EL ROBO DEL SIGLO
Estando en Valdivia, una mañana llegó a dictar una clase magistral. En ese tiempo estaba en la cresta de la ola, venía de ser candidato a presidente y recién había sido nombrado rector. El auditorio estaba repleto, con estudiantes sentados en el piso, en las escalinatas incluso. Narró el instante en que le sobrevino la epifanía que decidió su conversión de alto ejecutivo de una trasnacional petrolera a intelectual a escala humana. Dijo que fue una noche, escuchando una pieza de piano y bebiendo una copa de vino de no sé qué variedad y cosecha. Después explicó en colores la crueldad del modelo capitalista mediante el caso chileno encarnado en la crisis del 80. Usó la palabra delincuentes para referirse a quienes se quedaron con las empresas del estado. Aplauso cerrado del público.
Corría el verano del 82-83. Mi viejo llevaba meses trabajando en el POJH. Estaba en una cuadrilla que cavaba fosas por ambos lados del camino Oromo-Forrahue para que durante el invierno no se inundara. El campo entero estaba económicamente quebrado, solo continuaban produciendo los latifundistas alemanes que pagaban sueldos aún más miserables que el PEM y el POJH. Uno de ellos era el gringo Noiman. Una tarde en que mi viejo regresaba de la pega, vio un saco de trigo de la cosecha del gringo a metros del cerco que daba al camino. Los peones estaban cargando un coloso y mi viejo decidió que era la oportunidad. Se arrastró por debajo de las púas y cubrió el saco con la misma paja del trigo, sin que lo vieran. El saco era de 90 kilos de grano. Representaba el pan de un invierno entero. Pero eran 90 kilos y más de tres kilómetros de distancia. Y una patrulla de carabineros que solía recorrer el camino por las noches porque había toque de queda. Esa tarde mi viejo habló con su vecino, Misael. Don Misa tenía 10 hijos y era viudo. Él aceptó el plan. Salimos a medianoche e hicimos el trayecto siempre por las fosas de ida y de vuelta. El saco de trigo fue dividido en partes más pequeñas. Don Misa llevó a dos de sus hijos. Recuerdo que cuando veníamos de vuelta pasó un vehículo y todos tuvimos que tirarnos de guata al suelo en la fosa. Pero pasó de largo. Cuando llegamos a la casa se hizo el reparto. Don Misa sacó una botella de chicha y brindó con mi viejo, como si hubieran hecho el robo del siglo. Ese invierno, el del 83, no faltó el pan, ni la harina tostada para hacer guañaca. Ni siquiera al chancho le faltó afrecho.
Nota: La guañaca es una sopa caliente huilliche que se prepara con harina tostada y ají cacho de cabra. Se consume en las mañanas de invierno antes de salir a trabajar.
UNA VEZ MÁS SE CORTÓ LA LUZ
En Oromo Forrahue no había luz. En las noches, cuando cruzaba la plaza de Purranque de la mano de mi padre, no tenía ojos para otra cosa que los destellos de las teles pueblerinas que salían de entre los visillos. Alguna vez, caminando en lo oscuro por el viejo camino que lleva al puente, le reclamé por qué no teníamos luz. Pero él era de no contestar mucho mis preguntas. Solo dio una pitada más y se encendió la única que conocí durante toda mi infancia, la de las brasas de su cigarro. Vivía en una casa sobre una cuesta desde la cual todas las mañanas podía ver rebaños de ovejas pastando entre la niebla, pero no tenía luz. Tenía la biblioteca que abandonó mi tío Héctor por arrancar de los milicos y cuando terminé el último libro seguía triste porque no tenía luz. Tenía un huerto con tablones llenos de arvejas y habas y una quinta con, cerezos, manzanos y maqui, pero no tenía luz. En el verano, podía nadar en el río todo el día y chutear en la pampa hasta que la pelota no se viera, pero al llegar a casa y entrar en la penumbra de las velas, no podía evitar ponerme triste porque no tenía luz. La misma que sí tenían los patrones del fundo en su chalet en lo alto de la colina.
Anoche una vez más se cortó la luz en Villa Olímpica. Encendí una vela para no olvidarme de que, quizás, cuando niño, lo tuve todo.
TRAFUYA PEWMA
Estaba en la vieja casa de Oromo-Forrahue, la de cuando era chico, la que quedaba arriba de la cuesta. Era de noche y había una oscuridad de aquellas que solo hay en el campo cuando hay niebla y no hay luna. De pronto escuché los ecos de los rebotes de una pelota de fútbol, ecos que provenían desde la cancha que quedaba junto al río. Yo pensé: «cómo puede ser que estén chuteando en esta noche tan cerrada». Descendí por el camino de piedras, a tientas y a medida que avanzaba, los ecos se sentían más fuertes y a intervalos regulares y espaciados, como golpes de cultrún. Entonces, escuché también los pasos de alguien que venía caminando en sentido contrario al mío. Sentí miedo (sentir miedo es lo primero que se aprende en el campo). El ruido de los pasos entre las piedras sueltas me decían que estaba cerca, pero yo seguía sin verla. Pero el miedo de pronto cesó y fue porque esos pasos me resultaron familiares, los reconocí. «Son los pasos de mi viejo». Y me sobrevino una emoción tan grande que me sacó del sueño y ya en vigilia, sentado sobre mi cama, pude disfrutar por unos minutos la sensación de estar escuchando todavía el ruido que metía mi finado padre al caminar. Sin embargo, con las horas esa sensación se ha desvanecido completamente y ya no puedo evocarla. Lo extraño es que no siento tristeza en lo más mínimo. Lo que siento es asombro de saber que ese conocimiento, los pasos de mi viejo, están guardados en algún rincón de mi memoria. Trafuya pewma significa «sueño de anoche».
WIÑOL TRIPANTÜ
Pichikalu iñche, kiñe rupa trepen rangipun mew. Tañi laku yem wekunkülefuy
ruka, müna illkün wirarwirarkülefuy: “¿Eluyaen fün walüng mew, nga? Elunolmi,
trantuyaeyu müten!”. Feymew, amun wülngiñ ruka chem dungu pemeael. Tañi laku
yem kiñe wüllfañ rüngi mew wimalefi kiñe manshanu mamüll.
Juan Oyarzo pingekefuy tañi laku yem.
Cuando era niño, una vez desperté a medianoche. Mi finado abuelo paterno estaba afuera de la casa, privado, métale gritar: «¿Me vas a dar fruta para la cosecha, carajo? Si no cargas, te voy a echar abajo no más!» Entonces, fui a la puerta a ver qué pasaba. Mi finado abuelo con una varilla de colihue estaba azotando al viejo manzano del huerto.
Juan Oyarzo se llamaba mi finado abuelo paterno.
Ilustración: July Macuada