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En perspectiva, el cine de Roman Polanski tiene señales claras de identidad: personajes empujados a una vorágine potenciada por una atmósfera oscura de fatalidad, seres perdidos por sus propias pulsiones internas, cuerpos obnubilados por el placer, enclaustrados en ambientes insanos que paralizan su voluntad. Su cine también es paródico, quizás como una forma oscura de conjurar la maldad: individuos que, al buscar refugio reforzando las contradicciones de sus actos, se repliegan en una turbia comicidad. Su cine tiene algo de tragedia griega y de comedia burlesca, bebe de Sófocles y de Aristófanes.

Polanski es un demiurgo que expone las fisuras de la naturaleza humana con particular agudeza y que se solaza en describir universos personales que estallan en toda su energía destructiva. Por eso no es extraño que sus películas tengan una relación particular con el teatro en la medida que se sitúan en escenarios cerrados o evocan estados psíquicos clausurados. Varios de sus films han reforzado esa ligazón al ser concebidas como adaptaciones al cine de obras dramáticas. Es el caso de “Death and the Maiden”, “Carnage” y, su última película, “Venus in Fur” (2013).

Como en anteriores incursiones, Polanski realiza una película que se concibe a sí misma a partir del encuentro de dos fuerzas antagónicas que se repelen y necesitan. El desarrollo posterior no es más que la lenta e irreversible consumación de una catástrofe sin estridencias. En la obra de Dorfman era el encuentro vindicativo del torturado y el torturador, en el texto de Jazmín Reza era la discusión desaforada de dos parejas en el living de una casa de la cual no podían salir (con ciertos ecos de “El ángel exterminador” de Luis Buñuel, uno de sus maestros).

En “La Venus de las pieles” (título en español del film) se cuenta la llegada de la actriz Vanda Jourdain (Emmanuelle Seigner) a un teatro vacío para una audición. Allí se encuentra con el director Thomas Novachek (Mathieu Amalric), un hombre impotente por su incapacidad de hallar una intérprete que esté a la altura de la adaptación dramática de “La Venus de las pieles” de Leopold Von Sacher-Mesoch, novela que dio origen al concepto de masoquismo. Vanda llega atrasada al teatro, mojada por una lluvia profusa. A simple vista parece una mujer algo ignorante y tosca. Se comporta como una debutante o, al menos, como una actriz mediocre. Sus ademanes son un tanto groseros y su vestimenta delata cierta vulgaridad. Pero no deja de tener un aura de fatalidad en sus gestos provocativos, en su corporeidad voluptuosa, desenfadada y graciosa. Thomas rechaza su llegada pero es convencido de aceptar una breve audición que le permita escapar de una mujer obstinada en recibir el papel protagónico. Cada uno asumirá un personaje de la obra y dramatizarán una breve escena, todo sea para deshacerse de esta extraña mujer que altera el curso particular de esa borrascosa noche parisina.

Lo que sigue a continuación es un gradual descenso en las personalidades dobles y ocultas, zonas cercanas a la crueldad, desajustes emocionales, intercambio de roles, la cálida turbiedad de esclavizarse ante otro, la violencia consentida. Todo enmarcado en un escenario que alude a un encierro físico y mental, en donde las actuaciones de Vanda y Thomas disfrazan daños infantiles y obsesiones neuróticas, autoflagelantes. Pero Polanski tiene la suficiente cordura y distancia para no quedar atrapado en sus propias obsesiones. Sabe distinguir el rigor de la severidad, la extravagancia de la pedantería. Aún en los momentos de más tensión nunca olvida el humor desengañado que nos provoca repudio y, a la vez, nos fascina.

Aquí estamos lejos de aquellos pozos sin fondo, esos agujeros negros que todo lo devoraban de “Bitter Moon” (tal vez su última obra maestra). Ahora Polanski se ensaña a fuego lento con sus personajes. Pone al descubierto el lastimoso estado de Thomas, víctima de sus propios deseos de ser subyugado por una diosa. Pero se apiada de él al solazarse en las compensaciones de la maldad: ahí está Emmanuelle Seigner, su cuerpo, sus cueros, sus botas, su intuición perversa. Y no dejamos de pensar qué se sentirá ser su esclavo, ser sometido a sus caprichos, a los abusos de la carne. Es el universo de Polanski. Viejo, pero igual de diablo.