El calor del trópico era un mito en esa tarde de diciembre. Un viento frío recorría las calles polvorientas de aquel pueblo costero que había pisado por última vez veinte años antes. Mis memorias no coincidían con lo que veía ahora, pero claro, en aquel entonces yo tenía tres años.
Los pocos kilómetros que separaban el «aeropuerto» del centro del pueblo eran la única calle adoquinada y desembocaban en el campo de beisbol y un pequeño jardín público. Los edificios que se veían por ahí -algunos comercios, la compañía telefónica- eran los pocos que había de concreto. Los demás eran casas de madera montadas en pilotes, escondidas entre los frondosos árboles.
En la compañía telefónica preguntamos por la casa de Jenny. Como en todo pueblo pequeño, ni siquiera tuvimos que dar sus apellidos. Las señas de la casa seguían siendo las mismas. Sólo nuestro aspecto y acento causaron un poco de extrañeza. Y no era para menos: muy pocos turistas llegaban hasta ese remoto rincón del país.
Tras preguntar por la Jenny, caminamos un poco más hasta encontrar la que había sido nuestra casa. Aún estaba ahí, con nueva madera y una pequeña ampliación, protegida por una barda de malla ciclónica. Pero era nuestra casa. El tiempo se detuvo; el silencio fue más elocuente que las palabras. Las emociones se agolpaban en la garganta, amenazando desbordar.
Una señora se asomó por la ventana de la cocina (nunca he necesitado volver a entrar para recordar perfectamente la distribución de la casa) y nos preguntó qué queríamos, a quién buscábamos. «A nadie», respondió mi madre. «Nosotras vivíamos aquí hace mucho tiempo». «Ah, pues ahora vivo yo», y volvió al interior de la casa.
Con el ruido de las voces salió otra vecina, gorda, morena, olorosa a frituras, polvo y pobreza. La sorpresa y la incredulidad se reflejaban en su rostro. «¡Doña Mexicana! ¿No se acuerda de mí? ¡Y vos sos la Aracelita!» Esto último iba dirigido a mí. «Yo soy la Dina. Siempre viví frente a ustedes.» Y con lágrimas en los ojos nos abrazó a las dos. Mi madre le preguntó por Yamillet, la niña (en aquel entonces) que me cuidó de pequeña, y su familia, y Dina nos dio las señas de la nueva casa.
Afuera había un señor tomando el fresco y un bello niño, negro de ojos verdes, jugando con una llanta. El pequeño dejó su actividad al vernos llegar y obedeció a su padre cuando éste le pidió llevarnos ante su mamá. Era el hijo de Yamillet. Seguimos sus pasos, entrando en un pequeño patio rodeado de tres casitas. «¡Mamá, aquí la buscan!» Un pie afuera de la puerta y Yamillet se echó a llorar. Corrió a abrazarnos y tampoco nosotras pudimos contener las lágrimas. De nuevo el tiempo congelado, los recuerdos agolpándose, el niño que nos miraba sin entender.
Y es que ¿cómo explicar más de 20 años de cariño a distancia, de no saber nada de esa gente que vive aún en el corazón? ¿Cómo decirle al pipito de ojos grandes que soy casi su tía aunque nunca haya escuchado hablar de mí?
Ahí, en el patio de tierra entre tres casitas de madera vieja, el tiempo se detuvo. Había vuelto a mi hogar.
Fotografía: Dream of Sleep, de B. Read