lowry

Me encanta leer historias situadas en lugares que conozco bien; es una manera mucho más íntima de relacionarme con los personajes y la trama.

Esto fue lo primero que me encantó de Bajo el volcán: crecí en Cuernavaca, he recorrido las mismas calles, reconozco las barrancas y cerros de Lowry, las descripciones de la vegetación y el clima son exactamente como mis recuerdos. Empezar a leer fue transportarme a un pasado que he visto en fotografías muchas veces, fue realizar un ejercicio mental de empalme entre sus descripciones, las imágenes de los años 30 y la ciudad actualmente. No todo coincide, por supuesto, pero es una manera de leer y vivir que tiene poca relación con la experiencia de otras novelas.

Las casas, los jardines, la sensación casi contradictoria de exuberancia y abandono, que también se aplica a los personajes de la novela, corresponden con la gente que habita el estado de Morelos – antes de que me critiquen por la generalización, aclaro que esto no aplica para el total de la población ni del territorio, pero si se han dado una vuelta por los pueblos morelenses no les costará trabajo entenderlo.

Malcolm Lowry se adentra en la experiencia humana de una forma extraordinaria. Retrata fielmente el hilo de pensamiento quebrado, resquebrajado por la emoción y por el alcohol. Éste es un punto central de la trama, en apariencia, aunque es más bien el pivote que nos permite entrar en la mente del Cónsul, conocer sus sentimientos, su desapego, su impotencia frente a una vida que se desenvuelve sin su participación, casi a su pesar.

Es esta claridad de Lowry sobre la condición humana la que le permite crear personajes complejos, contradictorios, reales. Al menos en lo que concierne a los tres principales. Quizá su experiencia con la población local fue igual de lejana que la del Cónsul: no es fácil acercarse a los morelenses, sean o no indígenas. Tampoco es que las relaciones entre locales y los extranjeros acomodados que llegaban a la ciudad se desarrollaran en pie de igualdad o cercanía, y el autor lo retrata desde la primera escena en el Casino de la Selva. En fin, que la novela es igual de complicada que la vida.

Bajo el volcán es una de esas novelas que deja claro porqué son clásicas: perduran porque su esencia no depende del momento o del año en que se lean. Sus lecciones no tienen edad. Y aunque en este caso nos quedemos pensando cuál es la enseñanza de Lowry, qué es lo que nos quiso decir, ése es justamente el punto: la futilidad de la vida, la importancia de las conexiones humanas y la impotencia frente a las oportunidades perdidas no son mensajes que se pierdan en el tiempo. Siguen tan vigentes hoy como hace casi un siglo.

Leer a Lowry es un regalo maravilloso. Más aún para quien, como yo, se embarca en una carrera de vida (en este caso, la misma del Cónsul) y busca guías para el camino. Comentando el libro con alguien, me dijeron “Ese cónsul tal vez no sea tu mejor ejemplo”, y eso en sí es otro regalo del autor. Supo crear un personaje entrañable, humano y real que no necesariamente sea un modelo a seguir, pero al cual comprendemos y hasta acabamos queriendo, así, en toda su humanidad.