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«Coge todo lo que hayas oído decir» —dice James Stewart—; «todo lo que hayas oído decir en tu vida… multiplícalo por cien, y seguirás sin tener una idea de John Ford».

—Vendrá por esa cuesta en cualquier momento —dijo Danny Borzage, y volvió a mirar a la carretera. Era un viejo barbudo de aire juvenil, vestido con el azul y el amarillo de la caballería de los Estados Unidos en 1878, y tocaba Greensleeves en el acordeón. Era poco más de las 8,30 de la mañana en Monument Valley; el sol calentaba, pero el viento era fresco. La mayor parte de la enorme compañía de El Gran Combate se estaba preparando para las primeras escenas del día, mientras una pareja estaba al lado oyendo cómo tocaba el acordeón—. Siempre lo toca por él cuando…
—¡Danny, aquí llega!
Acababa de aparecer en la cuesta un «jeep» furgoneta blanco. Borzage fue rápidamente al borde de la carretera; cuando se acercó el coche empezó a tocar Bringing in the Sheaves [«Trayendo las gavillas»], y siguió tocando mientras el coche frenaba lentamente hasta quedar a unos diez metros de distancia, y todos los actores quedaban en silencio.
John Ford iba en el asiento delantero, miraba por la ventana a través de sus gruesas gafas, cubierto el ojo izquierdo por un parche negro. Llevaba un viejo sombrero de fieltro de ala ancha ladeado hacia la izquierda —en la banda de cuero, una diminuta pluma naranja—, y estaba mascando un cigarro corto sin encender.
Se acercó el «atrezzista» y le dio una taza de café, que bebió lentamente mientras miraba por el parabrisas. Borzage tocó She Wore a Yellow Ribbon[1]. William Clothier (director de fotografía) y Frank Beetson (vestuario) salieron del coche y se quedaron junto a la ventanilla del director; se les unieron Wingate Smith (primer ayudante de dirección) y el hijo de Ford, Patrick, que estaba encargado de la caballería de la película. Junto a la ventanilla se celebró una conferencia en voz baja. Borzage tocaba The Wild Colonial Boy [«El loco muchacho colonial»], mientras el grupo se deshacía y uno por uno se alejaba tras cumplir sus instrucciones. Beetson abrió la puerta del coche.
Salió Ford, que se quedó mirando en torno un momento; con una mano sostenía la taza, la otra la puso sobre la cadera. Era delgado, casi frágil, pero cuando se dirigió hacia la cámara andaba con brío, moviendo los brazos, balanceando algo el cuerpo en ambas direcciones, y de pronto comprendía uno de dónde había sacado John Wayne su forma de andar.
Cuando se acercaba, la gente se apartaba de su camino. Tenía una severa cara yanqui, casi desagradable, con algo de barba en las mejillas hundidas. Llevaba una chaqueta militar de un caqui desvaído y unos pantalones del mismo color bastante sueltos; en el cuello llevaba anudado un pañuelo naranja, y los cordones de las zapatillas azules, que colgaban, estaban desatados. Borzage tocó We Will Gather at the River [«Nos reuniremos junto al río»]. Ford pasó junto a un navajo y movió la mano derecha como en saludo. Dijo:
—Yat’hey, shi’kis.
—Yat’hey —respondió el hombre.
«Estábamos haciendo una película» —dice el cámara Joseph La Shelle— «y el jefe del estudio envió a su ayudante a decir a Ford que llevaba un día de retraso.» «Ah —dijo Ford muy cortés—. ¿Y cuántas páginas se figura que podemos rodar al día?» «Unas ocho, supongo» —dijo el tío—. «¿Quiere darme el guión?» —preguntó Ford, y el ayudante se lo dio. Contó ocho páginas que todavía no se habían rodado, las arrancó y le devolvió el guión—. «Ahora puede decirle a su jefe que ya estamos al día» —le dijo. Y ya no rodó las ocho páginas.

Para la primera escena, Ford colocó algunos indios a caballo en la sombra y otros al sol. Sal Mineo (en el papel de un joven cheyenne) tenía que tirar su fusil al suelo, enfadado, saltar al caballo y marcharse. Ford estaba solo, frotándose las manos; el anillo de sello de oro que llevaba en la mano izquierda tenía en las iniciales un surco profundo hecho por las miles de cerillas de cocina que había encendido en él. Por todas partes había mucho ruido. Ford exclamó:
—¡Wingate! ¿Qué pasa? ¿Una huelga? ¿Un motín?
—¡Bien! ¡Vamos a callarnos, por favor! —gritó Smith por un altavoz. Ford estaba mirando a los indios.
—Muchas mulas no llevan puesta la manta en esta escena —dijo al jefe de continuidad—. La lleva en la mano —en su forma de hablar se apreciaba un leve pero claro acento del Maine—. Vale, ¿sabe alguien de algún motivo para que no rodemos esto? Si nadie lo tiene, adelante.
Durante un ensayo del diálogo, Ford vio en el fondo a uno de los jóvenes navajos que sonreía a la cámara. Lo llamó aparte, le hizo agacharse ante él y le dio unos azotes.
La compañía se echó a reír, el joven se echó atrás con una risa nerviosa, y Ford hizo en broma un gesto como si fuera a darle un puñetazo.
Empezó a rodar la cámara. Mineo corrió a su caballo, que se echó atrás y le impidió montar; enfadado, agarró las riendas y se subió a él, le pegó un golpe y se marchó seguido de varios guerreros.
—Eso está bien —dijo Ford—. Que lo revelen —Mineo volvió y preguntó si podía probar otra vez. Ford se le quedó mirando un momento—. ¿Quieres hacerlo otra vez con la cámara vacía, Sal? —Mineo sonrió.
—Me pareció bastante torpe —dijo.
—Estabas muy enfadado —explicó Ford— y te equivocaste. Me gustó. Perfectamente adecuado. No quiero que parezca perfecto, como en el circo —Mineo desmontó y empezó a alejarse. Ford le gritó—: Pero puedes volver a hacerlo con la cámara vacía, Sal.
«Sabía exactamente lo que quería decir» —dice el director Robert Parrish, que empezó a trabajar de actor infantil con Ford y después trabajó de montador en varias de sus películas—. «Muy raras veces hacía más de una toma; gastaba muy poca película y siempre estaba al día y dentro del presupuesto. De modo que, por lo general, la película que le llegaba al montador casi TENIA que entrar en la película. Después de filmar solía irse a su barco y no volvía hasta que la película estaba montada; es lo que hizo con Young Mr. Lincoln. Tenía una película maravillosa y estaba tan seguro de haberla hecho bien que se largó sin más. Creo que consideraba a todos los montadores, los músicos y los montadores de efectos de sonido como males necesarios. En una película (era el último día de rodaje) nos dijo: ‘Mirad, la película está acabada. Sé que vais a tratar de fastidiarla, vais a poner demasiada música, o la vais a cortar demasiado o demasiado poco, o lo que sea, pero tratad de no estropeármela, porque creo que es una buena película.’ Y se marchó a su barco.»

Monument Valley está en la reserva de los indios navajos, a caballo entre las fronteras de Arizona y Utah. Sus colinas y mesas rojas fueron causadas por la erosión, y los indios les pusieron el nombre de las formas que tenían: los mitones, el Gran Hogan, las Tres Hermanas, aunque las sombras hacen que su aspecto cambie a cada hora. John Ford ha rodado allí, en su totalidad o en parte, nueve películas: La diligencia, Pasión de los fuertes, Fort apache, La legión invencible, Wagon Master («El jefe de la caravana»), Río Grande, Centauros del desierto, El sargento negro, El gran combate. En Hollywood lo llaman la tierra de Ford; ha quedado tan identificado con él que otros directores opinan que el hacer una película allí sería plagio.
Hoy, los exteriores son una extensión de terreno arenoso, encerrado entre paredes verticales de piedra roja por dos de sus lados, con un cañón estrecho en el otro extremo.
Wingate Smith gritó por el altavoz:
—¡Dick Widmark, Pat Wayne ,Dobe Carey, Ben Johnson! ¡Venid hacia la cámara! —éstos se acercaron a caballo.
—Cuando salgas por allá, Dick —señaló—, gritas: «¡Escuadrón, aaaaalto!» Pat, tú esperas hasta que haya muerto el eco y luego gritas: «¡Escuadrón, aaaaalto!» —(el segundo aaaaalto era en un tono más bajo que el primero). Se volvió a poner el cigarro en la boca. Widmark y Wayne probaron una vez—. Vale. Acuérdate de esperar hasta que ya no se oiga el eco, Pat —se volvió a Johnson y Harry (Dobe) Carey, hijo—. Cuando grite Dick, vosotros dos avanzáis hasta quedar a unos dos metros de él. ¿Comprendéis? ¿Eh?
—Sí, señor —asintieron ambos al mismo tiempo.
—Vale —dijo Ford, frotándose las manos—. Acércate a trote rápido, Dick. Estamos al principio del argumento y los caballos todavía no están cansados.
Tras el plano inicial, Ford se acercó para tener a los cuatro jinetes en un ángulo más próximo. Johnson llevaba un guión rojo y blanco, su caballo iba nervioso.
—Deja que esté nervioso —dijo Ford, empujando al caballo por la grupa—. Mira, Dick. Mira por ese cañón —y empezó a improvisar el diálogo—. Dices: «¡Plumtree! No me gusta el aspecto que tiene esto. Ve a echar una ojeada a ese cañón.» Ben, tú aguantas un momento —el supervisor del guión iba apuntando a toda la velocidad que podía—. Dick dice: «Ve con él, Jones —Ford hizo una pausa—. ¡Jones! —otra pausa—. ¡Jones!» —señaló a Carey—. Y tú dices: «Soy Smith, mi capitán» —se volvió a Widmark—: Bueno, vale, vete con él —Ford cogió el cigarro por abajo y se echó más atrás el sombrero—. Cuando grite Jones la segunda vez, Dobe, miras en torno a tí. Estás pensando: «¿Quién diablos es Jones?» Luego oyes: «¡Jones!» Te pones el dedo en el pecho y dices: «Soy Smith, mi capitán.» Ben, haz como que te da cien patadas tener que ir hasta allá; te levantas en los estribos.
Rodó la cámara y Widmark llamó a Jones por tercera vez.
—Yo soy Smith, mi capitán —dijo Carey.
—Soy Smith, mi capitán —interrumpió Ford—. No trates de aumentar tu papel.
—Sí, señor —asintió Carey nervioso. Segunda toma y—: Yo soy Smith, mi capitán.
—¡Tú no eres Smith! —gritó Ford—. Deja de intentar pisarle la escena al viejo Ben —Carey asintió otra vez y se excusó.
Tercera toma y dice:
—Aquí Smith, mi capitán —una pausa.
—Ejem —dijo Ford.
A la cuarta toma salió bien el diálogo. Johnson clavó el guión en el suelo y los dos salieron galopando hacia el cañón.
—Está bien —dijo Ford.
«Todas las noches tocaba algo de música en mi habitación cuando estábamos rodando exteriores», dice Sal Mineo; «por lo general, cosas de jazz o algo por el estilo, y bien alto. Una noche entra Ford y me pregunta por qué no puedo poner el volumen un poco más bajo. ‘Verá usted, señor’ le dije, ‘este tipo de música se tiene que poner a todo volumen, porque si no no se le saca todo el jugo’. El viejo saca el cuchillo, lo abre y lo pone encima de la mesa. ¿Puedes ponerlo un poquito más bajo?’, dijo. ‘Sí, señor, puedo ponerla, mucho, pero que mucho más bajo.’ Entonces agarra la navaja y la cierra. Baja la cabeza y dice: ‘Es lo que creía yo’, y se marcha.»

Ford y los actores cenaron en un pequeño edificio de adobe, parte del Refugio de Goulding, que está en la parte más baja de la Rock Dor Mesa. Junto al porche había una campanita para anunciar la cena, que nunca se tocaba hasta que el director había ocupado su asiento a la cabecera de la tercera mesa a partir de la puerta.
Aquella noche llevaba una chaqueta azul marino, pantalones caqui, y debajo, la chaqueta del pijama, con el cuello medio subido, y encima un jersey viejo. No llevaba sombrero y tenía el pelo blanco y fino. Sacó la navaja de mango de hueso y golpeó en la mesa.
—Tengo hambre —dijo.
Poco después habían llegado todos y se servía la comida. Bernard Smith (el coproductor) dijo algo acerca del rodaje del día y Ford llamó a Pat Wayne.
—¡Sí, señor!
—¿Dónde está el tazón? —Wayne se levantó a coger un tazón de madera (lleno de dólares y de bastantes monedas sueltas) del piano.
—Hay una multa de medio dólar —explicó Carroll Baker— por hablar del trabajo o de las películas del señor Ford en la mesa.
—¿Cuánto debe ya? —preguntó Ford.
—Con esta última vez, dos dólares, señor —dijo Wayne.
El coproductor dijo que pagaría más tarde.
—El otro día —dijo la señorita Baker— me estaba hablando el señor Ford de Hombres intrépidos y se detuvo, pagó sus cincuenta centavos y luego acabó de contarme el asunto.
Gilbert Roland hizo un gesto para pedir algo desde el otro lado de la mesa, y Ford dijo:
—Un momento Luis —en realidad, Roland se llama Luis Antonio Alonso—, sabes que no se debe señalar. Sólo se señala con el dedo a tres cosas —Ford hizo una pausa mientras Víctor pasaba una bandeja a Roland—: se puede señalar con el dedo a los productores, a los retretes y a la pastelería francesa.
«Ford siempre odió a los policías religiosamente, como por fe», recuerda Parrish. «Despreciaba enormemente todo tipo de autoridad, de influencia paterna sobre él; a todos los productores, a todo el dinero; eran sus enemigos. En El delator, el primer día de rodaje reunió a todos los actores y los técnicos en medio del estudio y llevó allí al productor. ‘Mirad bien a este tío, dijo Ford, y lo agarró por la barbilla. ‘Este es Cliff Reid. Es el productor. Miradlo ahora porque no lo vais a volver a ver en el estudio hasta que esté terminada la película.’ Y fue así. Nunca volvimos a verlo. Desapareció sencillamente.»

Después de la cena, que pasó jugando a las quince preguntas (nadie pudo adivinar el objeto de Ford, que eran las zapatillas de Sherlock Holmes), el director se quedó un rato fumando un cigarro que antes había partido en dos con la navaja, y charlando con los actores.
—Ciudadanos de segunda, eso es lo que somos —dijo tamborileando con los dedos en la mesa—. En tiempos ni siquiera se permitía que se enterrara a los actores en el camposanto. Ya sabéis lo que quiero decir, cuando gritaban: «¡Quitad la ropa de las vallas, están llegando los actores!» Se levantó y se colocó detrás de su hijo, que seguía sentado a la mesa de al lado y empezó a inspeccionarle la cabeza.
—¿Qué es esto? —y luego con sorpresa burlona—: ¡Oh! —y se dirigió a la puerta—. Voy a llamar a tu madre —Pat se levantó y se fueron juntos.
«Le aseguro», dice Harry Goulding, que antes era el propietario del Refugio de Monument Valley, «que pa los navajos el señor Ford es una especie de santo. Ca vez que pasan un mal momento, macho, aquí llega esto, como un milagro. En la depresión, las estaban pasando morás. Rediez, si hubiera entrado en nuestra tienda un indio con un dólar para comprar, la señora Goulding y yo nos desmayamos. Bueno, llega el señor Ford para hacer La diligencia y dio empleo a veinte indios y se salvaron muchas vidas. Luego, cuando acababa de rodar AQUÍ La legión invencible, tuvimos una tormenta que dejó el valle tapado bajo casi cuatro metros de nieve. Nos echaron comida los aviones del Ejército. Gracias a eso y a los doscientos mil dólares que había dejado él, pues se impidió otra tragedia. Y en el sesenta y tres se enteró de que aquí sus amigos iban a pasar hambre y aquí se plantó a hacer El último combate. Sabe usté que lo han adoptado en la tribu navajo. Tienen un nombre especial pa él. Lo llaman Natani Nez. Es un nombre pa él solo. Natani Nez quiere decir el Soldado Alto.»

A 40 kilómetros del Refugio corre el Río San Juan. Por encima se yerguen rocas rojas, y en la ribera hay arbolitos, hierba y montones de madera plateada de haber estado tiempo a la deriva. El agua es de color barro.
Los navajos y sus mujeres, que hacían de cheyennes, estaban a caballo con sus «travois»[2], reunidos a la orilla del río; entre ellos había varios especialistas vestidos y maquillados de indios. En la roca de arriba, y a varios centenares de metros del borde, estaba la caballería. Lee y Frank Bradley, intérpretes navajos que habían trabajado en otras once películas de Ford, gritaban instrucciones por unos altavoces a los indios. Wingate Smith daba órdenes a gritos.
Ford, agarrando al vuelo a uno de los vaqueros, le preguntó:
—¿Puede Carroll entrar al río en el carromato?
—Bueno, donde yo entré…
—No me cuentes tu vida —dijo Ford, tirando el puro—; limítate a contestarme —el hombre dijo que sí—. Bien —dijo Ford, con un golpe seco de cabeza. Se sacó del bolsillo de atrás un largo pañuelo blanco. A su lado estaba Beetson, que le alargó un altavoz—. Vale, Lee, Frank. Empezad a pasar a vuestra gente —se metió en la boca una esquina del pañuelo, la mayor parte del cual le colgaba por el pecho—. ¡Con calma! —los intérpretes comunicaron las instrucciones y los navajos fueron entrando lentamente en el agua. Ford llamó a Chuck Hayward («especialista»), que estaba a mitad del río—. ¡Vale, páralos ahí, Chuck! Así está bien —los navajos estaban repartidos por el río, cada uno en su lugar—. ¡Llenad esos espacios vacíos y subid ahí los «travois»!
Luego Ford dio instrucciones a la caballería, a la que apuntaba la cámara:
—Vale, rodamos —dijo Ford.
—Velocidad —dijo el operador, Eddie Garvín.
—Vale, ¡Dick! —la caballería cabalgó a un trote firme—. Vale ya. ¡Lee! ¡Frank! ¡Ponedlos en marcha!
La tribu empezó a desplazarse lentamente por el agua de abajo. Widmark levantó el brazo:
—Escuadrón, ¡aaaaalto! —y Pat Wayne hizo de eco (una nota más bajo). Se detuvo la caballería y Widmark miró a los indios de abajo. La cámara siguió su mirada lentamente; pasó en panorámica desde los soldados, y por las pendientes pedregosas y áridas, hasta llegar a los navajos; algunos habían llegado a la otra orilla, otros seguían avanzando por el río gris, y sus caballos saltaban arriba y abajo. Lo único que se oía era el relinchar de los caballos y el paso de los cuerpos por el río.
—¡Está bien! Ahora vamos a sacar a esa gente de ahí; tienen que secarse… Dadles café o algo…
«Me anduve con mucho cuidado», dice Stewart, «con cuidado de verdad en El hombre que mató a Liberty Valance. Además, no hacía más que meterse con Duke Wayne. Estábamos en las dos últimas semanas de rodaje y ni un murmullo. Luego, un día, estábamos rodando la escena del funeral… Allí estaba el ataúd, y Woody Strode estaba con su maquillaje de viejo», dice Stewart refiriéndose al actor negro que ha trabajado en varias películas de Ford. «Llevaba un mono y un sombrero. Se me acercó Ford, hizo un gesto señalándome a Woody. ‘¿Qué te parece el traje de Woody?’ Hice una pausa y luego le dije: ‘Bueno es un poco estilo tío Remus, ¿no?’ Y… bueno, pues… vaya… Desearía no haber dicho esas palabras y…» Stewart tiene la mano en la barbilla y con los dedos temblorosos hace gesto de que se está tragando las palabras hasta que tiene todos los dedos en la boca. «No hizo más que mirarme…, mirarme…, nada más que mirarme y me di cuenta…, comprendí… Y va y dice: ‘¿Qué tiene de malo el tío Remus?’ Hombre, nada, dije yo. Y va él y dice: ‘Este traje lo he ideado yo; esto es precisamente lo que quería’. Escuche, jefe, dije, y él dice: ‘Duke, Woody, todos vosotros, venid aquí’ Y viene todo el mundo. ‘Mirad a Woody’, dice, ‘Mirad cómo va vestido’, dice: ‘Se parece a tío Remus, ¿no?’ ‘Sí, jefe; sí, patrón; sí, señor’, dijeron todos como una partida de loros. Parece que uno de los actores, sigue, ‘que uno de los actores tiene algo que objetar. Parece que a uno de estos actores no le gusta tío Remus. ¡De hecho, no estoy seguro en absoluto de que le gusten los negros!’ Stewart menea la cabeza. «Después me dijo Wayne: ‘¿Creías que ibas a librarte hasta el final, ¿a que sí?’»

Un grupo de veinte o treinta cheyennes tenía que venir por un montículo de arena y cargar contra la caballería y la cámara. Ford atendió a los trajes de cada uno de los «especialistas» y dio instrucciones a Hayward, que debía encabezar el ataque. Estaban visitando el rodaje dos personas de la revista Life, un fotógrafo y un reportero.
Al cabo de una hora de preparativos, Ford se sentó junto a la cámara, cruzó las piernas y levantó el altavoz. La cámara estaba apuntada a la cima del montículo, donde todavía no se veía nada. Dijo:
—Vale. Rodamos.
—¡Velocidad! —dijo Garvin.
—¡Está bien, Chuck! —gritó Ford por el altavoz, y llegaron por la colina veinte jinetes, que galopaban, aullaban y disparaban sus fusiles; abajo, la caballería les devolvía el fuego. Los disparos reverberaban estruendosamente en el valle cuando los jinetes bajaron por la colina, levantando polvo y pasando atronadores junto a la cámara, tan cerca que le quitaron a Ford el altavoz de las manos. El no se movió. Un indio se había caído de su caballo y yacía a mitad de la falda. La cámara siguió a los indios en la distancia.
—¡Está bien!
Varias personas corrieron a ver si el navajo se había hecho daño, pero antes de que llegaran a él ya se había levantado y echado a andar con cuidado. Otro grupo se arracimó en torno a Ford, y un hombre que agarró el altavoz aplastado meneó la cabeza.
—Lo que es hoy sí que estamos a punto de marcharnos pronto a casa —dijo.
Otro técnico señalaba lo cerca que habían estado los cascos de los caballos de darle a Ford.
—No se atreverían —dijo su compañero.
El director se había levantado de la silla y vuelto hacia los actores:
—Mañana lo haremos con película —anunció—. ¡Esto de hoy era para la revista Life!
«Le dije al señor Ford que quería llevar el pelo suelto en El último combate», dice la señorita Baker. «Como las mujeres de las películas de Ingmar Bergman. Dice: ‘¿Ingrid Bergman?’ No, dije yo, Ingmar Bergman. ‘¿Quién es?’ Bergman, ya sabe, el gran director sueco. No dijo nada y consideré que más valía cambiar de tema. Pero cuando estaba a punto de salir, dice: ‘Ah, Ingmar Berman, te referías al tipo que dijo que yo era el mejor director del mundo’».

—Maldita sea, el caballo ése me dio de verdad —dijo Ford a la hora de comer, y se lenvantó la pernera del pantalón. Se volvió al periodista de Life—. En su artículo dice que me la rompió —la camarera que servía la comida en los exteriores le preguntó si quería otra taza de café—. ¡Estoy harto de contestar preguntas! —dijo en voz alta. La muchacha se quitó de en medio rápidamente—. ¡Pat! —llamó Ford. Ella se dio la vuelta—. Por favor, ¿podrás traerme otra taza de café? Ya que te has levantado… —ella se echó a reír y fue a buscársela. Ford se volvió a Carroll Baker—: ¿Quieres verme la pierna, Carroll? —volvió a levantarse la pernera—. Me dijeron que debería hacer que me la viera alguien —se volvió a Dolores del Río—: Dolores, ¿quieres tú verme la pierna?
Más tarde Ford estaba contando a los demás la historia del médico-brujo navajo:
—El primero era un tipo llamado Fat; el que tenemos ahora no es más que uno de sus discípulos. Yo le decía a Harry Goulding lo que quería, y siempre lo conseguía.
Nubes… Una noche le dije a Harry: «Dile que necesitamos nieve. Que necesitamos el valle cubierto por la nieve.» A la mañana siguiente salgo de mi habitación. Una capa fina de nieve en el valle —se acercó un navajo de cara arrugada y pelo hecho una trenza con un paño rojo—. Este es el nuevo médico-brujo. Yat-hey —le dijo al navajo.
—Yat’hey.
Ford levantó el brazo y señaló al cielo. Asintiendo con la cabeza.
—Nijone —dijo.
El hombre sonrió.
—Ah’sheh’eh.
Ford volvió a señalar y repitió:
—Ni jone —el navajo asintió y se fue—. En navajo no hay una palabra para las nubes aborregadas, de modo que es algo difícil. La primera vez que las hizo le salieron exactas —hizo una pausa—. ¡Pero le salieron donde no nos hacían falta!
«En los años cincuenta era yo el presidente de la Liga de Directores», dice Joseph L. Mankiewicz, «durante la era de McCarthy, y un sector de la Liga, encabezado por De Mille, trató de hacer obligatorio que todos los miembros firmaran un juramento de lealtad. Cuando empezó la historia yo estaba en Europa, pero en cuanto me lo comunicaron les dije que, como presidente, estaban completamente en contra de esas cosas. Bueno, pues muy pronto empezaron a salir noticias sobre mí en las columnas de chismorreo: ‘¿No es una pena lo de Joe Mankiewicz? No sabíamos que fuera un rojillo.’ Ya sabe que en aquella época una insinuación valía tanto como un dato probado. Empecé a darme cuenta de que me estaba jugando la carrera. Convocaron a una reunión de toda la Liga y vine en avión para estar presente. Asistieron todos los miembros. Fue algo terrible; el grupo de De Mille pronunció cuatro discursos, la cosa duró cuatro horas. Me preguntaba yo, y sabía que bastantes más se lo estaban preguntando, lo que opinaría John Ford. Era algo así como el Gran Padre Blanco de la Liga y podía influir sobre la gente. Pero estaba allí sentado sin decir nada, junto al pasillo, con su vieja gorra de béisbol y sus zapatillas. Luego, cuando De Mille dio su gran discurso, hubo un momento de silencio, y Ford levantó la mano. Teníamos un taquígrafo de los tribunales para que lo anotara todo, y todo el mundo tenía que identificarse para que quedara constancia. De modo que Ford se levantó: ‘Me llamo John Ford’, dijo. ‘Hago películas del Oeste’. Hizo un elogio de las películas de De Mille y de De Mille como director: ‘No creo que haya nadie en esta sala’, dijo, ‘que sepa mejor lo que quiere el público estadounidense que Cecil B. De Mille, y desde luego sabe darle lo que quiere.’ Luego miró directamente a De Mille, que estaba sentado frente a él. ‘Pero no me gustas, C. B.’, le dijo, ‘y no me gusta lo que has estado diciendo aquí hoy. Propongo que demos a Joe un voto de confianza y luego nos vayamos a casa a dormir un poco.’ Y eso fue lo que hicieron.»

Se acercó a caballo Pat Ford, con una pipa en la boca y el ala del sombrero bajada por delante y por detrás. Había habido rumores de que El último combate sería la despedida de su padre a las películas del Oeste.
—¡Qué diablos! Seguirá haciendo películas del Oeste dos años después de morirse —Pat le pegó a su caballo, que se puso en marcha; se sacó la pipa de la boca—. Quiere mucho a estos vaqueros, y a los indios, y al valle. Se marchó para reunirse con la caballería.