Elsa cruzó los brazos sobre el pecho para cerrar el suéter; una ráfaga fría alcanzó a rozar las arrugas del cuello. Buenas noches, dijo por tercera vez. Cualquier persona frente al zaguán habría escuchado. El silencio fue extraño, poco antes los golpes habían sido claros. Un eco de dolor avanzó hacia el brazo izquierdo y ella no quiso insistir. Cuando entró a la casa, la noche estaba en paz.
— ¿A qué te levantas?, ¡te va a hacer daño!
— ¿Quién era? —preguntó José, apoyándose, al mismo tiempo, en el viejo bastón y en la pared a la entrada de la recámara.
—Nadie. No era nadie. Ya, vamos a dormir.
— ¡Nadie!, ¿entonces quién estaba toque y toque?
—Pues no sé, alguien que ya se fue… a tocar más fuerte a otro lado. Ya, que no te importe, vámonos a acostar. Para empezar no te hubieras levantado. Si te sientes mal, ¿para qué te levantas?
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La respiración era lenta y pesada. Elsa volteó para ver el perfil de José suspendido en la oscuridad. Su memoria la llevó al recuerdo de alguna madrugada, la silueta de un volcán, macizo y lejano, sosteniendo en su contorno el cielo hondo. Otra imagen se ligó al pensamiento: José, cuarenta años antes, sin bastón, sin lentes, con el cabello tupido limpio de canas y la sonrisa elevada sobre el cuerpo erguido. Ella movió los labios buscando en el aire el beso de aquél tiempo. El dolor volvió. La respiración cayó en un ritmo de pausas más y más largas.
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Amanecía cuando bajaron a José de la ambulancia. En la sala de urgencias las personas esperaban hartas. Al llegar su turno, Elsa respondió con mucha tranquilidad al médico que preparó el ingreso.
Setenta y cinco. Jubilado. Sesenta y ocho. Ama de casa. Privada del Ciprés, número nueve, aquí a dos calles. No, no pudimos tener hijos. Pues vivimos de su pensión. Sí, se lo diagnosticaron hace diez años. Toma furosemida, aquí traigo la receta. Ayer en la tarde empezó a sentirse mal, pudo dormir un poco pero lo despertó el dolor. ¿Otro familiar?, no, pues estamos solos. Yo me puedo quedar, no hay problema. ¿Yo?, no, yo estoy bien.
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Los médicos pidieron para José la compañía de un familiar las veinticuatro horas. Con el paso de los días, las enfermeras de los tres turnos identificaron bien a Elsa. En cada ronda la encontraban igual: sentada a un lado de la cama, quieta, hablando con voz suave a José. Lo miraba con el pasmo que llena los ojos cuando se ve a quien se ha extrañado mucho. Ella hablaba para que él pensara en otro tiempo.
Una noche, el doctor de guardia quiso hablar a solas con Elsa.
—No le voy a mentir, señora, su esposo está grave. No logramos mejorías. En algún momento, el señor José puede necesitar asistencia mecánica para respirar, ¿autoriza que hagamos los procedimientos para darle ese apoyo? Y si también se diera el caso, ¿quisiera que le practicáramos reanimación cardíaca?
—No, gracias, eso no será necesario —dijo Elsa. Respondió tranquila. Fue junto a José con una sonrisa de alivio.
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La sorpresa de la enfermera no fue por José. Después de llamar a los doctores, preguntó a sus compañeras si habían visto a la familiar de la cama treinta y tres. Mientras la buscaban, a todas les fue difícil recordarla con claridad. La nombraron en el altavoz. Horas más tarde, un trabajador social preguntó por el domicilio donde daría el aviso.
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Algunos vecinos dijeron no haber visto a Elsa en muchos días. Fue necesario forzar las puertas. El foco de la entrada seguía prendido.
Las personas que entraron a la casa la sintieron tibia. Llamaron sin tener respuesta. Los ruidos de la calle y el goteo de la regadera interrumpían el silencio. El aroma cotidiano de Elsa y José persistía en el aire. En las fotos colgadas, ellos sonreían sin fin. A cada esquina se presentía el tono de palabras antes dichas. Avanzaron a la recámara. Cajas de medicina llenaban una repisa. En su sitio exacto, las cosas esperaban, pacientes, a los delicados movimientos que les habían dado existencia.
Un vecino se acercó para ver si los ojos de Elsa estaban cerrados. Encontró un último gesto de descanso, cincelado desde adentro por los huesos. La piel estaba limpia del polvo que en tres semanas había formado un delgado manto sobre todo lo quieto en la casa.
Ilustración: Fume Koike