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Se lavó los dientes, pero todavía siente en la boca el gusto de los dos cigarrillos que fumó con él. Volver a verlo fue una suerte de revancha. Algo así como “viste nene, ibas a caer de vuelta, era cuestión de esperar”. Ni siquiera estuvo tan bien. El sexo sí. Aunque hasta por ahí nomás. Se  supone que el sexo nuevo, o medianamente nuevo no puede estar mal. De todos modos fue todo lo demás lo que no estuvo tan bien. Incluso la movida para verlo, en un punto innecesaria, más por pura revancha.

Escucha la respiración de su marido, que duerme a la derecha. Más se concentra en su respiración y menos puede dormir. Es una respiración acompasada, tenue, pero que parece trasladarse al colchón, a las almohadas. Se pasa la lengua por el paladar y siente de nuevo el gusto a humo y con el gusto a humo le vuelve a la nariz el olor a telo.

No sabe bien por qué se acostó con él esta vez. En realidad, tampoco la anterior. Ni siquiera tiene del todo claro quién buscó a quién. Sí que ella siguió el juego. Demasiado rápido. ¿Demasiado rápido? El histeriqueo duró de junio a febrero y fue durante un buen rato tan tenue como la respiración de su marido, que sigue alterándole el sueño. Sabía que se metía en un quilombo la primera vez y le salió bien de pedo. Lo único que faltaba era que el pendejo se enamorara. Parecía que sí. Todos esos mensajitos, mails –antes y después- toda esa doble moral entre el trabajo –a distancia gracias a Dios- y la búsqueda del otro. Empalagoso.

Su marido, dormido, la abraza por detrás. Ella sabe que tiene que permitirlo, que son unos minutos nada más y que después podrá zafarse sin que se altere el orden de la noche. Cuando llegó, él estaba todavía en el estudio trabajando. Le dio tiempo a sacarse todo el maquillaje, lavarse los dientes, hacer un bollo el vestido y las medias oscuras y calzarse el camisón azul y abrigado. El camisón de monja, como lo llama su marido. El frío es una buena excusa para usarlo. Y además es una señal clara.

Piensa en el pendejo. Y, ahora, piensa que tampoco tan pendejo. Tiene diez años menos que ella. Y le falta un poco de forma. Igual eso lo sabe ahora, que se acostó con él. Hoy, en cualquier caso estuvo mejor que la primera vez. Igual, solo correcto. Qué necesidad de engancharse. Pero la mató que la ignorara después de la primera vez, en febrero. Sobre todo después de tanto despliegue, de tantas palabras acarameladas sobre lo fantástica que ella es. Y después de eso el silencio repentino. Y el rollo ese de que conoció a alguien y que quiere estar cien por ciento para ella. Habría estado bien si ella hubiera dicho basta. Pero así… qué hábil el pendejo, a fin de cuentas.

Se libera suavemente del abrazo de su marido y le acaricia la cabeza. Se levanta, camina hasta el baño, se mira al espejo. Sabe que mañana se le notará el desvelo. Se asoma al marco de la puerta donde duerme su hijo y vuelve a la cama. Y ahora Toni. Porque el problema, ahora, en su cabeza, es Toni. Con el pendejo, ya verá. Pero la aparición de Toni es de otro calibre.

Mira el reloj: son las tres y diez. Mañana en su trabajo, le toca hacerse cargo de todas las cuestiones burocráticas que viene pateando hace como diez días. Y atarse las manos para no llamar a Toni. Porque en dos minutos, si avanza con eso, se va a enganchar. Y Toni no es el pendejo, con Toni se va a enganchar.

Siente todavía el gusto del cigarrillo. Cómo le molesta eso. Le trae de vuelta la tarde-noche. De golpe se acuerda de los tatuajes. Es la primera vez –bueno, la segunda- que se acuesta con un pibe con tatuajes. Se ve que llegó tarde a ese momento, o que andaba con otro tipo de tipos. A su marido nunca se le habría ocurrido hacerse un tatuaje. A Toni tampoco. Cree. No tiene que pensar en Toni.  El pendejo es pudoroso con su cuerpo. Le causa gracia eso. La cogió prácticamente con la luz apagada.

Su marido se da vuelta en la cama y ella acomoda el acolchado. Siente cómo se ubica, un suspiro largo en medio de la respiración tenue. Ya no puede decir que no duerme por la respiración de él. Preferiría un insomnio de otro tipo. Un insomnio de los otros. A veces el insomnio no la lastima, casi la repara. Pero tienen que darse las condiciones: sola, lo más desnuda que sea posible, boca abajo, una pierna ligeramente flexionada, nada de almohadas, un brazo colgado de la cama. Insomnios sin ansiedad. No están mal.

Piensa en Toni. En la aparición inesperada de Toni. A veces le parece que todo es simplemente un sistema de personas. Un sistema de gente rotando. Tiene calor. El acolchado, el camisón de monja, la estufa de tiro balanceado que está de su lado de la cama, demasiado cerca. Y el calor del cuerpo del marido, que ahora no la toca, pero que es parte del ambiente. Estira el cuello de la cama, como para tomar aire. Tiene el pelo muy corto y el aire que se le cuela por la nuca un poco la refresca.

Todo lo demás fue lo que estuvo mal con el pendejo. Hay que saber tener una conversación pos. Y el pibe que le sale con lo de la madre muerta, con lo de la chica que lo enroscó, con que quiere saber más de ella. ¿Qué puede querer saber más de ella? Ya es raro que ella esté desnuda y él se tape. De febrero acá, le dijo él. No tenía ganas de una segunda vez, pero que se callara fue medio un alivio. Después se acabó el turno, caminaron hasta Independencia. Ella, error otra vez, lo besó. Y él quedó dibujado. Y ella se subió al taxi.

Ahora que lo piensa, el taxi es el principio del insomnio. El flaco que manejaba estaba colocadísimo y volaba por Independencia, por 9 de Julio, por Córdoba. Y ella pensaba en cómo sería llegar a su casa, si el marido estaría dormido. Ya sentía el gusto a tabaco. Ya estaba pensando en Toni. No quiere pensar más en Toni. Y solamente quiere pensar en Toni.

Escucha a su hijo quejarse en la habitación al otro lado del pasillo. Se levanta de nuevo, se acerca, recoge del suelo la oveja que usa para dormir y la acomoda en la cama; piensa que tiene que llevarlo a cortarse el pelo y apaga la luz de su velador, que siempre queda encendida.

Prefiere no mirar el reloj: es tan malo que sean las seis como que sean las tres y veinte. Piensa en Toni. Y en que los insomnios no son buenos momentos para las decisiones.

Ilustración: 240, de Diego Fernandez