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Escribí Valporno casí íntegramente en un laboratorio clínico. Decidida a abandonar la universidad para siempre no me quedó otra que dedicarme a una serie de oficios que me permitían cruzar levemente la línea de la sobrevivencia. Mi cargo tampoco estaba muy definido. Escribía mientras cotizaba tubos, agujas y frascos de orina, después de ingresar los pacientes de los consultorios al archivo, en la hora del almuerzo mientras la centífruga y el Hitachi sonaban descomunalmente. La primera historia la llamé «Los enfermizos humildes», que no era más que el diálogo de una pareja que sueña con irse a algún lugar, muy lejos, como Madagascar. Debaten sobre los planes, pero el tipo se entera casi por azar que va a ser padre y prefiere hacerse el loco.

Seguí escribiendo a esa pareja porque la mujer se parecía a mí en lo vulnerable y en las ideas descabelladas, y porque el hombre que dibujé tenía las características condensadas de todos mis conocidos. Alicia era en suma todas las mujeres en una sola, y Elías, un cuerpo con un puñado de pelotudos adentro.

Le puse Valporno porque siempre me imaginé Valparaíso como una capital mundial de la pornografía. Yo estaba acostumbrada a ver los calzones de mis vecinas colgando de las ventanas, y que algunos míos salieran volando con el viento, perdidos para siempre entre los cerros. Nunca usé cortinas. Ni en la pieza ni en el living. Los demás tampoco. Una vez vi a una mujer desnuda lavando platos en una cocina y tras ella a su amante. Fue una escena de la  preciosa naturalidad porteña. La fiesta también tuvo mucho que ver. Eran frecuentes mis salidas nocturnas, que se me pasara la mano con la bebida y llegara al día siguiente pasadas las once de la mañana de algún after. Con y sin resaca, seguía escribiendo cuentos.

La definición de porno siempre me generó un conflicto. Leí varios libros, vi decenas de películas, cientos de videos, fotografías de instalaciones eróticas y postales de mujeres haciendo poses sexuales en la historia del arte. Después de darme vueltas por tanto material, concluí que la pornografía es una representación explícita de lo íntimo, y en lo íntimo no solo está lo genital, si no también lo que se oculta. Valporno es una ciudad a medio camino entre Santiago y Valparaíso, una mezcla de las dos. A ratos es encierro y ocultamiento como la capital, es hastío y pretensión, en otros momentos es juerga, descalabro, mugre, como el puerto. No pensé que alguien quisiera publicar el libro. El proyecto se llamaba en ese momento «La suela y la sangre», que era un cuento donde una pareja en el ocaso de su relación se dedica a escuchar como las ratas hacen nido detrás de una muralla, sin imaginarse que esa misma plaga los hará reavivar el amor.

Dejé de trabajar en el laboratorio. Terminé una larguísima relación amorosa. Estaba recién operada de urgencia, pero tenía la convicción de que debía volver a Valparaíso. Así fue como llegué de vuelta, como me contactó la Editorial Emergencia Narrativa tras leer mi extinto blog «Erótica del puerto». Ya viviendo en un cerro cualquiera, escribí las dos historias más largas del libro, cuando ya estaba prácticamente terminado. «Las Toledo», un par de hijas de carabinero que a comienzos de los noventa se acuestan con todo el retén a espaldas de su padre, y «La comunidad del azote», un grupo de locas que se aburren de ser las víctimas y deciden golpear hombres para quitarse la rabia de vivir consumidas por la rutina.

Desde ahí el trayecto de Valporno es el de un auto que va con una piedra en el acelerador rumbo a estrellarse con algo o salir sin daños por una suerte extraña y brutal. Un tipo intentó golpearme en su primer lanzamiento, en La piedra Feliz, el 2011, en la Feria del Libro de Viña del Mar del 2012 tuve acaloradas discusiones con mujeres de mediana edad que lo encontraron asqueroso, en esa misma instancia fue el libro más vendido. Una clienta fue a devolverlo por obsceno y a exigir que le devolvieran la plata, asaltaron una librería y se los robaron todos, fue censurado en una feria de libro de pueblo y el escándalo convocó una sesión extraordinaria del consejo municipal, me llegaron fotografías íntimas de desconocidos, invitaciones lascivas. Me gustaría terminar estas palabras con el recuerdo de la primera vez que leí Valporno en vivo. Fue en un local de parrilladas entre Independencia y Conchalí que era probable que desapareciera por los trabajos para ampliar la calle por el Transantiago. Un amigo de la universidad me invitó. Él se presentó con su grupo, que no me acuerdo como se llamaba, pero sí que el vocalista tenía un timbre parecido al de Jorge González. Yo fui con mi amiga Tania, iba vestida con una polera de leopardo, short de mezclilla y pantys caladas. El público eran hombres de entre treinta y setenta años. Recuerdo que salí adelante y leí «Las perversiones dominicales» donde un vagabundo entra a un bar y le pide a una mujer que está sentada en una mesa que le lama los pies. Se hizo un profundo silencio. Después hubo muchos aplausos. Me bajé del escenario improvisado esquivando las jabas de cerveza y uno que otro bulto. Un hombre se me acercó. Un hombre muy moreno y con los ojos muy brillantes. Me extendió una servilleta. Escríbame su nombre, porque la va a llevar en la poesía, me dijo.

 ilustración de Itsajackal