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Conocí a Marcelo Guajardo hace más tiempo que a cualquier otro poeta. Ahora que lo pienso, creo que es el primer poeta que conocí, cuando yo no lo era y cuando no sabía que él lo era. No fue en un lugar muy cool: Marcelo era el monitor de un grupo pastoral juvenil en el que yo participé, en una parroquia ñuñoína. Yo debo haber tenido 15 años, él 20. Jugábamos a la pelota y nunca hablamos de libros, salvo de El libro, naturalmente. No era un monitor latero ni majadero; se notaba que vivía una experiencia genuina que no tenía mucho que ver con los fariseos civiles y de sotana que rigen esos templos. Muchos años después, tomando algo en Plaza Ñuñoa, no sé cómo salió el tema de que ahora me interesaba la poesía y yo ya me había enterado que él era poeta; me contó que tenía unos amigos con los que se juntaba a hacer un taller y me invitó.  La producción de Marcelo en esa época era constante: siempre llevaba poemas nuevos, que muchas veces no se parecían en nada a los que había traído la vez anterior. Fue sacando pequeños conjuntos de forma artesanal y se fue ganando premios con esos conjuntos; era transversalmente admirado por nosotros. Todo eso lo juntó el 2011 en un libro de más de 300 páginas, que se llamó Un momento propicio para el exilio. Un libro de libros. El que se presenta hoy, puerta azul en muro de adobe, pudo formar parte de ese recuento.

 

Imagino que algunos poemas de Marcelo ya deben estar traducidos a otros idiomas, pero en verdad me pregunto qué es lo que lograron traducir. Cada palabra que elige poner en un poema me da la impresión de ser irreemplazable: es la palabra que ese poema necesita en ese lugar preciso, tanto para la construcción de sentido, como para la construcción musical y de imagen de ese texto. Esto, que suena a lugar común, no lo es tanto; cierta poesía que pone énfasis en lo musical puede reemplazar fácilmente una palabra por otra, así también la que se basa en imágenes, la que apela a ideas, o a una situación contextual. El equilibrio entre esas tres categorías poundianas de la logopoeia, la fanopoeia y la melopoeia es difícil de lograr en un poema y Guajardo lo logra con maestría y, también diría, con cierta humildad. Porque los artefactos textuales de Guajardo, a diferencia de la gran mayoría de sus pares, no adolecen de pretensión; son, en el mejor sentido de la palabra, ejercicios.

 

Este nuevo conjunto, de 13 poemas más o menos breves, es una repetición original de lo que viene haciendo hace años, con paciencia de artesano. No estoy hablando tanto de una voz, como de un procedimiento; las voces que conviven en la poesía de Guajardo son múltiples, aunque en su producción más reciente (la segunda mitad de su libro Un momento propicio para el exilio y esta plaquette) explora un tono más introspectivo y por momentos críptico. No es el Guajardo de las siete mujeres calvas o el de Olguín asomándose en los televisores; es el Guajardo más primordial, religado. El primer poema ya habla de una “voz encerrada”, de un sujeto que camina “lejos de la vorágine”, y que recoge “moras dulces” en el camino de regreso. Un mundo con ecos de cazadores y recolectores, de estuarios y de limo que brota “del oscuro almácigo”; poemas que se sirven de una casa “repleta de lenguaje”, pero cuyo barroquismo es acotado, concreto. El poema que estoy citando, titulado “Cuaresma” (que es para los cristianos el tiempo litúrgico de preparación espiritual para la Pascua de Resurrección, desde el Miércoles de Ceniza hasta el Jueves Santo) da cuenta del recogimiento que marca el tono del libro y de esta exactitud en el nombrar, pues de esa “casa repleta de lenguaje” se escoge “la merienda del desierto” contra las tentaciones del “acopio”.

 

Hay un sujeto “desplazado” que sigue una ruta propia y por tanto solitaria; no hay declaraciones, hay un ritmo y un sonido eufónico, que no se puede glosar ni reducir a un tema determinado, a un de qué se trata esto: como cada palabra es justa, la experiencia de lectura no es reemplazable por otro texto que hable de esos poemas. Las presentaciones de poesía, son, en ese sentido, bastante inútiles. El lenguaje de Marcelo no es utilitario ni referencial, crea su propia contingencia, que no necesariamente coincide con el presente de las noticias o de una determinada historia del arte. La búsqueda personal del poeta, sin embargo, no es un ejercicio pasatista y aislado de sus contemporáneos; al contrario, es absolutamente contemporáneo, en la medida en que su poesía también responde a un estado de cosas, a un estado del arte de la palabra. Si habla de criaturas dispersas en el follaje, de lechuzas y de comarcas, también deja ver su autoconciencia de este ejercicio, en el poema que da título a la plaquette: “Baste para ti librar de aquellas levaduras inútiles /de las declaraciones, un terruño limpio para tu idea de belleza”. Una puerta azul en un muro de adobe podría ser la foto de perfil de Guajardo en facebook; me parece una imagen que sintetiza muy bien su escritura y su forma de ver el mundo. Marcelo es un recolector de materiales contemporáneo a fuerza de no desechar lo antiguo y de resignificarlo, vivirlo hoy. Leerlo es como acompañarlo a una montaña que no sale en el mapa y que él descubrió solo, de curioso y de aplicado, investigando quizás en mapas viejos que nadie había pedido en la biblioteca; una montaña donde ha aprendido a nombrarlo todo y en  la que no se queda; baja y te lleva a pasar las manos por “la maleza nueva de septiembre”, o a mirar la arcilla que es, para él, “el único monumento al que rendir pleitesía o infundir pavor”: el lenguaje, la poesía, no el sujeto sino la obra, en su más pura posibilidad.

 

Otro poema que define alegóricamente a este sujeto y su visión de las cosas, me parece a mí que es el penúltimo, “Castores”, que empieza así: “En permanente actividad al margen de la comarca /brotan en vida diligente los animales de principios. /Buscando en la médula de los troncos el dulce inverosímil”. Este animal de principios, el poeta, es también un animal de orígenes, de génesis y de arraigo. El problema del origen en Guajardo, fundamental en anteriores libros suyos como El dolor de los enjambres, se revela aquí ya no como un relato, sino que con la cercanía de una predominante segunda persona que está bastante cerca de la primera y que a ratos lo es; un yo no confesional, sino que testigo, observador, replegado; no en sí, sino que en lo primordial, es decir, según la RAE, lo primitivo, lo primero, el principio fundamental de cualquier cosa; el origen que fue el verbo, según ese libro que me hacía leer a los 15. La voraginosa experiencia contemporánea da por muertas muchas cosas, desde un discurso hegemónico al que Marcelo no se pliega. En los dos poemas finales, es explícito. Uno termina así: “La residencia lo es todo para los desplazados”. El otro: “el yugo inverosímil de una ruta /trazada a casa, siempre a casa”. Es una búsqueda consciente y no reductible a dogmas ni a explicaciones, configura su religiosidad fuera de cualquier propaganda y de cualquier institución, porque para el poeta nombrar es sagrado y asume ese acto con toda la delicadeza y la fuerza que una fe así implica.

Arte digital: Dan Mountford