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David Lynch no es, en absoluto, lo que esperas que sea. Sus películas suelen ser extrañas y retorcidas, repletas de personajes ambiguos y, a veces, aterradores. Pero el hombre que hay detrás de la cámara es uno de los directores más sencillos, cálidos y afables que he conocido, ¡por eso me preocupa mucho más lo que sucede realmente en los recovecos más oscuros de su mente!
Sólo tenía dieciséis años cuando vi por primera vez Cabeza borradora y tuve que salir del cine a la mitad porque la experiencia me hizo sentir demasiado incómodo. Fue como si alguien hubiera abierto la puerta de un lugar oscuro y escalofriante que parecía irreal y, al mismo tiempo, demasiado cercano como para sentirse tranquilo. Con el tiempo, esto es exactamente lo que a mí y a otros fans nos ha llegado a encantar de Lynch: la manera que tiene de conseguir mostrarnos lo que se esconde bajo la superficie, como los gusanos bajo la hierba al principio de Terciopelo azul, o esa habitación oscura de lo más espeluznante en Carretera perdida, la película por la que fui a entrevistar a David Lynch en Los Ángeles. Me recibió en una bonita casa moderna cerca de Mulholland Drive. En el patio estaban esparcidas algunas de sus pinturas a medio hacer. Lynch contestó a mis preguntas con cordialidad, como un anciano sabio escuchando a un niño que le interroga sobre la vida. Y cuando, finalmente, concluyó la entrevista, me sonrió y me preguntó: «¿Qué? ¿Qué cree usted? ¿Me dan el trabajo?».

Clase magistral con David Lynch

Nunca me han pedido que enseñe cine y, de todas formas, tampoco creo que se me diera muy bien. Sólo he asistido a un curso de cine en mi vida, con un profesor llamado Frank Daniel. Fue un curso de análisis cinematográfico, donde pedía a los estudiantes que vieran películas y se concentraran cada vez en un determinado elemento: la imagen, el sonido, la música, la interpretación… Después, todos comparábamos las notas que habíamos tomado y lo que descubríamos resultaba bastante sorprendente. Fue un curso fascinante, pero lo que realmente hacía que funcionara era que Daniel, como todos los grandes maestros, tenía la capacidad de inspirar y estimular a los alumnos.
No creo que yo posea esa capacidad. No tengo un conocimiento enciclopédico de la historia del cine y tampoco se me da bien dar conferencias, así que no sabría qué decir a los estudiantes, salvo que cogieran una cámara y salieran a hacer una película. Después de todo, así es como aprendí yo. Al principio, quería ser pintor, pero mientras estudiaba bellas artes, hice un corto que proyecté, como un bucle, en una pantalla esculpida. Fue un proyecto experimental; la idea era conseguir que la pintura pareciera viva. Un hombre la vio, le gustó y me ofreció pagarme para que le hiciera otra. Lo intenté, pero, por algún motivo, no lo conseguí y me dijo: «No importa, quédate el dinero y haz lo que quieras». De manera que hice un corto, que me reportó un premio y financiación para hacer Cabeza borradora. Así empecé.

 

MIS REFERENCIAS

Si tuviera que elegir algunas películas que, para mí, representen ejemplos de cinematografía perfecta, creo que las reduciría a cuatro.
La primera sería 8 1/2 (Otto e mezzo, 1963), por la manera con que Federico Fellini logra con una película lo que hacen muchos pintores abstractos, a saber, comunicar una emoción sin decir o mostrar nunca nada de forma directa, sin explicar nada, simplemente mediante una especie de pura magia. Por motivos similares, también escogería El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950). Aunque el estilo de Billy Wilder es muy distinto al de Fellini, consigue lograr una atmósfera abstracta muy similar, no tanto por la magia como mediante todo tipo de trucos estilísticos y técnicos. Puede que el Hollywood que describe en esta película nunca existiera, pero nos hace creer que sí y nos sumerge en él, como en un sueño. A continuación, proyectaría Las vacaciones del señor Hulot (Les vacances de M. Hulot, 1953), por el sorprendente punto de vista con el cual Jacques Tati analiza una sociedad. Cuando ves sus películas, te das cuenta de cuánto conocía —y amaba— la naturaleza humana, y no puede ser más que una inspiración para hacer lo mismo. Y, finalmente, proyectaría La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), por la brillante manera con que Alfred Hitchcock consigue crear —o, más bien, recrear— todo un mundo en el interior de unos parámetros reducidos. James Stewart nunca deja la silla de ruedas en toda la película y, sin embargo, a través de su punto de vista, seguimos un plan para un asesinato muy complejo. En el filme, Hitchcock se las arregla para coger algo enorme y condensarlo hasta convertirlo en algo realmente pequeño. Y lo consigue mediante un control total de la técnica cinematográfica.

 

MANTENTE FIEL A LA IDEA ORIGINAL

Al principio de cada película, hay una idea. Puede surgir en cualquier momento, de cualquier fuente. Puede surgir mirando a la gente en la calle o pensando solo en la oficina. También puede tardar años en llegar. He conocido esos períodos de sequía y, quién sabe, tal vez pasen otros cinco años antes de que se me ocurra otra idea que me guste para una película. Lo que necesitas es encontrar esa idea original, esa chispa. Y, en cuanto la tienes, es como ir de pesca: usas la idea como cebo y atrae a todo lo demás. Sin embargo, como director, tu prioridad principal es mantener la fidelidad a esa idea original.
Te tropezarás con muchos obstáculos y el tiempo puede borrar muchas cosas de tu mente, pero una película no está acabada hasta que deja de haber un plano más por montar, un sonido más por mezclar. Todas las decisiones importan, por muy nimias que sean. Y cada elemento puede hacerte avanzar o retroceder un poquito. Tienes que estar abierto a nuevas ideas, pero, al mismo tiempo, siempre debes mantener la concentración en la intención original. Es una especie de patrón con el que puedes poner a prueba la validez de cada nueva sugerencia.

 

LA NECESIDAD DE EXPERIMENTAR

Es necesario que un director piense tanto con la cabeza como con el corazón. Tiene que estar relacionando constantemente el intelecto con las emociones durante el proceso de toma de decisiones. Resulta fundamental contar una historia. Los tipos de historias que me gustan son las que contienen cierta dosis de abstracción, las que dependen más de la comprensión intuitiva que de la lógica. Para mí, el poder de una película va más allá de la simple tarea de contar una historia. Tiene que ver con la manera en que cuentas la historia y cómo consigues crear un mundo propio. El cine tiene el poder de describir cosas invisibles. Funciona como una ventana a través de la cual entras en un mundo diferente, algo parecido a un sueño. Creo que el cine tiene ese poder, porque, a diferencia de las demás formas artísticas, utiliza el tiempo como parte de su proceso. La música también es un poco así. Empiezas en algún punto y, luego, nota a nota, vas aumentando poco a poco hasta llegar a una determinada nota que crea una emoción muy fuerte. Pero sólo funciona por las notas que vinieron antes y por la forma en que fueron orquestadas. Por supuesto, el problema de esto es que, después de un rato, las reglas básicas no funcionan igual de bien. Se pierde el elemento sorpresa, y por eso me parece fundamental experimentar. He experimentado en todas mis películas y, en ocasiones, cometo errores. Con suerte, me doy cuenta a tiempo y lo cambio antes de terminar la película; si no, el error sirve de lección para la siguiente película. Pero, en ocasiones, la experimentación me permite descubrir algo maravilloso que no podría haber imaginado o planificado. Y nada compensa más que eso.

 

EL PODER DEL SONIDO

Ya desde el principio, descubrí el poder del sonido. Cuando hice esa «pintura viva» con el proyector y la pantalla esculpida, también se reproducía el sonido de una sirena. Desde entonces, siempre he creído que el sonido es la mitad de lo que hace que una película funcione. Tienes la imagen a un lado, el sonido al otro y, si sabes cómo combinarlos de forma apropiada, el todo es más fuerte que la suma de las partes.
La imagen está constituida de distintos elementos, la mayoría de ellos difíciles de controlar a la perfección: luz, encuadre, interpretación, etc. Sin embargo, el sonido —e incluiría la música en esta categoría— es una entidad concreta y poderosa que habita físicamente en la película. Por supuesto, hay que encontrar el sonido adecuado, lo que implica muchas conversaciones y muchas pruebas. Hay muy pocos directores capaces de utilizar el sonido más allá de un aspecto puramente funcional y el motivo es que sólo se preocupan por el sonido después de haber rodado la película. No obstante, los calendarios de posproducción suelen ser tan apretados que nunca tienes tiempo de enfrentarte a nada interesante, ya sea con el diseñador de sonido o con el compositor. Por eso, durante los últimos años —creo que desde Terciopelo azul—, he tratado de hacer la mayor parte de la música antes del rodaje. Comento el argumento con mi compositor, Angelo Badalamenti, y graba todo tipo de música que voy escuchando mientras estoy rodando la película, bien con auriculares durante las escenas de diálogo o en altavoces, para que todo el equipo se ponga en situación. Es una gran herramienta; es como una brújula que te ayuda a encontrar la dirección adecuada.
Trabajo de igual modo con las canciones. Cuando oigo una canción que me gusta, la grabo y la guardo en algún sitio hasta que encuentro la película apropiada donde utilizarla. Por ejemplo, había una canción de This Mortal Coil, «Song to the Siren», que siempre me había gustado. Intenté utilizarla en Terciopelo azul, pero no era apropiada para la película. Así que esperé. Y cuando empecé a trabajar en Carretera perdida, sentí que aquella vez podía usarla. Hay muchas más canciones que significan algo para mí y que estoy esperando utilizar en mis próximas películas.

 

LOS ACTORES SON COMO INSTRUMENTOS MUSICALES

Encontrar un actor que sepa interpretar un papel específico no es tan difícil; lo difícil es encontrar el adecuado. Lo que quiero decir es que, para un determinado papel, es posible que haya seis o siete actores que te ofrezcan una buena interpretación, pero todos interpretarán algo distinto. Es un poco como la música: puedes tocar la misma pieza con una trompeta o una flauta y las dos te ofrecerán algo maravilloso, pero en dos direcciones distintas. Y tienes que elegir cuál es la mejor opción.
Una vez que has escogido a los actores, creo que el secreto para conseguir la mejor interpretación es crear el ambiente más cómodo posible en el plató. Debes proporcionar a los actores todo lo que necesitan, porque, finalmente, son ellos quienes hacen el mayor sacrificio. Son los que están delante de la cámara; son los que más tienen que perder. Y aunque quizás se estén divirtiendo, siguen aterrorizados por cómo será el resultado y por eso tienen que sentirse lo más seguros posible. Nunca intento engañar ni torturar a mis actores. Nunca grito; bueno, en realidad, a veces sí que lo hago, pero siempre es por frustración, nunca porque creo que vaya a ayudar a la escena. Hay que hablar mucho con los actores hasta estar seguro de que os movéis en la misma dirección. Y cuando todo esté en consonancia, todas las palabras y todos los movimientos que hagan los actores saldrán perfectos, con total naturalidad.
Los ensayos pueden ayudar a encontrar el tono adecuado, pero hay que tener cuidado. Personalmente, siempre me preocupa perder la espontaneidad de la escena al ensayarla demasiado; no quiero perder la magia que, a veces, surge en el primer intento.

 

ACEPTA TUS OBSESIONES

A la gente no le gusta repetirse y a nadie le gusta hacer lo mismo una y otra vez. Al mismo tiempo, todo el mundo es un poco esclavo de sus gustos particulares. Es algo que hay que aceptar sin caer forzosamente en la trampa que supone. Todos los directores evolucionan, pero es un proceso lento, y no hay motivo para tratar de acelerarlo.
Resulta obvio que me gusta un determinado tipo de argumento, un determinado tipo de personaje. Hay detalles que vuelven en todas mis películas, como obsesiones. Por ejemplo, me fascina la textura —me encanta esta palabra— y es algo que desempeña un papel importante en mis filmes; pero nunca es una decisión consciente. Siempre me doy cuenta después, nunca antes. Y ni siquiera creo que merezca la pena pensar en ello, porque, al final, no puedes hacer nada con tus obsesiones. Sólo puedes hablar de manera significativa de las cosas que te fascinan. Sólo puedes crear historias o personajes si estás enamorado de ellos. Es como las mujeres: a algunos hombres sólo les gustan las rubias y, de forma consciente o no, nunca tendrán una relación con una morena, hasta que quizás un día encuentren a una morena tan especial que lo cambie todo. Pasa lo mismo con las películas. Las opciones del director funcionan al mismo nivel obsesivo. Y no es algo que debas tratar de evitar; al contrario, tienes que aceptarlo e, incluso, quizás explorarlo.

 

MI MOVIMIENTO DE DOLLY SECRETO

Todo director tiene unos cuantos trucos técnicos particulares. Por ejemplo, a mí me gusta jugar con los contrastes; me gusta utilizar objetivos que den una mayor profundidad de campo; y me gustan los primerísimos planos, como el famoso plano de la cerilla en Corazón salvaje; pero nada de todo esto es sistemático. Sin embargo, tengo una manera particular de poner en marcha la dolly. Es algo que experimenté en Cabeza borradora y, desde entonces, siempre lo he utilizado. Se consigue cargando la dolly con sacos de arena hasta que se vuelve tan pesada que parece que no va a poder moverse. Se necesitan varios hombres para empujarla y, una vez empieza a moverse, es muy lenta, como una vieja locomotora. Sin embargo, un rato después, gana tanta velocidad que los hombres que empujaban tienen que empezar a tirar, para retenerla. Deben tirar con todas sus fuerzas. Resulta agotador, pero el resultado en la película es increíblemente fluido y elegante.

Creo que el mejor movimiento de cámara de todas mis películas está en una escena de El hombre elefante, donde el personaje que interpreta Anthony Hopkins descubre por primera vez al hombre elefante y la cámara se acerca para ver la reacción en su rostro. En términos técnicos, el movimiento era muy bueno, pero también, justo cuando la cámara se detuvo frente al rostro de Hopkins, éste derramó una lágrima. Eso no estaba planeado en absoluto, es una de esas cosas mágicas que suceden en un plató de cine. Y, aunque era la primera toma, cuando lo vi, decidí que no tenía sentido ni siquiera probar una segunda.

 

NO DEJES DE SER EL DUEÑO DE LA PELÍCULA

Como mis películas tienden a sorprender o a impresionar a la gente, me suelo preguntar si es un error tratar de agradar al público. El hecho es que no creo que sea algo malo, siempre y cuando no vayas en contra de tu propio gusto y de tu propia visión para hacerlo. En cualquier caso, es imposible gustar a todo el mundo. Steven Spielberg es un director muy afortunado, porque da la casualidad que al público le encantan sus películas y resulta obvio que se siente feliz haciéndolas. Si tratas de agradar al público, pero, para conseguirlo, haces una película que ni tú mismo querrías ver, vas de cabeza al desastre. Por eso me parece absurdo que cualquier director con amor propio haga una película sin control sobre el montaje final. Hay que tomar demasiadas decisiones y el director es quien debe tomarlas, no un grupo de gente que no ha invertido nada en la película desde el punto de vista emocional.
Por lo tanto, el consejo que daría a cualquier director joven es el siguiente: mantén el control del filme desde el principio hasta el final. Es mejor no hacer una película que ceder el poder de tomar las decisiones finales, porque, si lo haces, sufrirás muchísimo. Y yo lo sé por experiencia. Rodé Dune sin montaje final y el resultado me perjudicó tanto que tardé tres años hasta que volví a hacer otra película. Aún hoy, todavía no lo he superado. Es una herida que no va a cicatrizar.

Este texto forma parte del libro Lecciones de cine, de Laurent Tirard