La noche en que Franco Sáez cumpliría sus treinta años decidió escribir la historia de Alejandro Solís Chamorro.
En las primeras horas narró con especial cuidado y pulcritud su infancia y juventud. No se extendió demasiado en este periodo, pues tenía previsto ampliarse más desde el momento en que Alejandro tuviera treinta años. Relató sus amores con Noelia Ormedo, mientras cruzaba las costas de Tomé. Con ella estuvo un año de profunda pasión. Frecuentaban moteles porque les gustaba imaginar la cantidad de personas que hubiesen pasado por entre esas sábanas. Comentaban, entre besos y caricias, las proezas amorosas de aquellos amantes invisibles que los visitaban en sus insalvables cópulas.
Luego conoció Marta Salgredo, con quien viajó por la costa y por el interior a dedo, buscando al padre que la había abandonado. Llegaron a Puerto Montt y en una cocinería de Angelmó lo encontraron y desde ahí nunca más la vio. Mucho después vino Elisa Sánchez. Después, eso sí, de amores con María José, con Camila y con Sandra. Mucho después de su romance con Felipe. Después de eso, conoció en una zapatería de Quilpué a Elisa. Con ella tuvo dos hijos y tras casarse se fueron a vivir a Chol Chol donde unos parientes de ella. Narró como los hijos de Alejandro crecieron y después del colegio se fueron a Temuco a estudiar a la universidad. Contó como un día montó a caballo para ir a buscar al terminal a Remigio, su hijo mayor, quien venía a visitarlo con su nieto. Estaba tan contento aquella vez, que olvidó apretar bien la brecha del asiento que, tras doblar frente al supermercado por Río Loa, cayó del caballo y se hizo corte en el antebrazo derecho que le dejó una horrible cicatriz. El hijo mayor se casó y se fue a vivir a Valdivia y Patricio ingresó a la marina, sin haber visto nunca antes el mar, y se fue embarcado para Valparaíso.
Cuando Alejandro cumplió los setenta y cinco aún lamentaba la pérdida de su mujer hacía tres años atrás. Sus hijos le daban una pensión para sus gastos y su cuñada solterona se había ido a vivir con él para cuidarlo en sus últimos días. Dos meses después él enfermó de gravedad e intuía que este sí sería el definitivo, con este último mal sueño, se decía, me iré a juntar contigo, Elisa. Cuando estaba amaneciendo y la ciudad se despertaba al trabajo, Franco relató el último día de Alejandro. Ese día miró al techo, buscando algo que le era invisible y todopoderoso, y dijo: “si hubiera alcanzado a despedirme, a decirle cuánto los amo”.
Al despertar Emilia se retorció en la cama y pudo ver a su marido sentado frente al escritorio. Debió haberse pasado toda la noche escribiendo, pensó. Lo veía maltratado y encorvado, como si un cansancio de décadas recayera sobre él. Aún tenía la lámpara encendida a pesar de que a través de la cortina se filtraban diminutos haces de luz que lo iluminaban en distintas partes. Llevaba un gorro de lana por el frío del invierno y tenía prendido el calefactor a sus pies. Ella se levantó a abrazarlo y a felicitarlo por su cumpleaños. Quería sorprenderlo mientras él estuviera ocupado. Presurosa fue y le tapó con sus manos los ojos y éste, al sentir el contacto por años conocido, se liberó ligeramente con su brazo y en ese movimiento dejó al descubierto su cabeza. Ella lo vio desconcertada y con detenimiento. Tenía el pelo canoso, una cicatriz horrible en el brazo y unos ojos cansinos que buscaban comunión.
Ilustración: Jeff_Simpson_Concept_Art_Illustration_09