Francis Crick, ganador del Premio Nobel junto con James Watson y Maurice Wilkins por descubrir la estructura de la molécula del ADN, publicó en 1994 un libro de título enigmático: La búsqueda científica del alma. Una hipótesis impresionante. Esta hipótesis, en palabras de Crick, es la siguiente: Tú, tus alegrías y tus penas, tus recuerdos y ambiciones, tu sentido de la identidad personal y del libre albedrío, no son en realidad otra cosa que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y sus moléculas asociadas.
Es posible que el lector medio, intimidado por las credenciales científicas de Crick, se deje impresionar por tal declaración y asuma su ambiciosa frase sin mayor dificultad. Al fin y al cabo, Crick descubrió el ADN, y si las proteínas que encierra la escalera en espiral de la molécula de ADN son responsables de la vida, no resulta tan descabellado plantearse que otras moléculas puedan dar origen a la «identidad personal» y al «libre albedrío» y sean, de hecho, las bases del «tú» y el «yo». Aunque, para quien conozca la historia de la ciencia, la hipótesis de Crick no resulta en absoluto impresionante. Porque en los últimos cuatrocientos años la ciencia ha intentado explicarlo todo –nosotros mismos incluidos– refiriéndose a los átomos o a las moléculas y a las leyes que éstos cumplen, y la «hipótesis impresionante» de Crick sólo es una parte de un prolongado intento de extirpar de nuestra visión del mundo todo cuanto sea «meramente subjetivo». Pero, para otros lectores, lo impresionante de la hipótesis de Crick es que éste esperase que alguien la creyera. A este grupo, le habría parecido más apropiado el título «Una hipótesis increíble». Su reacción inmediata a la hipótesis de Crick podría ser, como en mi caso, sentir instintivamente que, pese a su incuestionable conocimiento sobre biología molecular, a la hora de explicar el tú y el yo, Crick no está más cualificado que cualquier otra persona.
¿Que mis alegrías y mis penas, mis recuerdos y ambiciones, mi sentido de la identidad y mi sensación de libre albedrío no son sino productos de las células nerviosas y las moléculas? Algo me dice que no puedo admitirlo. Y si esto fuese verdad, ¿no serían entonces las propias ideas de Crick al respecto nada más que el comportamiento de sus células nerviosas y moléculas? De ser esto cierto, ¿por qué yo o cualquiera íbamos a prestarles especial atención? Al fin y al cabo, las células nerviosas son células nerviosas y las moléculas son moléculas, ¿no es así? Sin embargo, como sabe quien esté familiarizado con el tema, «explicar la consciencia» es una de las cuestiones más candentes de los programas filosóficos y científicos de hoy, un giro sorprendente si observamos la historia de la psicología académica del último siglo. Durante años, la idea de hablar «científicamente» de la consciencia era algo insólito: para la mayoría de los científicos, la consciencia era, en el mejor de los casos, un epifenómeno, como el vapor que emana del agua hirviendo. Pero en la actuali – dad todo eso ha cambiado.
Según cierto biólogo y neurocientífico, los noventa fueron la década del cerebro, y la primera década del siglo XXI sería la de la consciencia. ientos de publicaciones y páginas web dedicadas a algún aspecto de los «estudios sobre el cerebro» presentan multitud de artículos de investigación anualmente. Si introduzco la palabra clave «consciencia» en el catálogo informatizado de la Biblioteca Británica de Londres, donde estoy ahora mismo escribiendo, obtengo una lista de más de un millar de títulos, muchos de ellos publicados en los últimos cinco años. Hay libros que afirman que la consciencia puede ser descrita como una especie de computadora; otros sostienen que las propias computadoras pronto serán conscientes; y algunos más, como The Society of Mind [La sociedad de la mente], de Marvin Minsky, afirman incluso que ya lo son.
Algunos neurocientíficos sostienen que el libre albedrío se ubica en una zona determinada del cerebro (para Crick, se encuentra en un pliegue profundo de la corteza cerebral llamado surco cingulado anterior). Algunos, como Gerald Edelman, ganador también del Premio Nobel, niegan que la consciencia o el cerebro se parezcan a un ordenador, afirmando que más bien serían una especie de jungla cerebral donde distintos «conjuntos neuronales» compiten a la manera darwiniana y los supervivientes son seleccionados como miembros de unas «redes neuronales» entre cuyas funciones se cuenta la consciencia. Otros, como Roger Penrose, están de acuerdo en que el cerebro no es una computadora, y plantean que ningún ordenador puede llegar a ser consciente, subrayando que la consciencia está hondamente relacionada tanto con la mecánica cuántica como con los vericuetos del teorema de Gödel.
Existe incluso, como en la obra de un influyente filósofo de la mente, el deseo de «eliminar» totalmente la consciencia: un proyecto que se remonta a los años veinte y al behaviorismo del psicólogo J. B. Watson. Éste aseguraba no haber visto jamás prueba alguna de la consciencia, lo que le llevaba a concluir que no existía (al menos en un sentido científico). Esta idea tan difícil de asimilar es la tesis central de La consciencia explicada (1992), del filósofo Daniel Dennett, tal vez el libro más influyente, y sin duda el más extraño, del género «reducción de la consciencia»: quinientas densas páginas dedicadas a la curiosa tesis de que la consciencia no existe realmente. Lo que sí existe para Dennett son unos robots zombis –nosotros– que sólo creen que son conscientes y que tienen experiencias subjetivas… Pero, entonces, ¿a quién pretende explicarle la consciencia si sus lectores, al igual que él mismo, no son realmente conscientes? Por qué Dennett quiere eliminar la consciencia no queda del todo claro. Quizá comparta la sensibilidad de Nicholas Humphrey, otro pensador empeñado en ahuyentar el fantasma de la consciencia (Soul Searching [La búsqueda del alma], 1995). Humphrey, ansioso por deshacerse de cuanto evoque lo «sobrenatural», señaló una vez: «La experiencia subjetiva inexplicada me causa irritación».
Aun siendo comprensivos con el celo científico, semejante declaración resulta algo inquietante. Curiosidad, de acuerdo, y asombro también. Y turbación e incluso una enfermiza obsesión por «saber cómo funciona». Pero ¿irritación? El placer que siento escuchando un cuarteto de cuerda de Beethoven (que llega a mi corazón como un delicioso misterio) ¿molesta a Nicholas Humphrey? ¿Por qué la experiencia subjetiva ha de irritar a nadie? Está claro que semejante actitud no le serviría de gran cosa al amor si tuviese que explicar las emociones de la persona que lo profesa. ¿Por qué esta preocupante fijación por explicar nuestro mundo interior, que en última instancia significa reducirlo a algo manejable y controlable, en suma, a tener poder sobre él? John Searle, autor crítico con Dennett y uno de los principales pensadores académicos sobre este tema, señala en El misterio de la conciencia: «Sospecho que las futuras generaciones se preguntarán por qué en el siglo XX nos costó tanto ver el lugar central que ocupa la consciencia en la comprensión de nuestra propia existencia como seres humanos».
No obstante, cualquier lector de las variadas tradiciones de la sabiduría oriental y occidental, o de la vasta literatura sobre la consciencia surgida de las distintas «escuelas alternativas» que aparecieron a partir de los años sesenta, se preguntará por qué cree Searle que hasta ahora no hemos descubierto «el lugar central que ocupa la consciencia». Las ideas sobre la consciencia y los «estados alterados» constituyen una corriente clandestina del pensamiento occidental desde mucho antes del siglo XIX. La consciencia sólo es un problema nuevo para intelectuales académicos como Searle, y puede que de hecho sólo constituya un «problema» para pensadores como él. Aunque Searle considere un error la idea de eliminar los estados mentales, no duda en lanzar afirmaciones radicales que parecen reducir la talla de la consciencia: «Debemos […] partir», nos cuenta, «del supuesto de que la consciencia es un fenómeno biológico ordinario comparable al crecimiento, la digestión o la secreción de bilis», quivalencia que ya había propuesto el fisiólogo francés del siglo XVIII Pierre Cabanis.
Searle ha equiparado también la consciencia al proceso de fotosíntesis, analogía que comparte con Daniel Dennett. Y, en la que tal vez sea su única coincidencia con Dennett, cree además que nuestra explicación de la fotosíntesis carece de cualquier sensación de misterio y que ésta pronto habrá desaparecido también en lo relativo a la consciencia.
En el último capítulo de El misterio de la conciencia –«Cómo transformar el misterio de la conciencia en el problema de la conciencia»– queda patente hasta qué punto cree Searle que estamos a punto de conseguir la desmitificación de la consciencia. A lo largo del libro, reitera afirmaciones tales como: «Que el cerebro causa la consciencia es un hecho evidente de la naturaleza»; «El problema de la consciencia es el problema de explicar el modo exacto en que procesos neurobiológicos del cerebro causan nuestros estados subjetivos de consciencia»; «Sabemos muy bien que los procesos cerebrales causan la consciencia».
En efecto, tal como observa David Chalmers, de la Universidad de Arizona, uno de los pocos filósofos de la mente que no pretende «explicar» la consciencia –y a quien Searle trata con particular hostilidad–, Searle repite, como si de un mantra se tratase, la máxima: «El cerebro causa la consciencia». Pero la pregunta de qué cantidad de cerebro se precisa exactamente para que haya consciencia permanece sin respuesta.
En After Life: in Search of Cosmic Consciousness [Después de la vida: en busca de la consciencia cósmica], una visión crítica de la experiencia cercana a la muerte, el científico David Darling escribe sobre ciertos casos, ya olvidados en buena medida pero sin duda excepcionales, de hidrocefalia, término que significa «agua en el cerebro». Sin embargo, en los casos que recoge, las personas afectadas no tenían agua en el cerebro, sino que aparentemente tenían agua en lugar de cerebro. Sin embargo, actuaban como seres humanos perfectamente normales e inteligentes. Darling menciona a dos niños nacidos en los años sesenta que «tenían fluido donde debería haber estado su cerebro […]. Aunque ninguno de los pequeños parecía tener corteza cerebral, ambos mostraban un desarrollo mental perfectamente normal».
En otro caso, un hombre con un cociente intelectual de 126, licenciado con matrícula de honor en matemáticas por la Universidad de Sheffield y, según todos los indicios, brillante y completamente corriente, carecía de un cerebro detectable. Unas gemelas con hidrocefalia aguda disfrutaban de un cociente intelectual superior a la media. En cierto caso, tras realizarle una autopsia a un joven repentinamente fallecido, se le encontró «tan sólo una mísera cáscara de tejido cerebral». Cuando el juez de instrucción expresó sus condolencias a los padres con el comentario de que al fin aquel hijo gravemente retrasado había hallado la paz, ellos, estupefactos, le hicieron saber que su brillante hijo estaba aún ocupando su puesto de trabajo pocos días atrás.El artículo que detallaba estos casos fue objeto de cierta atención en su momento, aunque posteriormente cayó en el olvido, pues sus conclusiones contradecían en exceso la ortodoxia científica en vigor. Y, sin embargo, estos ejemplos sugieren como mínimo que el mantra «El cerebro causa la consciencia» quizá no sea tan irrefutable como creen sus partidarios, y que, expresándolo grosso modo, no habría que descartar del todo la posibilidad de que la consciencia exista sin el cerebro.
Pese a todo, Searle es categórico y cree que nuestra sensación de misterio en lo tocante a la consciencia es un «verdadero obstáculo» para responder a la «pregunta causal» sobre ella, y que esa sensación de misterio se disipará en cuanto dispongamos de una explicación relativamente plausible acerca de cómo causa el cerebro la consciencia. Este obstáculo es conocido como «el problema difícil». ¿Cómo se convierten las descargas neuronales en experiencia subjetiva? ¿Cómo se convierten las moléculas físicas de Crick en «cosas» curiosamente significativas, aunque intangibles, como el perfume de una rosa, el canto de un ruiseñor o el tacto de un amante? En realidad nadie lo sabe, y mientras se mantenga un mínimo halo de misterio en torno a nuestra experiencia subjetiva, siempre existirán individuos como yo, que consideren que todo el proyecto científico de explicar la consciencia está mal encaminado. Para nosotros, explicar la consciencia sería lo mismo que «explicar» una cantata de Bach o los girasoles de Van Gogh. ¿Quién querría hacer tal cosa? Y en todo caso, ¿cómo podría hacerse y de qué serviría semejante explicación?
No todos los exploradores contemporáneos de la consciencia comparten esta visión de una consciencia desmitificada. Muchos de ellos no creen que la ciencia pueda llegar a resolver nunca el «problema difícil». Los pensadores convencidos de ello han sido bautizados como «misterianos» por compañeros más optimistas. David Chalmers, por ejemplo, insiste en que, por más que aprendamos sobre el cerebro, siempre habrá una «brecha explicativa» entre los distintos procesos físicos y nuestra experiencia subjetiva. Las teorías puramente fisicalistas, sostiene, no pueden salvar esa brecha, y su enfoque remite en muchos aspectos a antiguas ideas del pampsiquismo, la noción –compartida por pensadores premodernos y por algunos filósofos del siglo XX, como Henri Bergson y Alfred North Whikehead– de que, en cierto modo, todo participa de la consciencia. Tal visión acaba con el temido dualismo cuerpo-mente al sostener que la consciencia no es simplemente una propiedad del cerebro, sino que de alguna forma existe a través de toda la creación. A la mayoría de los científicos y filósofos les repele esta idea, aunque no es más que la otra cara de la moneda de visiones como la de Dennett, que prescinden enteramente de la consciencia.
Por extraño que parezca, les desagrada más pensar que todo es consciente que pensar que nada lo es. Lo que realmente molesta a los «explicadores» es que en el fondo uno nunca pueda «saber», con el tipo de certeza con que se conoce un hecho físico, que cualquiera aparte de uno mismo sea realmente consciente.
No podemos ver, tocar, oír, oler, saborear ni notar la consciencia de otro –ni siquiera la nuestra–. Cabe imaginar un androide diseñado para parecer consciente a todos los efectos pero sin tener en absoluto ninguna experiencia subjetiva. No habría forma de saber sólo mediante los sentidos si ese androide sería consciente. Todos sus actos podrían programarse de tal manera que pareciera ser exactamente igual que yo: un individuo con algún tipo de experiencia subjetiva –al menos metafóricamente– dentro de su cabeza. Pero sin tenerla en realidad. Plantearle tal posibilidad a una mente impresionable podría desembocar fácilmente en un caso serio de paranoia. Sin embargo, algunos científicos llegan a rozar esa línea.
A mi entender, esto habla más sobre las peculiaridades de cierta sensibilidad «científica», sedienta de certeza absoluta, que acerca de cualquier «problema de la consciencia». Este libro no trata de «explicar la consciencia», ni es en ningún sentido una explicación «científica» del cerebro o de nuestro mundo interior. Ya existen muchos libros de ese tipo, excelentes y elaborados por manos más capaces que las mías. Al contrario, uno de mis motivos para escribir este libro es el de exponer que el actual monopolio sobre la consciencia por parte de los científicos y filósofos académicos es infundado, y que éstos excluyen de sus explicaciones «oficiales» toda una historia del pensamiento sobre la consciencia y su posible evolución.
Existe lo que yo llamo una «historia secreta de la consciencia», y en estas páginas trataré de sacar a la luz parte de dicha historia. No estoy diciendo que se deba abandonar el estudio científico de la consciencia: eso sería absurdo, y tan reduccionista como los enfoques que he mencionado. Lo importante es integrar aquello que la ciencia nos cuenta sobre cerebro y mente en una perspectiva más amplia, en una imagen más grande de la historia de la humanidad y en una visión más extensa de su futuro. En este libro me centro en lo que podemos denominar en términos generales tradición esotérica, espiritual o metafísica, aunque no todos los pensadores que serán aquí mencionados se situarían a sí mismos dentro de este ámbito. Y lo he hecho así porque en dicha tradición la consciencia, lejos de ser explicada, es más bien la protagonista del drama. Para decirlo de forma resumida, si las actuales explicaciones científicas de la consciencia se basan en las moléculas y las neuronas, en la contratradición es la propia consciencia la responsable de esas neuronas y moléculas.
Para los materialistas, lo primero es la materia, y lo segundo la consciencia; para la tradición contraria, lo primero es la consciencia. Es más, para la tradición contraria, la consciencia no es un estático «producto» del cerebro, sino una presencia viva y en evolución cuyo desarrollo puede seguirse a lo largo de varios períodos históricos. Nadie habla de una evolución de la bilis, en el sentido de que en su interior haya potenciales y posibilidades aún por descubrir. En cambio, para la historia secreta de la consciencia, la idea primordial es que los seres humanos, tal como son, no constituyen el punto final de una evolución, y que su consciencia, tal como es, no es un estado definitivo alcanzado por casualidad.
Para la historia secreta de la consciencia aún existe la posibilidad de que los seres humanos evolucionen hacia algo muy diferente, y de que dicha diferencia adopte la forma de una consciencia nueva, más amplia y expansiva, que ya se ha manifestado en el pasado y continúa haciéndolo en el presente. Qué podría ser exactamente esta consciencia y cómo alcanzarla son algunas de las cuestiones de que tratará este libro.
Las características de esta nueva consciencia son conocidas desde hace siglos. Los místicos hablaron de ellas, y las ideas de una «consciencia superior» o de «estados alterados de consciencia» forman parte de nuestro lenguaje corriente al menos desde la década de los sesenta. En su libro SQ: Spiritual Intelligence, The Ultimate Intelligence [Inteligencia espiritual], la física Danah Zohar habla de la obra del neurocientífico austríaco Wolf Singer, especializado en lo que se conoce como «el problema de la vinculación»: ¿cómo fusiona el cerebro la información dispar procedente de los sentidos en un todo comprensible? Singer y sus colegas de Fráncfort estudiaron la percepción visual y señalaron que el aspecto neurológico de la «vinculación» tal vez radique en las descargas neuronales sincronizadas que se producen en zonas separadas del cerebro. Singer descubrió que neuronas separadas ubicadas en partes diferentes del cerebro, responsables del color, la forma y el movimiento, descargan simultáneamente a cuarenta hercios; es decir, que se producen cuarenta descargas por segundo. Aunque muchos investigadores dudan de la importancia de este hallazgo, esta oscilación neuronal a cuarenta hercios parece estar relacionada con la consciencia. La obra de Singer propone la existencia en el cerebro de un proceso antirreduccionista en sí mismo, encargado de crear un todo con las distintas partes, y por lo tanto de dotar de significado a nuestra experiencia. Sin él, el mundo resultaría una erupción azarosa de información; en otras palabras, un caos. De modo que el «significado» no es algo que nosotros importemos al mundo, como han afirmado algunos científicos y filósofos.Literalmente, sin él no habría «mundo».
Zohar propone además que el estado de unidad interior y exterior experimentado por quienes practican la meditación es análogo a la «unidad» de las neuronas oscilantes.Durante la meditación, las ondas cerebrales se tornan más coherentes y van acompañadas de esas oscilaciones a cuarenta hercios. Zohar indica que la experiencia subjetiva de unidad va acompañada de una unidad física en el cerebro. Este procesamiento simultáneo de información, señala, es indicativo de un «tercer tipo de pensamiento», lo que ella llama nuestro CE (cociente espiritual) para distinguirlo del CI (cociente intelectual) y de las recientes ideas sobre un «cociente emocional». En vez de reducir nuestros estados internos al comportamiento de moléculas y neuronas, o bien de eliminarlos por completo, la obra de Singer sobre las oscilaciones neuronales sincronizadas ofrece un apoyo neurológico para el que tal vez sea nuestro estado interior más preciado: la sensación mística de unidad.
Otros investigadores apuntan en direcciones similares. Los neurocientíficos Denis Pare y Rodolfo Llinás afirman que, más que un epifenómeno generado por descargas neuronales, la consciencia parece ser una propiedad inherente al propio cerebro. Su investigación respalda la visión de la consciencia y la mente tenida por los místicos a través de los siglos: que el mundo que percibimos está en realidad conformado por nuestra consciencia. Tras darse cuenta de que las oscilaciones a cuarenta hercios asociadas con la consciencia ocurren durante la fase REM, Llinás concluyó que la única diferencia entre sueño y vigilia es que, en los estados de vigilia, el «sistema cerrado que genera estados oscilatorios» es modulado por estímulos que penetran desde el mundo exterior. Así pues, la consciencia no es «causada» por estímulos sensoriales que «escriben» en la pizarra en blanco de la mente, como supusieron filósofos como John Locke, sino que es un proceso irreductible del propio cerebro. Aunque los científicos materialistas piensan que una realidad dura y rígida mueve los hilos de la consciencia, el mundo exterior que percibimos a través de los sentidos podría ser una especie de sueño en vigilia, formado por una consciencia que no se engaña al respecto.
Una idea muy similar fue propuesta por un filósofo que probablemente muy pocos estudiosos de la consciencia conozcan. En su escasamente divulgado Essay on the Origin of Thought [Ensayo sobre el origen del pensamiento] (1974), del que trataré en la cuarta parte de este libro, el filósofo danés Yuri Moskvitin propuso una teoría de la consciencia muy próxima a la de Llinás y Pare, y en la que resuenan las intuiciones de docenas de pensadores místicos. Para Moskvitin, nuestra consciencia del mundo exterior es una especie de alucinación modelada por los estímulos procedentes de los sentidos, tal como sugieren Llinás y Pare. Moskvitin no llegó a esta conclusión estudiando el cerebro, sino reconociendo los procesos inconscientes de la percepción. Un día de primavera estaba sentado al sol cuando se sumió en un estado de relajación soñoliento, aunque alerta. Con los ojos casi cerrados, se fijó en el juego de la luz del sol sobre sus pestañas y en el curioso movimiento de los denominados <<flotadores>> en su retina, pequeñas <<burbujas>> en la superficie del ojo semejantes a gotas de lluvia descendiendo por un cristal. Centrándose en ellos, se dio cuenta de que el despliegue prismático que causaba el paso de la luz del sol por sus pestañas no era aleatorio, sino que trazaba motivos geométricos: cruces, cuadrados y triángulos. Al observar esos <<motivos extraños y hermosos>>, tuvo <<la sensación de observar algo especialmente importante>>; entonces comprendió que los motivos no se limitaban a la superficie de su ojo, sino que parecían extenderse desde este, proyectándose al mundo exterior en forma de <<chispas>> y <<telarañas>>. Escribe que vio cómo esas <<formas selectivas>> adquirían la forma del mundo externo, y lo compara al efecto de un cuadro puntillista.
Moskvitin dedicó muchas horas a estudiar esos motivos, reflexionando sobre los curiosos estados de la mente que acompañaban a la observación prolongada de las formas selectivas. Pronto advirtió que la atención requerida para observar dichas formas <<era inseparable de un estado de ánimo muy particular […] y daba origen a una sensación de placer y a arrebatos de los pensamientos más extraordinarios>>. También se dio cuenta de que <<los motivos a los que tuvo acceso se parecían tanto a ciertos motivos artísticos, especialmente del arte religioso o arte […] creado por civilizaciones dominadas por la experiencia mística, que no podía dudar que su experiencia era muy antigua y extendida>>.
Moskvitin cree que sus formas selectivas son obra de la mente humana, y que abarcan desde <<crear>> el mundo que percibimos a través de los sentidos hasta las percepciones creativas de artistas y científicos. Son responsables, según afirma, del lenguaje, la civilización y la propia evolución humana. También lo son de los sueños y las alucinaciones. Como Llinás y Pare, Moskvitin afirma que en sueños, visiones, alucinaciones y demás estados alterados, las formas selectivas son, por así decirlo, libres, y es a través de su expresión ilimitada como la novedad llega al mundo. Por último, concluye que todos los intentos de hallar nuestro origen en el mundo exterior están condenados al fracaso porque, al parecer, ocurre lo contrario: el mundo tiene su origen en nosotros. La consciencia humana, dice, es una especie de punto ciego del universo, un agujero negro en cuyo centro encontraremos la mente. Una de las metas de este libro es averiguar si Moskvitin está en lo cierto.
El estudio y la exploración de la consciencia, en contraposición al intento de explicarla, tiene una larga y fascinante historia. Bajo la forma de prácticas religiosas y espirituales, se remonta a miles de años atrás: hinduismo, budismo, cristianismo, islamismo y judaísmo cuentan con tradiciones centradas en la investigación de los estados interiores. Pero como búsqueda filosófica y científica vinculada a la idea de evolución, sus raíces apenas datan de finales del siglo XIX y principios del XX. Desde los años sesenta, las ideas sobre consciencias <<superiores>> y <<expandidas>> a menudo han penetrado en la cultura de masas; sin embargo, creo que pocos practicantes actuales de las distintas formas de la <<tecnología de la consciencia>> conocen el trasfondo de su objeto de interés, e ignoran que algunas de las personas más influyentes en los círculos académicos e intelectuales de inicios del siglo pasado (como el filósofo Henri Bergson y el psicólogo William James) se dedicaron profundamente al estudio del misticismo y los estados alterados de la consciencia. En la primera parte del presente volumen, <<En busca de la consciencia cósmica>>, doy algunos detalles de las ideas y el entorno cultural relacionados con aquellos primeros viajes a la mente. Las ideas relativas a la consciencia que entonces se debatían, como las que se debaten hoy, no se limitaron a un estudio cerrado y restringido, sino que se liberaron del academicismo para acercarse a cuestiones vitales de la teoría social, el arte, la antropología, la filosofía, la psicología y otras disciplinas importantes. A principios del siglo XX, la consciencia y sus posibilidades parecían ofrecer a la humanidad un nuevo futuro, un nuevo potencial y una <<nueva era>> (expresión que ha adquirido un significado bien diferente para nosotros).
Durante el mismo periodo, el esoterismo se introdujo en las principales corrientes del pensamiento moderno. Sin duda, la <<tradición esotérica>> fue durante siglos una poderosa fuente de ideas e inspiración que influyó en algunos de los mayores pensadores de Occidente –como señalo en el libro, incluso una figura <<moderna>> y <<racional>> como Isaac Newton fue tan devoto de la alquimia y otros estudios <<ocultos>> como de la actividad científica por la que hoy es conocido–. Pero considero acertado decir que, en tiempos relativamente modernos, hasta la aparición de Madame Blavatsky y la teosofía, el pensamiento esotérico constituyó básicamente una corriente clandestina. A principios del siglo XX ya no lo era, y, tal como intento esclarecer, aquella formidable dama rusa presentó sus sorprendentes enseñanzas sobre el destino cósmico de la humanidad precisamente como reacción al auge de las ideas modernas sobre la evolución. Durante un breve período a comienzos del siglo XX, las ideas científicas, filosóficas y esotéricas sobre la posible evolución del ser humano confluyeron en una embriagadora mezcla de conocimiento y especulación. P.D Ouspensky, que mantuvo un pie en el mundo científico y otro en el esotérico, tiene un papel destacado en la primera parte de este libro.
Otra figura que vivió a caballo entre ambos mundos fue Rudolf Steiner. En la segunda parte, <<Evolución esotérica>>, examino algunos aspectos de las ideas de Steiner sobre la consciencia a la luz de la influencia de la fenomenología de Goethe en su pensamiento, así como desde la perspectiva de recientes investigaciones sobre la curiosa circunstancia de la mente conocida como <<estado hipnagógico>>. La <<hipnagogia>>, bautizada por Andreas Mavromatis, su investigador más riguroso, es un estado de consciencia único, entre el sueño y la vigilia. Como intento mostrar, Mavromatis sostiene de forma convincente que en la hipnagogia las distinciones entre lo inconsciente y la consciencia, entre sueño y vigilia, desaparecen, y que en un futuro no muy lejano los seres humanos tal vez puedan experimentar ambos estados simultáneamente, en una especie de <<dúo-consciencia>>. El hecho de que el propio Steiner propusiera algo muy similar y de que Mavromatis basase su obra en un análisis de la estructura del cerebro ofrece, creo, una notable prueba de que tales ideas se fundamentan en algo más que meras especulaciones. Mavromatis afirma que los estados hipnagógicos están vinculados a las estructuras <<precorticales>> del cerebro, conocidas en conjunto como <<cerebro arcaico>>, y sugiere que en tiempos pasados la consciencia humana pudo no ser el <<estado de vigilia>> claro y distinto que es en la actualidad –idea que comparte con Rudolf Steiner.
En la tercera parte, <<Arqueología de la consciencia>>, examino las pruebas que demuestran qué tipo de consciencia pudieron experimentar nuestros antepasados antiguos y prehistóricos. Si la consciencia ha evolucionado –uno de los temas centrales de este libro–, entonces hemos llegado al punto en que estamos hoy tras atravesar etapas previas. Que estas anteriores etapas sean recapituladas en la consciencia de los niños –como han afirmado Erich Neumann y otros psicólogos– sugiere que aún forman parte de nuestras psiques maduras. Si observamos nuestra <<prehistoria>> personal, tal vez lleguemos a comprender cómo podía ser sentida la consciencia en el pasado. En general se acepta que la civilización y la historia se iniciaron en el año 3200 a.C. con la unificación del Alto y el Bajo Egipto. Pero existen muchos indicios de que la civilización ya existió antes de esta fecha, y que en algún momento se produjo una escisión en la consciencia humana que precipitó el desarrollo del ego y del mundo tal como hoy lo experimentamos.
La cuarta parte, <<Epistemología participativa>>, aborda cómo pudo ser la consciencia antes de aquella escisión y trata sobre cómo podría ser en el futuro. Me centro aquí en la obra de tres pensadores cuyas ideas giran en torno a los potenciales latentes de la imaginación. Owen Barfield nos muestra cuánto puede decirnos la historia del lenguaje sobre la evolución de la consciencia. Como escribió en su último libro History, Guilt, and Habit [Historia, culpa y costumbre], <<el lenguaje contemplado es un espejo de mi consciencia y su evolución>>. Del mismo modo que el mundo exterior de las montañas y las ciudades lo conforman capas de tiempo, geológico e histórico, Barfield demuestra que el lenguaje que habitamos –del mismo modo que el pez habita el agua– está conformado por distintos estratos de consciencia. (Barfield sugiere que, así como los peces no reparan en el agua por la que se mueves, tampoco nosotros nos apercibimos del significado del lenguaje que utilizamos.) Yuri Moskvitin descubrió algo similar acerca de nuestros mecanismos de percepción la relación de la consciencia con el mundo exterior como un todo. Puesto que su obra es prácticamente desconocida, salvo para unos pocos lectores, describiré con detenimiento sus temas básicos, sobre todo aquellos que personalmente considero convincentes argumentos contra la inteligibilidad de cualquier intento de explicar la consciencia en términos puramente materialistas y científico-racionalistas. Uno de los escasos pensadores que han valorado las ideas de Moskvitin es Colin Wilson, que ha dedicado casi medio siglo a lidiar con el problema de la consciencia. Sus ideas sobre la <<Facultad X>> y nuestra capacidad para traspasar los límites del presente y experimentar <<otras épocas y lugares>> nos permiten entrever algunos poderes, hoy adormecidos pero quizá pronto activos, latentes en la mente humana.
La quinta parte, <<Presencia del origen>>, se centra en la obra de un solo pensador, el filósofo de la cultura Jean Gebser. Aunque su obra ha ganado muchos adeptos en los últimos años, todavía es relativamente desconocida para muchas personas interesadas en las ideas sobre la evolución y la historia de la consciencia. Gebser es sobre todo conocido por su colosal Origen y presente, publicada en 1949 y traducida al español (Atalanta) en 2011. Se trata de una obra exigente e intimidadora en la que ahondaré, en primer lugar, porque sus ideas merecen ser mejor conocidas, y en segundo porque tal vez constituya la defensa más extensamente razonada y extraordinariamente bien documentada que existe de la evolución –o, como Gebser la llama, la <<mutación>>– de la consciencia. (Con esto no quiero decir que la argumentación de Gebser sea la <<correcta>>, sino únicamente que presenta unas pruebas muy convincentes.) A lo largo del libro he incluido algunas referencias biográficas allí donde me han parecido útiles; en el caso d Gebser, son más abundantes que en los otros. Y es que su vida encarna de forma inspiradora y emocionante una idea que nuestra época, menos ingenua (o más cínica), ignora demasiado a menudo: que la filosofía está para ser vivida y no meramente pensada. Dedico las conclusiones a la posibilidad de que muchos de nosotros afrontemos esa noble obligación y a la manera en que podemos lograrlo.
Tal vez no esté de más señalar que las ideas sobre la consciencia de las que hablo en este libro son una simple fracción de las muchas que se han concebido, y cuyas implicaciones y posibilidades enriquecen nuestra vida. Si tuviera que incluir todo lo que se ha dicho sobre la consciencia, aunque empezara en un momento tan reciente como la eclosión de la consciencia en los años sesenta y setenta, este libro se convertiría en una enciclopedia o en un repaso extenso pero superficial. Como acostumbro, me he dejado guiar por mis preferencias e intereses personales. Espero que la virtud de esto sea aportar cierta profundidad y pasión; el vicio es la exclusión. La historia secreta de la consciencia que aquí presento es, por supuesto, una más. Hay muchas otras, y confío en que vaya saliendo a la luz el mayor número posible de ellas.