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UN VIAJE SALVAJE AL CORAZÓN DEL SUEÑO NORTEAMERICANO

El libro empezó como un epígrafe de 250 palabras para Sports Illustrated. Yo estaba en Los Angeles, trabajando en una investigación muy enervante y muy deprimente sobre el asesinato pretendidamente accidental de un periodista llamado Rubén Salazar a cargo del Departamento del alguacil del Condado de Los Angeles: y al cabo de una semana o así, aquella historia me convirtió en una pelota de nervios y de paranoia insomne (pensaba que el siguiente podía ser yo)… y necesitaba alguna excusa para abandonar el furioso torbellino de aquel reportaje e intentar sacar algo en limpio de él sin tener gente alrededor que me amenazase continuamente con una cuchillada.

Mi principal contacto con el asunto era el infame abogado chicano Oscar Acosta: un viejo amigo, que estaba sometido por entonces a una presión terrible por parte de sus electores supermilitantes, por el mero hecho de hablar con un periodista gringo/gabacho. La presión era tal, que me resultaba francamente imposible hablar a solas con Oscar. Nos rodeaba siempre una multitud de broncos luchadores callejeros a quienes no les importaba que yo supiera que no necesitaban excusas para hacerme picadillo de hamburguesa.
Así no se podía trabajar en un artículo tan explosivo y tan complejo, y una tarde cogí a Oscar en mi coche alquilado y me lo llevé al Hotel Beverly Hílls (lejos de sus guardaespaldas, etc.) y le dije que tanta presión estaba poniéndome un poco nervioso; era como estar siempre en escena, o, quizás, en medio de un motín carcelario. El estaba de acuerdo pero, debido a su posición de «dirigente de los militantes», no podía mostrarse claramente amistoso con un gabacho.
Yo entendía esto… y, justo por entonces, recordé que otro viejo amigo, que trabajaba para Sports Illustrated, me había preguntado si me apetecía ir a Las Vegas el fin de semana, con todo a su cargo, y escribir algo sobre una carrera de motos. Parecía una buena excusa para salir unos días de Los Angeles, y, si llevaba conmigo a Oscar, tendríamos tiempo también para hablar y desenredar las diabólicas realidades de la historia del asesinato de Salazar.
Así que llamé a Sports Illustrated (desde el patio del Polo Lounge) y dije que estaba dispuesto a hacer «lo de Las Vegas». Dijeron que de acuerdo… y a partir de aquí no tiene sentido enumerar los detalles, porque están todos en el libro.
Más o menos… y esta matización es la esencia de lo que, sin ninguna razón determinada, he decidido llamar Periodismo Gonzo. Es un estilo de «información» basado en la idea de William Faulkner de que la mejor ficción es mucho más verdad que cualquier tipo de periodismo… cosa que saben de siempre los buenos periodistas.

Lo que no quiere decir que la ficción sea necesariamente «más verdad» que el periodismo —o viceversa— sino que tanto «ficción» como «periodismo» son categorías artificiales; y que ambas formas, en el mejor de los casos, son sólo dos medios distintos de lograr el mismo propósito. Esto está poniéndose muy pesado… así que volveré atrás y explicaré, a este respecto, que Miedo y asco en Las Vegas es un experimento fallido de Periodismo Gonzo. Mi idea fue comprar un cuaderno gordo y registrarlo todo, tal y como pasaba, y luego mandar el cuaderno para que lo publicaran: sin correcciones. Me parecía que la vista y el pensamiento del periodista funcionarían así como una cámara fotográfica. El texto sería selectivo y necesariamente interpretativo… pero una vez plasmada la imagen, las palabras serían definitivas; lo mismo que una foto de Cartier-Bresson es siempre (según él) el negativo íntegro. Sin alteraciones en el cuarto de revelado, sin cortes ni podas ni tachas… sin correcciones.

Pero es difícil hacer esto, y al final me encontré con que estaba imponiendo una estructura básicamente literaria a lo que empezó como un reportaje de periodismo normal/enloquecido. El verdadero Periodismo Gonzo exige el talento de un gran periodista, el ojo de un fotógrafo/artista y el valor suficiente para participar en la acción. Porque el escritor debe participar en los hechos, mientras los describe, o grabar al menos, o, como mínimo, tomar notas. O las tres cosas. La analogía más próxima al ideal probablemente sea el productor/director de cine que se escribe sus guiones, hace el trabajo de cámara y se las arregla como sea para filmarse en acción, como protagonista o, al menos, como uno de los personajes principales.
Los medios de información impresos de Norteamérica, todavía no están preparados para una cosa así. La única revista norteamericana donde yo podía conseguir que me publicasen lo de Las Vegas fuera probablemente Rolling Stone. Mandé 2.500 palabras a Sports Illustrated (en vez de las 250 que me pidieron) y rechazaron agresivamente el manuscrito. Se negaron incluso a pagar mi pequeña nota de gastos…
Pero al diablo todo eso. Creo que estoy desviándome de la cuestión: Miedo y asco en Las Vegas no es lo que yo creí que sería. Empecé escribiéndolo durante una semana de duras noches a la máquina en la habitación de un hostal, el Ramada Inn (en un sitio que se llama Arcadia, en California) más allá de Pasadena, justo frente al hipódromo de Santa Anita. Estuve allí la primera semana del Campeonato de Primavera; todas las habitaciones que me rodeaban estaban atestadas de gente increíble.

Fanáticos de las carreras, preparadores de caballos, propietarios de ranchos, jinetes, sus mujeres… Estaba perdido en aquel enjambre, me pasaba casi todo el día durmiendo y la noche entera escribiendo el artículo de Salazar. Pero todas las noches, hacia el amanecer, dejaba el trabajo de Salazar y me pasaba una hora o así, para refrescar, dejando libre la cabeza y dejando libres los dedos sobre la gran máquina eléctrica negra… tomando notas sobre el extraño viaje a Las Vegas. La cosa funcionó muy bien, en lo del artículo sobre Salazar: una buena cuantía de datos duros y directos sobre quién mentía y quién no y además, Oscar al fin se había tranquilizado lo suficiente para hablar con claridad. Si vas por el desierto a 160 en un gran descapotable rojo con la capota bajada, no hay mucho peligro de micrófonos ocultos o de espías.
Pero nos quedamos en Las Vegas un poco más de lo que teníamos pensado. O al menos yo. Oscar tenía que volver para comparecer ante el juzgado el lunes a las nueve. Así que cogió un avión y yo me quedé allí solo… solo con la inmensa factura del hotel que sabía que no podía pagar, y la traidora realidad de la situación me hizo pasar unas 36 horas seguidas en mi habitación del Hotel Mint… escribiendo febrilmente en un cuaderno sobre una situación desagradable de la que creía que no podría salir.
Esas notas fueron la génesis de Miedo y asco. Después de mi fuga de Nevada y de la tensa semana de trabajo que siguió (en la que pasé todas las tardes en las sombrías calles de Los Angeles Este y las noches a la máquina en aquel escondite de Ramada Inn), mis únicos momentos despreocupados y humanos llegaban hacia el amanecer, cuando podía relajarme y jugar un poco con esta historia enloquecida de elaboración lenta de Las Vegas.

Cuando volví a San Francisco, al cuartel general de Rolling Stone, el reportaje de Salazar andaba por las 19.000 palabras, y la extraña «fantasía» de Las Vegas avanzaba a su propio ritmo y andaba por las 5.000: sin final a la vista y sin un verdadero motivo para seguir con ella, salvo el puro placer de desahogarme escribiendo. Era una especie de ejercicio (como Bolero) y podría haber quedado en eso si a Jann Wenner, el director de Rolling Stone, no le hubiesen gustado lo suficiente las primeras 20 páginas apresuradas, más o menos, como para tomárselo en serio, a su manera, y programar su publicación: lo cual me dio el empujón que necesitaba para seguir trabajando en el asunto.
Así, ahora, seis meses después, el condenado libro está terminado. Y me gusta, pese a que no conseguí hacer lo que intentaba. Como auténtico Periodismo Gonzo, no sirve en absoluto… y aunque sirviera, posiblemente yo no lo admitiría. Sólo un loco rematado podría escribir una cosa así y luego pretender que sea cierta. La semana en que apareció la primera parte de Miedo y asco en Las Vegas en Rolling Stone me encontraba solicitando credenciales de prensa para la Casa Blanca: un pase de plástico que me daría acceso a la Casa Blanca, además de acceso, por lo menos teórico, a la gran Oficina Oval por donde pasea Nixon sobre las gruesas y elegantes alfombras de los contribuyentes, pensando en el resultado de los partidos del domingo. (Nixon es un aficionado serio y apasionado al fútbol americano. En este aspecto, él y yo somos viejos camaradas: una vez pasamos una larga noche juntos en la autopista que va desde Boston a Manchester, analizando los pros y los contras estratégicos del partido de la superliga de Oakland-Green Bay. Fue la única vez que vi relajarse a Nixon y reír y palmearse las rodillas mientras recordaba una célebre jugada de Max McGee. Yo estaba impresionado. Era como hablar con Owsley del ácido).
El problema de Nixon es que es un auténtico yonqui de la política. Está absolutamente enganchado… y, como cualquier otro yonqui, es una lata tenerle al lado, sobre todo como presidente.
Pero basta de este asunto… tengo todo el año 1972 para tratar de Nixon, así que por qué meterle aquí…
En fin, lo que quiero destacar respecto a Miedo y asco en Las Vegas es que aunque no sea lo que yo pretendía que fuese, es, pese a todo, tan complejo en su fracaso que creo que puedo arriesgarme a defenderlo como una primera y torpe tentativa en una dirección con la que eso que Tom Wolfe llama «Nuevo Periodismo» lleva coqueteando casi una década.

El problema de Wolfe es que está demasiado enconchado para participar en sus historias. La gente con la que él se siente cómodo es tan sosa como mierda seca, y la gente que parece fascinarle como escritor es tan rara que le pone nervioso. Lo único nuevo e insólito del periodismo de Wolfe es que es un periodista excepcionalmente bueno; tiene una admirable capacidad de evocación y sabe captar, periféricamente al menos, eso a lo que John Keats se refería cuando dijo lo que dijo sobre la Verdad y la Belleza. Wolfe sólo parece «nuevo» porque William Raldolph Hearst dobló el espinazo del periodismo norteamericano, espectacularmente, en el preciso momento en que empezaba. Lo único que hizo Tom Wolfe (al no conseguir triunfar en el Washington Post ni que le contratara siquiera el National Observer) fue comprender que no merecía mucho la pena jugar el juego del viejo Colliers, y que la única posibilidad de triunfar en el «periodismo» era conseguirlo en sus propios términos personales: siendo bueno en el sentido clásico (más que en el contemporáneo) y siendo el tipo de periodista que los medios de información impresos norteamericanos honran principalmente en la brecha. O, a falta de esto, en el funeral. Como Stephen Grane, que no conseguiría trabajo ni como recadero en el New York Times de hoy. La única diferencia entre trabajar para el Times y para la revista Time es la que hay entre ser un defensa americano de pura cepa en Yale, y serlo en la universidad de Ohio.

Y de nuevo, sí, parece que divagamos… Así que quizás deba rematar esto.
Lo único importante que puede añadirse en este momento sobre Miedo y asco es que fue divertido escribirlo, lo cual es raro, al menos para mí, pues escribir siempre me ha parecido el tipo más odioso de trabajo. Sospecho que es un poco como joder, que sólo divierte a los no profesionales. Las putas viejas no se divierten gran cosa, según creo.
Nada es divertido cuando tienes que hacerlo (una y otra vez y otra y otra) porque, si no, te expulsan; y eso envejece. Así que resulta un viaje sumamente raro, para un escritor encerrado que paga el alquiler, verse metido en una juerga así, incluso retrospectivamente considerado, pues fue un vagabundeo-gran-mundo-superdiabólico del principio al fin… y luego resulta verdaderamente insólito el que de veras te paguen por escribir semejante locura. Es como si te pagasen por atizarle una buena patada en los huevos a Spiro Agnew.
Así que quizás haya esperanza. O quizás me vuelva loco. No son cosas de las que uno pueda estar muy seguro, de todos modos… entretanto, he aquí este experimento fallido de Periodismo Gonzo, cuya exacta veracidad no se determinará nunca. Esto es indudable. Miedo y asco en Las Vegas tendrá que ser calificado como un experimento loco, como una idea excelente que enloqueció de pronto… víctima de su propia esquizofrenia conceptual, cazada y finalmente paralizada en ese vano limbo académico que hay entre «periodismo» y «ficción». Y luego izada en su propio petardo de delitos múltiples y de irregularidades e ilegalidades directas suficientes como para encerrar a quien admitiese una conducta repugnante de tal género en la prisión estatal de Nevada hasta 1984.

Y, en fin, quiero, por último dar las gracias a cuantos me ayudaron a componer este feliz trabajo de ficción. No hace falta dar nombres. Ellos saben bien quiénes son… y, en esta loca era de Nixon, ese conocimiento y esa risa privada probablemente sea lo mejor que cabe esperar. La diferencia entre el martirio y la estupidez estriba en una tensión de un cierto tipo en el cuerpo político… pero esa línea de separación desapareció, en Estados Unidos, en el juicio de los «7/8 de Chicago», y no tiene ningún sentido que nos engañemos ahora respecto a Quién Tiene el Poder.
En un país donde mandan los cerdos, todos los cerdos suben rápido… y los demás vamos jodidos, si no somos capaces de coordinar nuestras acciones: no necesariamente para Ganar, sino más que nada para no Perder del todo. Nos lo debemos a nosotros mismos, y a esa tullida imagen que tenemos de nosotros como algo mejor que una nación de ovejas aterradas… pero, sobre todo, se lo debemos a nuestros hijos, que tendrán que vivir con nuestra derrota y todas sus consecuencias a largo plazo. No quiero que mi hijo me pregunte, en 1984, por qué sus amigos me llaman «Buen Alemán». Y esto nos lleva a una última cuestión sobre Miedo y asco en Las Vegas. Yo le he llamado, no demasiado sarcásticamente, «vil epitafio a la Cultura de la Droga de los años sesenta»; y creo que lo es. Toda esta saga tortuosa es una especie de Tentativa Atávica, un viaje-sueño al pasado (sin embargo reciente) que sólo a medias saltó bien. Creo que ambos sabíamos, en todo momento, que corríamos un gran riesgo al hacer un viaje años-sesenta a Las Vegas en 1971… y que ninguno de los dos volvería a hacerlo nunca.

Así que extremamos las cosas al máximo y sobrevivimos… lo cual significa algo, imagino, aunque no mucho más que una buena aventura… y ahora, tras vivirla, escribirla y hacer un saludo a esa década que empezó tan arriba para tornarse luego tan brutalmente amarga, no veo que quede otra elección que ajustar bien las tuercas y lanzarse a hacer lo que hay que hacer. O eso, o no hacer nada en absoluto: recaer en lo del Buen Alemán, en el síndrome de la Oveja Aterrada, y yo, la verdad, no estoy dispuesto a ello. Al menos, por ahora.
Porque fue agradable divertirse y hacer locuras con una buena tarjeta de crédito, en una época en que era posible pirarse del todo en Las Vegas y que te pagasen luego por escribirlo todo en un libro… y pienso que yo quizás lo consiguiera, quizás lo conseguí, sí, bajo la presión del telégrafo y del plazo de entrega. Nadie se atreverá a admitir una conducta así en letra impresa si Nixon vuelve a ganar en el 72.
Esta vez, el Cerdo se dispone a hacer un ensayo serio. Cuatro años más de Nixon significan cuatro años más de John Mitchell… y otros cuatro años más de Mitchell significan otra década o más de fascismo burocrático que en 1976 estará ya tan atrincherado, que nadie se sentirá con ánimo para combatirlo. Para entonces, nos sentiremos demasiado viejos, demasiado cascados, y para entonces hasta el mito de la carretera habrá muerto… aunque no sea más que por falta de ejercicio. Ya no habrá anarquistas sorbedroga de ojos estrábicos conduciendo descapotables rojos fuego-manzana por el país si Nixon vuelve a ganar en el 72.

Ni siquiera habrá descapotables, y menos aún droga. Y encerrarán a todos los anarquistas en pocilgas de rehabilitación. El grupo de presión hotelero internacional obligará al Congreso a aprobar una ley por la que se imponga pena de muerte obligada a todo el que no pague la factura en un hotel… y la muerte será con castración y flagelación si tal hecho ocurre en Las Vegas. La única droga legal será la acupuntura china supervisada, en hospitales del gobierno y al precio de 200 dólares diarios… con Martha Mitchell como ministro de salud, educación y bienestar, instalada en un lujoso ático del Hospital Militar de Walter Reed.

Eso es lo que se puede decir, en fin, de la Carretera… y las últimas posibilidades de pirarse demencialmente en Las Vegas y vivir para contarlo. Pero quizás en el fondo no lo echemos de menos. Quizás, después de todo, el mejor camino en realidad sea el de la Ley y el Orden.
Sí… quizás así sea, y si así sucede… bueno, yo al menos sabré que estuve allí, hundido hasta el cuello en la locura, antes de que la cosa se acabara, y que llegué a sentirme tan alto y tan volado como debe sentirse una raya manta de dos toneladas cruzando a toda marcha la Bahía de Bengala.
Fue un buen viaje, y lo recomiendo encarecidamente… al menos a aquellos que puedan soportarlo. Y a aquellos que no pueden, o no quieren, no hay mucho más que decirles. No en este momento, y desde luego no puedo decirlo yo, ni tampoco Raoul Duke. Miedo y asco en Las Vegas señala el fin de una era… y ahora en esta fantástica mañana del verano indio, aquí, en las Montañas Rocosas quiero dejar esta ruidosa máquina negra y sentarme desnudo en el porche de mi casa un rato, a tomar el sol.