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Unificar en las palabras la imagen, el verso autóctono que lo diga todo; o convocar con la imagen las palabras libres que confirmen el decir del verso; o quizá también, saborear en el verso una imagen que recoja y exalte todos los valores de las palabras; es la lucha del poeta por fundar del silencio lo inintelible. Esta lucha no es con las posibilidades de nombrar su entorno, sino con la internabilidad de su ser, donde la vigilia y el sueño se entrañan para madurar en la claridez de la poesía. Desde allí, con naturalidad involuntaria se manifiesta “la voz poética”; ese decir circular que engloba palabra, imagen y verso, trayendo conciencia del día a día.

Los poemas de Pedro Luís los conozco de cerca, he compartido con él los talleres de poesía del ICUM, a muchos de este libro pude sugerirles algún cambio que el poeta acotó. Ahí lo conocí, en la sede del instituto de cultura que ahora es centro de la biblioteca Julián Padrón. Ya él venía de trabajar con la cultura desde el ámbito radial, con su programa “Cultura absurda”. Allá, se podría decir, que conocería el designio de la poesía que posteriormente desarrollaría con cautela en los talleres; en aquellas veladas tempranas confabulaban en los versos el decir de la verdad y siempre bajo la tutela del poeta y amigo Luís Segundo Renaud. Todas esas mañanas discutíamos las artes poéticas de: Octavio Paz, Vicente Huidobro, Italo Calvino, Sofhia de Mello, Rafael Cadenas, entre otros y poemas de Pablo Neruda, Jaime Sabines, César Vallejo, José Antonio Ramos Sucre, Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez, Víctor “El chino” Valera Mora, Eugenio Montejo, entre otros. Esto nos hizo madurar la palabra, conocer lo universal de la poesía e internalizar el quehacer de la misma.

Pedro comienza su poemario La vera de los sonámbulos con estos versos:

“En el cajón mortuorio

los escombros de mi voz

descosen los trastos ajenos de la piel”

(…)

Las voces ajenas de estos versos retumban con una fuerza impulsiva, no se ocultan en la nada, reflejan el decir del poeta que se enfrenta al mundo desde los restos de su camino, convocando su voz poética desde el existencialismo. Él no huye de ese presente inexorable, lo palpa, lo razona y lo internaliza. Por lo tanto, nombrar los sueños con realidades, abrir la ventana de la noche llena de desasosiego, habitar en la inquietante soledad de la muerte, pero también cubrirse de esperanza, de soledades, que dirán una y mil verdades que se develan en el día; son algunos de los argumentos poéticos que nos presenta este poeta en el poemario La vera de los sonámbulos (Fondo Editorial “Carlos Báez” del ICUM, 2011). El silencio que lo engloba todo, o el silencio necesario de la noche hace vida en muchos de sus poemas; en uno dice:

“Te vas

a esta hora llega el silencio

cubierto de humarada”

(…)

O este otro:

“Nacimos en el silencio

donde se compone

el tiempo del día”

(…)

Ese silencio eterno, transgresor, no sólo anuncia, hace perenne a la soledad. El lenguaje sencillo empleado por el poeta ubica el valor propicio de la palabra. Lo lacónico del verso se oculta, hilvanado por metáforas que vienen a ser un simulacro de la presencia en el instante de la sustitución, es decir, converge en ellas una especie de alucinación que refleja el concepto de la realidad del poeta. Así, más a delante dice:

“La memoria del deshielo

nos convierte en sonámbulos”

(…)

Como quien quiere hondar en su pasado para refutarlo, el poeta busca hacer de la experiencia creadora un acto liberador, donde la muerte, la realidad, la soledad y la desesperanza se contemplan. Palabra sobre palabra el poeta va construyendo su mundo, proyectando el reflejo de la nostalgia que revela una existencia.

En este sentido, aflora en un poema un sentimiento de soledad que traspasa este presente, buscando, desde la infancia, la razón de una imagen que funde el poeta en la exaltación de la madre:

A Xiomara Souquett

“Olvidamos que el adiós con los

besos seducen a los cuerpos  al corazón

y que poco a poco todas estas tardes

las metimos en el equipaje

para mancharnos con lagrimas en los hombros

sin luces en el camino

sin tu mirada sin tus palabras.”

(…)

Los dos primeros versos que componen esta estrofa despliegan, desde mi perspectiva, una añoranza inicial que recorre todo el poema; el valor sustantivo de los besos que se presienten unidos a una despedida, precisa que la angustia del tiempo eleva los rasgos de deslumbramientos nostálgicos. Así diríamos que el adiós con los besos bendice el camino, sobre todo cuando no es posible volver atrás. Los versos siguientes se transforman en soledad. Hay una marcha donde se extraña una mirada, una palabra, ya el camino permanece solo; sin lo que ayuda a transitar. Este poema es una despedida disipada en el tiempo, que nace de la necesidad de un encuentro que algún día volverá.

Leer esta poesía, recorrer el alma del poeta a través de sus letras es no olvidar que la vida y su desvelo tienen un punto de encuentro en el horizonte, relación cósmica tras humana que desdobla la realidad de todo ser. Desde este punto, sabemos que no hay una única definición de la poesía y que cada acercamiento permite otras lecturas y otras posibilidades de interpretación. En este caso, me he refugiado en los versos del poeta para contemplar su decir poético, dejando posibilidades para que se proyecten otras futuras concepciones. La poesía no tiene dueño y así como retumba en los versos del poeta, también se sienta en la silla de la abuela, se refleja en los ojos de la madre, acude a la lluvia para expresar su autenticidad; no tiene condición en su existencia.