Cuando hablo con alguien y le digo que me gusta la música metal y soy escritor de terror, me miran extrañados. Esperaban encontrar en mí los clichés: pelo largo, ropa oscura (ojalá con la polera de alguna banda metalera, bototos y jeans), unos ojos demenciales y, en lo posible, una voz ruda e intimidante.
Los desilusiono rotundamente, porque me veo como el típico hombre de clase media que se levanta temprano de lunes a viernes para ir a trabajar en una empresa multinacional y ganar su salario, con el cual mantengo a mi esposa e hijo…, a veces me regalo una salida de viernes con mis amigos a beber cerveza y escuchar alguna banda en vivo.
Solo me diferencio en un aspecto principal: los fines de semana me levanto como si fuera a la oficina y me siento frente el computador a escribir los horrores que ideé para mis personajes en los viajes al trabajo.
Esa fue mi rutina literaria durante once años de creaciones a nivel amateur, de esas que se regalan a los amigos o familiares para navidad, anilladas e impresas en formato carta, con una portada en colores y editorial inventada. La vida me sonreía hasta que una idea trabajada durante dos años tuvo una excelente llegada al público cercano y fue a dar a una editorial de renombre que la quiso publicar de manera profesional.
Ellos me hicieron solo una sugerencia:
–Extiéndela para darle más forma de novela. Así se justificará la clasificación y el precio de venta.
Firmé el contrato y obedecí como buen empleado, no porque quisiera cumplirles a ellos, sino porque en realidad podía complementar algunas secuencias para hacerla más escalofriante y comprensible para quienes no habían leído mis obras anteriores, pues se corría el riesgo de que no entendieran una serie de guiños a mi macabro universo literario.
Esa semana me di el tiempo de volver a escuchar todas las bandas que me acompañaron mientras escribía el manuscrito original. Pasé por Paradise Lost, Cradle of Filth, Garbage Breed, Dorso, entre muchos otros. Resumí un par de años en solo algunas horas de guitarras y baterías.
A la mañana siguiente me senté a revisar donde comenzaría a escribir y obviamente debía profundizar en la aventura de los niños luchando contra unos monstruos gigantes en medio de los campos de maíz. Incluiría una persecución, un enfrentamiento y una fuga para que llegaran a investigar el misterio en el capítulo siguiente, que no necesitaba ser modificado.
Eran las siete de la mañana cuando entré a la habitación para escribir y puse mi vaso de leche junto al teclado con la misma tranquilidad de siempre, pero algo había cambiado. Lo podía sentir. Tras unos segundos después de abrir un nuevo archivo de Word y poner las manos en el teclado para escribir, mis dedos dejaron de responder a las órdenes enviadas por mi cerebro.
Mantuve la mirada fija en la página en blanco y no era capaz de mancharla con letras. Yo estaba vacío. La angustia empezó a manifestarse como sudor en mi frente y un parpadeó incontrolable en el ojo izquierdo.
La frustración agitó mi respiración y decidí levantarme del asiento para salir de la habitación, esconderme de mi novela, porque ya no era la misma que me había apasionado durante tanto tiempo. Se había transformado inesperadamente en una molestia…, más bien, un monstruo que se estaba alimentando de mí.
¿Acaso después de tanto tiempo habitando y absorbiendo mi imaginación, ahora deseaba consumir mi cuerpo? No, imposible. Solo debía asumir que estaba sufriendo la tan temida “sequía literaria”.
Jamás pensé que algo así me llegara a suceder a mí, pues me sentía como un gran escritor amateur por mi alto ritmo de trabajo. Claro que eso era una impresión muy personal y difícil de comprobar, porque yo no conocía otros escritores. Siempre me había incomodado la cofradía literaria, principalmente porque las novelas de terror no eran un campo muy valorado en esos círculos culturales. Pero si la sequía le había llegado a destacados autores, y eso sí era comprobable, ¿por qué a mí no?
La música reordenaría mis ideas, así es que con mucho cuidado regresé a la habitación para minimizar la ventana de Word, ya que debía evitar que intentara atacarme con su color blanco siquiátrico, y coloqué a sonar un disco de Stone Sour. Necesitaba algo nuevo para refrescarme y conseguir escribir unas palabras antes de que mi familia se levantara interrumpiéndome.
En la tercera canción descubrí que solo estaba perdiendo el tiempo, ese no era el estímulo necesario para escribir, porque en cuanto empezaba a idear una oración, mi mente se desviaba en múltiples direcciones. Una de ellas era sentir la presión del tiempo de entrega en algo tan personal e importante.
La puerta del baño cerrándose fue el tiro de gracia para mi frustrada jornada de escritura. Mi esposa había despertado y con esto venían los ruidos, pues aunque se esforzaba en no romper mi concentración, era imposible no caminar o evitar tocar las cosas.
Se me acercó, nos besamos y deseamos un buen día, aunque era obvio que el mío era un verdadero fracaso. Con toda su candente paciencia inició su habitual y gentil sicoanálisis para buscar una posible solución a mi problema. Esa técnica funcionaba casi a la perfección, así es que no seguí dándole vueltas a cómo debía escribir la aventura de los niños contra esos monstruos gigantes y nos pusimos a conversar.
Mientras preparábamos el desayuno ya tenía claro lo que iba a suceder paso a paso en el capítulo, pero seguía con el problema del tono y el ritmo con que debía ser escrito.
–Eso solo está en ti, yo ahí no te puedo ayudar –me dijo acariciando mi mejilla.– Averigua lo que hicieron otros autores para quitarse el bloqueo y haces lo mismo, quizás te resulte.
–Sí, esa es una buena idea, pero ¿de dónde saco opio o consigo adolescentes para hacer una fiesta orgiástica?
–Ah, ok, me quedó claro. Pero no te desanimes, es mejor de lo que piensas. Puedes aprovechar este día para buscar tu propio método para atraer la inspiración. No puede ser que ahora que estás a un paso de ser un escritor profesional te gane el miedo.
–No seré un escritor profesional –dije con tono burlesco–. Es apenas mi primera novela.
–Pero no la primera vez que escribes, es lo mismo que has hecho durante años, solo que ahora será a gran escala. Recuerda que cuando llenas los formularios para conseguir financiamiento del gobierno y tienes una obra publicada, se te clasifica como escritor pro-fe-sio-nal. Así es que nada de deprimirse y ve a bañarte, cámbiate ropa y sal a buscar tu inspiración.
¿Cómo decirle que no y hundirme más en mi crisis, si ella demostraba confiar en mí como padre, trabajador y escritor?
Luego de la inyección de energía de mi esposa, me di una ducha para inundar mi cabeza con ideas frescas que ahogaran al monstruo en que se transformó la hoja en blanco. La más potente fue tratar de sentir a mis personajes, así que decidí irme en bicicleta, igual como se movían ellos en mi historia, a recorrer aquellos lugares reales en que acontecía la novela y que eran parte de mi infancia.
Pedaleando recordaba mi niñez sin internet y cargada de divertidas aventuras con mis amigos, lejos de mis padres, quienes solo se preocupaban de que llegara sano a comer y dormir. Todo lo demás era problema mío.
Visité decenas de lugares, tomé nota de los aromas, los sentimientos y narré algunos recuerdos. Cuando estuve solo aproveché de ensuciarme las rodillas con tierra, cantar a toda voz, orinar en un árbol…, inclusive simulé tener un cuchillo y luchar por mi vida contra el aire, que imaginaba convertido en un monstruo salvaje.
Tal como sucedía a mis doce años, el hambre me invitó a ir donde mis padres para descansar y ordenar los apuntes que había registrado con el objetivo de darle una utilidad.
Iba pedaleando tranquilamente, pues seguía disfrutando de lo vivido en mi viaje, cuando un ruidoso camión tolva pasó junto a mí. Inmediatamente todo mi ser comprendió que esa era la señal que estaba necesitando. La inspiración se estaba acercando.
Me orillé y frené para reflexionar. Ese camión era la manifestación física real de los monstruos que yo había imaginado para luchar contra mis protagonistas. Debía volver a tenerlos cerca.
Apenas mis padres salieron a recibirme, les pregunté dónde estaban construyendo algo grande en la villa porque había visto un camión tolva y unas personas que lucían como obreros descansando en el parque. Me respondieron que junto a las canchas levantaban un edificio. Eso era a unos veinte minutos caminando, así es que con la excusa de sacar una fruta del refrigerador fui a la cocina y oculté un cuchillo en el bolsillo de mi pantalón.
Con paso ligero fui en busca de los camiones-monstruos para enfrentarlos tal como lo relataría para mis personajes. El arma me incomodaba en el bolsillo, por lo tanto, la reubiqué en mi espalda…, ese era un aspecto importante a considerar para darle validez al texto.
Un molesto ruido me anunció que el monstruo venía hacia mí…, de ese mismo modo los niños lo reconocerían, sería un toque escalofriante. Su presencia era sublime, yo media un metro ochenta y no tenía posibilidad de ganarle una batalla, mucho menos la tendrían los protagonistas de la novela con sus doce años. De igual forma me lancé a la calle para bloquearle el paso y lo intimidé con el cuchillo que empecé a blandir ante la mirada atónita del chofer.
Desde su cabina el hombre me gritó cientos de insultos para que me quitara de la vía o al menos le explicara qué pasaba por mi cabeza para arriesgar la vida. No le contesté, sino que me moví en semicírculos para identificar un punto débil y matar al gigante.
Para mala suerte mía, apareció un segundo monstruo y ambos bloquearon completamente la calle. No podía hacer nada contra ellos, lo mejor era huir y enfrentarlos en otro momento. En realidad, si hubiese contado con los demás protagonistas de mi novela hubiese tenido el valor necesario para vencerlos.
Me siguieron de cerca durante unas calles, pero al girar en una esquina pude ocultarme tras el letrero de una desarmaduría. Un auto destrozado me llamó la atención, era tan propio del lugar, pero muy extraño a la vez. Sentí que ese vehículo representaba mi situación escritural.
Llegué motivado a la casa de mis padres para empezar a trabajar en mi novela, al fin sentía fluir en mí la esencia necesaria. Ellos intentaron comprender mis explicaciones de lo sucedido, pero les fue imposible. Se limitaron a entregarme un cuaderno y un lápiz para escribir.
Fui a mi antigua pieza y me tiré sobre la cama a volcar mi aventura. Nuevamente un fracaso. Al leerlo sentía como si fuera una crónica o un reportaje. Sin embargo, así no quería escribir, ese no era el tono que la escena y mi obra requería.
Ante mi nueva frustración me puse a hurguetear entre los viejos objetos guardados en los cajones del velador y el ropero. Encontré una decena de historietas y mis cuadernos de la universidad. Lo que en realidad me sorprendió y captó mi atención fue el viejo cassette de Amorphis: Elegy.
Me sentía culpable de haberlo olvidado y no llevármelo a casa. En último caso debí bajarlo desde internet para que me acompañara mientras escribía, pues la novela estaba situada en la época cuando mis días tenían el ritmo de ellos.
Por suerte mi padre tenía una radio donde lo podía escuchar, la instalé encima del velador, me recosté en la cama, cerré los ojos y disfruté de mi viaje a la adolescencia.
Cuando sonó la cuarta canción, On rich and poor, en mi cabeza vi todo aquello que había creado, vivido y escrito para contar mi novela. Las imágenes danzaban con ligereza, incluso viajé al futuro, pues veía mis dedos gozando del asesinato de la página en blanco. Era un placer enterrarle letras como si fueran puñaladas, inundar la página con mis sentimientos de infancia, ya que de eso quería hablar, no solo de aventuras contra monstruos…, y la música de Amorphis había logrado rescatarlos de mi interior.
Quizás al publicar mi novela los lectores pensarían que mentí respecto a mis ganas de comunicar, porque estaría muy marcada por la acción y llena de lugares imaginarios, pero eso no me importaría, pues yo sí diría todo lo que deseaba en cada página.
Me levanté de la cama, guardé el cassette en mi bolsillo, me despedí de mis padres con un beso y subí a la bicicleta, ya era muy tarde. Mi familia me esperaba y quería gritarles que había reencontrado la inspiración.
*Cuento ganador del concurso Antología Metalenguaje (Ajiaco ediciones)
Ilustración: Simon Prades