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Piura: Abacus Harmonicus [Testimonio & Poema]

Yo nací en la ciudad de Piura, en la costa norte del Perú. Ciudad pequeña en ese entonces –fines de los 1950s- con un refrescante centro cruzado por la Avenida Grau [sí, en Piura nació Miguel Grau, el máximo héroe del Perú, inmolado en la absurda guerra con Chile de 1879] y sus dos barrios clásicos: el sur llamado popularmente la Gallinacera, por su cercanía al camal y sus rondantes y rapaces gallinazos; y el barrio Norte, conocido como la Mangachería, al parecer por los africanos de orígen malgache que allí habitaban desde tiempos coloniales. Nací en la antigua maternidad del Hospital de Belén que ya no existe y crecí en la calle Junín # 381 –en el centro- pero a un paso de la Mangachería. Este barrio aparece en las novelas de Vargas Llosa como un lugar de guapos, bebedores y putañeros; posible mitología del autor de La casa verde ya que cuando yo viví en Piura, el barrio era un espacio tranquilo con su placita Escudero sombreada por los ficus junto a la pintoresca iglesia de La Cruz del Norte.

Mi infancia y niñez transcurrieron –como dice Valdelomar- en la paz de una aldea lejana. Eso era Piura, con unas diez cuadras por ambos lados, hacia el norte y el sur de la Avenida Grau. Para mí, un paraíso que podia recorrer lateando ( de latear verbo equivalente a caminar en el argot peruano) cuando –a veces- me provocaba incursionar en el periplo urbano. Mi casa quedaba en la Junín, casi haciendo esquina con la Avenida Sánchez Cerro (dictador militar gobernante del Perú en los años 1930s, piurano que murió asesinado por un joven aprista de entonces) y era un placer salir a dicha avenida a eso de las dos o tres de la tarde y escuchar el profundo silencio que la dominaba, sin ningún automóvil u otro vehículo que por allí transitara durante largos minutos. Mi padre era fiscal de la Corte Superior de Piura y Tumbes, pero mi cuadra estaba poblada por trabajadores de no muchos recursos: obreros, taxistas, empleados, mecánicos, electricistas, panaderos, peluqueros e incluso un ratero de poca monta apodado el Mono. En mis primeros recuerdos de juegos infantiles me veo al lado de niños de nombres o apelativos  fabulosos como Críspulo, Candelaria, la Ronca, el Pescado, el profe Vic; todos hijos de aquellos trabajadores que me enseñaron –con sus esforzadas vidas- que uno tiene que romperse el alma trabajando para poder vivir.

Cuando tenía ocho años nos mudamos a una nueva urbanización, una de las primeras de la expansión urbana de Piura durante los 60s, bautizada como Santa Isabel. Entré entonces al “reino de la clase media acomodada” como dice Antonio Cisneros en algún poema. Fue justo el momento de la modernización de signo norteamericano [lease entronización del American Way of Life : La televisión y con ella un ejército de electrodomésticos] que innundó Latinoamérica. Recuerdo –por ejemplo- que celebré mi noveno cumpleaños invitando a mis amigos con unas tarjetas en inglés que mi hermana mayor había traído de su viaje a la Feria Mundial de Nueva York en 1964. Y así por el estilo: todo lo bacán y prestigioso estaba en inglés o venía de los Estados Unidos. Pero pronto –en 1968- llegó el golpe de estado del General Velasco Alvarado [piurano para más señas] y ese mundo se fue al diablo.  El nacionalismo antimperialista del nuevo gobierno y sus principales reformas estructurales [ la Reforma Agraria –verbigracia- que efectívamente expropió a los terratenientes y entregó la tierra a los campesinos que la trabajaban] cambió definitivamente al Perú. Su resultado primordial fue que el indio –o cholo como se llama en el Perú a la gente de marcados rasgos indígenas- devino en una persona humana con toda la dignidad de sus derechos, ya que –antes de la Revolución de Velasco- se debatía prácticamente en la inexistencia ciudadana y en la oscura noche de la explotación y la ignorancia.

Estudié la secundaria en el colegio San Ignacio de Loyola, dirigido por los sacerdotes de la Compañía de Jesús. Casi todos mis patas del barrio en Santa Isabel también estudiaban allí. Buena parte de mi niñez y pubertad me la pasé jugando pelota. LLegamos a formar un equipo denominado Loco Ball o “Los locos del futbol” hasta que empezaron las primeras fiestas con chicas y la templadera en relación a algunas de ellas.Giuliana, Elisa, Marita, Marcela, Lourdes, guardo sus nombres como el viento de las seis de la tarde en los veranos de Piura: refrescante y solitario removiendo las altas copas de los algarrobales que rodeaban la urbanización en lo que nosotros llamábamos el bosque.Con la adolescencia llegó el rock a mi experiencia. Simpatizaba con el movimiento hippie y paraba en la esquina de las avenidas Santa María y San Miguel tocando las canciones que me gustaban y que aprendíamos juntos con el Atleta, Balto o Carlos Silva. Mas de pronto apareció la poesía en mi soledad –un buen día de junio de 1971- mientras me aburría en una clase de matemáticas en cuarto año de secundaria. Y desde aquel instante me identifiqué como un poeta, aun cuando no tenía idea de la poesía ni había leído prácticamente a nadie.

Empezó así una nueva etapa para mí. Rindo homenaje aquí al sacerdote jesuíta Santiago García de la Rasilla, quien me apoyó resueltamente en el rumbo de mi vocación poética. Y a la biblioteca de mi padre, provista de buena poesía hispánica y universal que principié a devorar ansiosamente. Definido como un poeta, todos los aspectos de mi vida comenzaron a girar en torno a esta condición. En aquellos momentos sucedió una catástrofe: me enamoré de una chica linda “la perla de su barrio” –como escribió el gran Enrique Lihn. Y aunque ella estaba enamorada de otro muchacho, tuvo la belleza  de aceptar mis galanteos y unas conversaciones telefónicas, interminables, confesiones de amor y deseo que nos llenaban de sentido en dulcísimas noches de domingo cuya memoria feliz trazo aquí en este testimonio. No haber podido nunca estar con ella me dejó tan imborrable marca de tristeza, que tuve que abandonar ese paraíso incomparable que había sido mi tiempo en la ciudad natal. Y así lo hice: viajé a Lima para estudiar Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y jamás de los jamases volví a habitar en la ciudad que me vio nacer.

No hace mucho, recordando aquel período compuse este poema:

 

Hubo una lluvia nocturna aquel verano

 

Es posible recordar el corto circuito de

Los timbres y la anunciada fiesta a la

Que fui por conocer a la belleza de mi

Barrio: María Antonieta Beatriz

 

No se puede volver a los quince años

 

Pero sí cantar sobre su rubio pelo lacio

Igual que en la fiesta una canción de Santana

Para que ella la escuchara en mi guitarra

Acústica un día antes de las clases del colegio

 

Ese barrio ya no existe

 

Quizá nunca existió. Sólo fue el recuerdo

De unos días cuya belleza tuvo un nombre

Toñi y sus shorts ceñidos al quemante

Verano de Piura dibujada en el poema

 

Qué sentido tiene la memoria de unos

Ojos tan azules que eran plomos o celestes

Según la atmósfera del día siguiente o

Los caprichos del sol en las ventanas

 

Ya nadie se acuerda ni le interesa

 

Sólo a mí que sigo siendo el mismo

Solitario que escribe poesía por las

Tardes cuando el día se muere y

Seguramente yo también

 

[roger santivánez. Orillas del río Cooper, septiembre 2014 ]

Ilustración: Two halves of a soul, de Patricia de Riglos