«Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas», escribió Borges en una inolvidable parábola acerca de sí mismo y de su propia escisión, tal vez la más grande y la más poética página que se haya escrito jamás sobre la relación que existe entre vivir y escribir. El autor de ese apólogo, que habla en primera persona, dice no ser el famoso escritor que aparece en todos los diccionarios biográficos del mundo y en las cubiertas de muchos libros; él es sólo el individuo que figura en el registro civil como Jorge Luis Borges, el que camina por las calles de Buenos Aires mirando distraídamente los zaguanes, mojándose con la lluvia o cogiendo un resfriado, viviendo y dejándose vivir, rumiando alguna indefinible melancolía que ni siquiera el otro, el poeta, podrá comprender jamás y deslizándose, como el fluir del tiempo, hacia el final. Del otro, del célebre escritor, le llegan noticias a través de los periódicos y se da cuenta, con ligero estupor, de que su torpe y oscura existencia le suministra al otro, al Borges de la literatura mundial, la materia para algunas fábulas reticentes y abusivas. «Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII», dice, «el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor.»
¿Quién de ellos es el que ha muerto hace algunas horas?, ¿el anónimo y melancólico señor del bastón, que tal vez no conoció el amor y se perdía en los meandros de las calles y de la tarde, desapareciendo en la sombra como un día que se acaba?, ¿o bien el autor de libros que, jugando inexorablemente con las nostalgias de aquel desconocido, nos ha proporcionado la ilusión de que algunos volúmenes, con sus lomos bien encuadernados que relucen en un anaquel, pueden justificar una vida inalcanzable en su misterio? Los teletipos han anunciado al mundo la muerte del actor, de quien expresaba la pasión del hombre, del desconocido héroe de la historia, el gusto por el café o por Stevenson, no sin contaminar esas predilecciones con una punta de falsedad, y las necrologías hacen referencia también al otro, al protagonista de las voces de las enciclopedias y de los ensayos críticos. Éste seguro que se habría divertido viendo las pruebas generales o asistiendo al estreno del duelo por su fallecimiento. Del frágil individuo de ochenta y siete años —de sus miedos, de sus pesares, del frío o del sudor de sus últimas horas— no se puede decir ni imaginar nada.
Toda la obra de Borges está impregnada por la melancólica conciencia de que la literatura no puede salvar la vida y de que un poeta, en una poesía acerca de un tigre, sólo consigue decir «palabras, palabras, palabras», un tigre de sílabas y de papel, y busca en vano al otro tigre, al que no está en el verso sino en la selva. Pero Borges es grande precisamente porque logra evocar la vida, su plenitud y su vanidad, expresando la falta de adecuación de la literatura para representarla y haciendo propia esa inadecuación, asumiendo todos los riesgos del vacío y la aridez y consiguiendo así expresar la verdad de la ausencia moderna, del significado que no se deja atrapar y de las cosas que no se dejan aferrar. Gran intérprete de esta ausencia moderna, sabe ser también su víctima, destinando su obra a parecerse al mapa del imperio del que traza una parábola, un mapa que reproduce fielmente la tierra y se ajusta a ella con exactitud, pero que al final el viento acaba por hacer pedazos.
Se ha ensalzado a Borges como a un funámbulo del artificio y a un prestidigitador de la relojería literaria y los mecanismos literarios que se tienen como fin a sí mismos. Ésa es una mala pasada que el sapiente actor, para distraer su melancolía, ha jugado a muchos de sus émulos y admiradores, sofisticados, es decir, toscos y destinados a simular miserablemente la dolorosa e irónica ambivalencia de su poesía, que parece fácil de imitar como la kafkiana, pero al igual que ésta es inimitable y no muestra desde luego el triunfo coqueto del sofisma, sino la aventura y el extravío de la inteligencia en la trama elemental del mundo.
El mismo Borges, en muchas páginas repetitivas, se parece a sus flojos plagiarios; no es ciertamente un intelectual y ni siquiera es verdaderamente culto, porque su enorme erudición es un centón de motivos más acumulados que verdaderamente asimilados, pero sabe ser, a ratos, un gran poeta de lo elemental, de esa sencillez suprapersonal que nos afecta a todos y cada uno, y sabe expresar la luz de una tarde, la caída de la lluvia, la cercanía del sueño, la sombra de la casa natal o la frescura del agua que regocija en un espléndido relato, las especulaciones de Averroes. Es el poeta de la valentía, de la fidelidad, de la épica familiaridad con la vida y la muerte —de esos valores que él sabe que no posee ni en la existencia ni, salvo raras excepciones, en el arte y de los cuales sólo puede expresar la nostalgia.
Pero esa nostalgia constituye su genio. Sus dioses, ha dicho, no le concedieron la expresión que crea la vida, sino sólo la alusión que la menciona de refilón. Su poesía dice la melancolía de esa alusión fugitiva, «la inminencia de una revelación que no se produce», la espera de un secreto que no se revela. Algunos de sus relatos parecen apenas el genial esbozo de un relato que está todavía por escribir. En esa potencialidad a menudo decepcionada él encarna el destino de la literatura, a la que ya no le es dado transmitir valores y contar la unidad de la vida.
Para consolar y engañar a sus imitadores, el actor ha fingido complacerse con el jaque en que la literatura pone a la existencia. La grandeza de Borges consiste en cambio en la valentía con la que afrontó esa aridez personal y epocal, una valentía digna de esos héroes suyos que él tanto envidiaba —porque, a diferencia de él, saben empuñar la espada— y que le permitió hablar, en nombre de todos, de los miedos, de los apuros y la esterilidad de todos nosotros. Y de ese modo el bibliotecario acosado por la falta de amor y de deseo pudo escribir, en El Aleph, una gran parábola del amor reprimido y perdido.
La vida de Borges parece toda ella resumida en su escritura, en una bibliografía: su nacimiento en Buenos Aires, sus estudios en Europa, el culto de las memorias patrióticas y militares argentinas, su breve compromiso vanguardista pronto abandonado en favor de un escéptico clasicismo, la redacción de sus obras maestras dedicadas a los laberintos de la existencia, a las paradojas metafísicas, a la repetición circular del acaecer, a la épica de los suburbios bonaerenses. Pero su muerte nos impresiona, más que como un luto por la literatura, como la muerte de ese Cada Uno de las representaciones sagradas medievales. Nos lleva a pensar, como no ocurre con otros escritores, en nuestra vida, en nuestro amor y nuestra muerte.
Su desaparición no induce a escribir necrologías edificantes ni a atribuirle todas las virtudes. Tenía sus miopes y estrechas durezas de reaccionario, sus cerrazones, pecados y miserias de las que responder a sus dioses. Pero todo eso le hace ser hermano nuestro, espejo de nuestro destino. Hace algunos años, en Venecia, se sentía embarazado cuando le daban las gracias por lo que había escrito; sabía que no podía vanagloriarse de sus palabras y que la grandeza de su obra, misteriosa y tal vez casualmente conseguida por el otro, por el actor, formaba ya parte del mundo y no le pertenecía a él más que a mí o a cualquier otro. En sus últimos años, la gran libertad de la vejez le llevaba a disfrutar incluso con las chucherías de la vida, a haraganear por premios y congresos literarios incluso de escaso interés, regocijándose con los huecos de tiempo que le quedaban y persiguiendo esa cosa infinita e irrecuperable que todo hombre, como él había escrito, sabe que ha recibido y perdido.
1986.