1
—Un cuento, lee para mí.
—Bueno. El Apocalipsis.
—No me leas más el Acabalipsis. Léeme un cuento para niños.
—Se llama Apocolipsis y no Acabalipsis. El nombre no significa que el mundo vaya a acabarse, significa que falta poco para que se acabe.
2
Érase una vez la más bella de todas las bellezas. Iba por los jardines deshojando las flores como un otoño de caminos. Se quedaba al borde de los ríos, pero solamente bendecía el agua que ella bebía. A veces se la veía llorando en la ventana de un castillo, otras bailando a la entrada de un palacio. Se paseaba por los barrios oscuros. Amamantaba a los niños pobres con el vino que se transformaba en leche a pasar por su cuerpo. Era una mísera leprosa a veces, y otras, una duquesa abrigada por las pieles de rubios roedores. Entraba y salía de los espejos como si fuesen pequeños pórticos. Los marcos de los espejos eran los arcos de sus triunfos.
Una bestia la rondaba siempre, yendo y viniendo como un astro de órbita deforme. Era esa bestia como león al que se le han multiplicado cabezas entre sí enemigas. Ella la acariciaba como a un gato tibio hasta transformar a la bestia en un gatito de porcelana. Solía reaccionar la bestia muy a tiempo, antes de ser anulada, por las caricias, en lq forma de un lunar cosmético que, en el rostro de la bella, las cremas de la noche arrancan. Entonces la bestia la rasguñaba como un gato, la mordía como si fuera un perro, la topeaba cual un toro, mientras iba regresando a su aspecto original, la bestia de siete cabezas, e iba adquiriendo el pelaje de cada uno de sus daños.
Ella se reía, suspiraba, lloraba, arrancaba y volvía ante la bestia. La dejaba encerrada en una habitación cuya puerta palpitaba, así un corazón fuera de un cuerpo, a punto de estallar.
La bestia a veces sonaba como un joven liviano, con el amor en el cuello, el pecho y las axilas. Sonaba también a un viejo carnicero, que molía huesos, nervios y carnes mientras carraspeaba. La bella oía a la bestia en tales afanes y sonreía como si todo se ajustara a sus pronósticos.
Daba un día, bella, una gran cena en honor del universo. Y la bella, a la puerta de ese palacio también mendigaba mientras maldecía a quienes reían en el fondo de las alturas. La bestia estaba como un cachorro lamiendo las llagas de la vieja, y muy adentro, entre las pilas rebosantes de licor mezclado con la sangre de los santos, se presentaba según cada una de sus cabezas, en traje de etiqueta, dejándolas charlar entre ellas y oír la música sacra por las catorce orejas.
Entre los comerciantes y los brujos, apareció un alado grifo, ese león que arrastraba un carruaje. Y al interior de ese carruaje, apartada por un velo, se vio a la bella. Pero al grifo le brotaron cabezas. Batiendo sus alas de águila, se acercó a los pies de la bella. Le lamió las uñas, con una lengua roja como de codorniz, que parecía pintarlas. Y, de una uña para otra, el mordisco.
—¡A la bella se la comió la bestia! —grito un niño, que estaba entre las cohortes, escondido en un útero, y que sabía que en los cuentos los niños siempre dicen la verdad, tal cual los borrachos en sus cuentos mal contados.
Pero nadie quiso ver que ya no había bella. Solo una bestia que intentaba devorar un cadáver, un cadáver que iba aumentando su tamaño a medida que lo destrozaban las siete cabezas de la bestia, hasta volverse el que es un dinosaurio, una montaña, el cielo.
Se oyó entre las risas, y los cristales tintineantes, y entre las danzas, un pitazo, como el de quien dirige el tránsito. Luego casi un trompetazo, desganado, como el de un escolar que recién aprende a inflar los pulmones para no gritar. Después una trompeta, musical, libre, como la de la Orquesta Filarmónica de Viena. Una sirena de alerta en los cielos anunciando su propio bombardeo. Un redoble de ángeles en marcha. El coro fortísimo. Una novia aparece, que era una pastora, que era curca y con el rostro ovalado, y a su lado, un cordero, una mascota que a veces se comen los pastores.
3
El niño quería que le leyeran un cuento mientras se dormía. Su madre era cristiana y apocalíptica. Cerró la Biblia como si al mismo tiempo abriera un absurdo libro que nunca acaba, y cuando acaba por fin, ya no se sabe que se lo lee. La madre leía solo verdades al hijo, transformaba los cuentos en fábulas, y las fábulas en profecías. Profecías conocidas por ella. La verdad siempre la rodeaba, a la altura de las sienes, como un nimbo.
Ilustración: Adonna Khare