El discurso humanista en el que hemos crecido nos ha enseñado a mirar la cuestión de la raza siempre como un problema de antagonismos entre amigos y enemigos o entre salvajes animalizados y civilizados blancos. Es por eso que los discursos que nos sostienen en esta isla, esta isla tan estrecha llamada Chile se esfuerzan constantemente en decirnos que para mantener nuestra existencia debemos destruir a todos los hermanos que no tengan los ojos como los nuestros. Unos ojos que se miran paradójicamente hacia adentro como blancos. Sin embargo, la fuerza de los cuerpos es una que no sabe de esos discursos disciplinados y es por eso que inevitablemente hemos tenido que aprender a compartir la isla. Quisiéramos decir que la compartimos pero eso no es tan cierto. Nuestra isla está dividida por espacios negros y espacios que se miran a sí mismos como blancos. Insisto en esa paradoja. Diría que son espacios oscuros que mantienen lo blanco. Espacios con la mancha de cierta animalidad que se mira y se trata con violencia, que se desprecia por foránea.
¿Cómo pensar entonces la cuestión de la raza hoy? ¿A qué prácticas poéticas o a qué estéticas podemos recurrir urgentemente para encontrar las marcas de nuestras subjetividades hechas de tiempos rotos?
Johan Mijail, artista trans disciplinar dominicano, insolente a las estructuras y feminista en la resistencia, ha trabajado insistentemente en rastrear las huellas del tiempo focalizando las heridas del cuerpo negro y caribeño. Es así como nos presenta Pordioseros del Caribe, un libro que nos transporta a otra isla pero que nos permite a su vez mirar la nuestra.
“La insularidad es una condición geográfica; el insularismo es una ideología” nos advierte. Una ideología donde usted necesitará de dólares para existir. De cierta manera en Pordioseros del caribe nos aproximamos a la difícil tarea de explorar aquel insularismo con todas sus vidas rotas.
El libro es un cruel intento por evidenciar una biografía dañada que nunca se vale solo de una manera para ser dicha. Pordioseros del Caribe nos dice que las maneras de conocer una vida, una historia, una biografía política, no es sino una hecha desde jirones de sentido sin miedo a la exageración y en oposición a las estructuras clásicas que documentan el “yo”. De alguna manera, este libro es una profunda y estética manera de realizar una investigación de un “yo” caribeño, negro y trans. Un “yo” ciertamente en extravío a las tecnologías que lo dominan pero que sí sabe hacerse presente y evidente en su molestia colonizada.
El libro es una biografía política o quizás más que una biografía, es una ficción sexual encarnada en un territorio inconexo, en ese dominican york del sincretismo contemporáneo. Pordioseros del Caribe son todas esas escrituras negras que surgen de aquellas culturas que tienen a lo híbrido como el keyword de su política. Este libro apuesta por figuras que como en un delirio o en un moriviví, permiten transmutar cuerpos, deseos e identidades. Aquí, en este libro:
Santo domingo is burning.
Quizás como una manera de manifestar su inestabilidad como relato de quién hace poesía con la performance, Johan Mijail hace de su territorio a las escrituras de la disidencia que bien saben de esquinas sucias, de saltos disciplinarios y de terrorismos anarco-barrocos.
En el libro está todo ahí, patente en los desechos de una cultura neoliberal que nos hizo el cuerpo que tenemos, con toda la belleza de aquella exagerada representación de la Marylin Monroe de Santo Domingo que como cualquier diva en su localización latina parece siempre más exagerada, más enferma, más flemática, más agónica, más profunda y más escandalosa a las rebeldías de aquel norte blanco, civilizado, colonizador y heterosexual.
De la poesía a la crónica urbana y del testimonio al diálogo, en estos párrafos se imprime la política de una escritura automática y surreal que domina una musicalización onomatopéyica de una lengua que sabe de finales abiertos y con vocales amplias. De una escritura que no le teme a la experimentación ni a las lenguas locales. Johan Mijail construye otro territorio que va en una dirección contraria a la universalización de los relatos, una dirección que sabe que la exploración del habla local y sus aspiraciones fracasadas, es donde se constituye la política de su posición. Donde los cuerpos no se limitan a una forma porque se travisten, se infectan de sida y repiten mantras con una religiosidad pagana en ebullición. Voces que se vuelven alguna inútil estatua de héroe para dejarnos saber el patético color que tiene la voz del nacionalismo.
Recibimos así a Pordioseros del Caribe, como un libro donde la palabra disidente puede aún darnos la posibilidad de mirarnos en nuestra negra insularidad biográfica.
Una insularidad donde Johan Mijail ha hecho una política y una poesía que duele.
Y que duele políticamente.