la falta de carne puedo ver el pudor de los huesos
ante la ausencia de piel.
Ni riñones, ni pulmones tienen
donde antes había vello
ahora solo silba el viento
al soplar por entre los estrechos huesos.
No estoy enfermo, no
pero solo veo huesos huesos formando esqueletos:

Esqueletos que fuman.
Esqueletos que comen.
Esqueletos que hablan.
Esqueletos que traicionan.
Esqueletos que defecan.
Esqueletos que culean.
Esqueletos que suben a los micros.
Esqueletos que triunfan.
Esqueletos vencidos.

Ya no veo ni sangre ni piel
solo el reflejo del sol en los blancos huesos
y cada uno de aquellos esqueletos
habitando una sola huesera.
Me pregunto, ¿dónde estará el corazón?
Escucho el zumbido, lejano,
débil
pero no lo veo.
Me enloquece aquel zumbido
sordo
en mis oídos
como un dios
que aplasta contra mí
una acusación perfecta.
¿Por qué solo veo huesos?
¿Y qué ven ellos?
¿Qué ven cuando están frente a un espejo?
¿Cómo me ven ellos a mí?

Ellos que son la muerte.
Ellos que suben a micros.
Ellos que comen carne, que duermen en camas.
Ellos que van al centro de la ciudad a cancelar sus cuentas.
Ellos que besan a sus hijos cada mañana
al igual que yo.
¿Cómo me ven ellos?
Los huesos.

 

El comerciante marino

Íbamos en busca de alimento.
Íbamos con el estómago retorcido.
Entonces llegamos a la feria del grito
a la feria de las moscas
a la feria de las vísceras servidas sobre la mesa de concreto.
Y allí lo vimos
gritando enloquecido
con una gran sonrisa partiéndole el rostro.
Y vendía toda clase de seres marinos.
Alguno de aquellos cuerpos mohosos los atrapaba más allá
de lo que los rayos del sol negro podían escarbar
bajo las profundas, frias y brunas aguas.
Y mientras espantaba con un roñoso periódico a las moscas
que se posaban chupando la sal de los crustáceos,
de las conchas agónicas y de los pescados de largos y eléctricos bigotes,
gritaba a la multitud:
“¡Lleve todo por un par de monedas,
aproveche que todo está de chuparse los dedos!”.
Luego callaba y murmuraba para sí:
“Me extraña que no tengamos ni escamas ni branquias,
si nuestras entrepiernas huelen a conchas podridas
a cabezas de pescados agónicos mosqueados ofrecidos
sobre periódicos viejos a lo largo de la ciudad”.

 

La bestia

La mano envuelve al pene.
Los dedos le rodean sin interés alguno.
La piel que lo cubre
cae hacia abajo
una
y otra vez,
una
y otra vez.
El hombre le mira por entre los vellos púbicos.
Un suspiro muerto escapa de sus labios.
Los dedos le liberan.
El cuero enrojecido y seco, cubre la cabeza marchita,
amoratada.
El pene se acurruca, parece avergonzado,
hastiado.
El hombre se sube el calzoncillo.
El hombre gira en la cama por unos momentos.
La posición fetal es la ideal.
Cierra los párpados, pero no puede conciliar el sueño.
Sus ojos contemplan la pared
donde cuelga la imagen de una pequeña niña
y se echa a llorar
y no comprende
y no comprende
por que afuera gritan miles de mandíbulas enfurecidas:
«¡Que lo maten, que lo maten!»

Ilustración: Michael Ramstead