No se trata de que el mundo de las apariencias esté equivocado; no se trata de que no haya objetos ahí fuera, en un nivel de la realidad. Se trata de que si penetras a través del universo y lo contemplas desde una perspectiva holográfica, llegas a un punto de vista diferente, a una realidad diferente. Y esa otra realidad puede explicar cosas que hasta ahora eran inexplicables científicamente: los fenómenos paranormales, la sincronicidad o coincidencia de acontecimientos aparentemente significativa.
Karl Pribram
El enigma que encaminó a Karl Pribram hacia la formulación de su modelo holográfico fue la cuestión de cómo y dónde se almacenan los recuerdos. A comienzos de la década de 1940, cuando se interesó por ese misterio por primera vez, se creía en general que los recuerdos estaban localizados en el cerebro. Se creía que cada recuerdo (como el recuerdo de la última vez que viste a tu abuela o el de la fragancia de una gardenia que oliste a los dieciséis años) tenía una posición específica en algún lugar de las células cerebrales. Esos rastros de los recuerdos se llamaban engramas y, aunque nadie sabía de qué estaban hechos —si eran neuronas o quizá algún tipo de molécula—, la mayoría de los científicos confiaba en que sólo fuera cuestión de tiempo averiguarlo.
Había motivos que justificaban esa confianza. Las investigaciones dirigidas por el neurocirujano Wilder Penfield a principios de los años veinte habían producido indicios convincentes de que los recuerdos concretos ocupaban ubicaciones específicas en el cerebro. Uno de los rasgos más inusuales del cerebro es que no siente dolor directamente en sí mismo. Siempre que el cráneo y el cuero cabelludo estén insensibilizados con anestesia local, se puede operar el cerebro de una persona que esté plenamente consciente sin causarle dolor alguno.
Penfield aprovechó este hecho en una serie de famosos experimentos. Cuando operaba el cerebro de personas epilépticas, aplicaba estímulos eléctricos en distintas zonas del cerebro. Descubrió asombrado que cuando estimulaba los lóbulos temporales (la parte del cerebro que se encuentra detrás de las sienes), sus pacientes, que estaban plenamente conscientes, experimentaban recuerdos vívidos y detallados de episodios pasados de sus vidas. Un hombre revivió de repente una conversación que había tenido con unos amigos en Sudáfrica; un chico oyó a su madre hablar por teléfono y, tras varios toques del electrodo, fue capaz de repetir la conversación entera; una mujer se vio a sí misma en la cocina y podía oír a su hijo jugando en el exterior. Incluso cuando Penfield intentaba confundir a sus pacientes diciéndoles que estaba estimulando una zona diferente cuando no lo estaba haciendo, descubrió que al tocar el mismo punto siempre evocaba el mismo recuerdo.
En su libro El misterio de la mente, publicado en 1975, poco después de su muerte, escribió: «Enseguida fue evidente que no eran sueños. Eran activaciones eléctricas del registro secuencial de la consciencia, un registro que se había ido formando durante la experiencia anterior del paciente. El paciente “revivía” todo aquello de lo que había sido consciente en ese periodo anterior de su vida como una película retrospectiva».[1]
De sus investigaciones, Penfield dedujo que todo lo que hemos experimentado alguna vez queda registrado en el cerebro, desde la cara de cada una de las personas desconocidas que hemos vislumbrado en la multitud hasta las telas de araña que mirábamos fijamente de niños. Pensaba que era ése el motivo de que siguieran surgiendo en su muestreo tantos recuerdos de acontecimientos insignificantes. Si la memoria constituye un registro completo de todas las experiencias diarias e incluso de las más triviales, era razonable suponer que una incursión al azar en una crónica de acontecimientos tan masiva había de producir una gran cantidad de información insignificante.
Pribram no tenía motivos para dudar de la teoría de los engramas de Penfield mientras era un joven neurocirujano residente. Pero luego ocurrió algo que iba a cambiar para siempre su forma de pensar. En 1946 fue a trabajar con el gran neurofisiólogo Karl Lashley en el Yerkes Laboratory of Primate Biology, sito entonces en Orange Park, Florida. Durante más de treinta años Lashley había estado inmerso en una búsqueda incesante de los complicados mecanismos causantes de la memoria, y Pribram pudo contemplar de primera mano los frutos de su trabajo. Y se quedó perplejo al descubrir no ya que Lashley no había conseguido encontrar pruebas de engramas, sino que parecía además que sus investigaciones dejaban en el aire los descubrimientos de Penfield.
Lo que había hecho Lashley era adiestrar a ratas en varias tareas, como recorrer un laberinto, por ejemplo. Después, les eliminaba quirúrgicamente varios trozos del cerebro y volvía a someterlas a prueba. Su propósito era extirpar literalmente la zona del cerebro que contenía el recuerdo de la habilidad para recorrer el laberinto. Descubrió sorprendido que no conseguía erradicarlo, extirpase lo que extirpase. A menudo resultaba perjudicada la capacidad motriz de las ratas, que se movían a trompicones por el laberinto, pero sus recuerdos seguían pertinazmente intactos incluso cuando les habían quitado trozos enormes de cerebro.
Para Pribram, aquellos descubrimientos eran increíbles. Si los recuerdos ocupan posiciones específicas en el cerebro del mismo modo que los libros ocupan posiciones específicas en los estantes de una biblioteca, ¿por qué no les afectaban los saqueos quirúrgicos de Lashley? Para Pribram, la única respuesta parecía ser que los recuerdos no estaban ubicados en sitios específicos del cerebro, sino que estaban extendidos o distribuidos de algún modo por todo el cerebro. El problema era que no conocía mecanismo o proceso alguno que pudiera explicar ese estado de cosas.
Lashley tenía más dudas todavía; poco después escribió: «A veces, cuando repaso los datos sobre la localización de los recuerdos, me parece que la conclusión inevitable es que no es posible aprender en absoluto, sencillamente. Sin embargo, y a pesar de esos datos en contra, a veces ocurre».[2] En 1948 ofrecieron a Pribram un puesto en Yale, pero antes de marcharse ayudó a Lashley a poner en limpio su investigación monumental de treinta años.
El gran avance
En Yale, Pribram continuó sopesando la idea de que los recuerdos están distribuidos por el cerebro, y cuanto más pensaba en ello, más se convencía. Después de todo, pacientes a quienes habían extirpado parte del cerebro por razones médicas, nunca sufrían una pérdida de recuerdos específicos. La eliminación de una gran parte del cerebro podía hacer que la memoria de un paciente se hiciera imprecisa en general, pero nunca nadie había salido de una operación con una pérdida de memoria selectiva. De manera similar, personas que habían sufrido heridas en la cabeza en colisiones de tráfico y otros accidentes, nunca olvidaban a la mitad de su familia, ni la mitad de una novela que hubieran leído. Ni siquiera la eliminación de una parte del lóbulo temporal (la zona del cerebro que había desempeñado un papel tan importante en la investigación de Penfield) creaba un vacío en los recuerdos de una persona.
Las ideas de Pribram se hicieron más firmes al no conseguir, ni él ni otros, duplicar los hallazgos de Penfield estimulando el cerebro de personas que no fueran epilépticas. Ni siquiera el propio Penfield conseguía repetir sus resultados en pacientes no epilépticos.
A pesar de que había cada vez más indicios de que los recuerdos se encontraban distribuidos, Pribram seguía sin saber cómo podría hacer el cerebro semejante proeza, mágica en apariencia. Entonces, a mediados de la década de 1960, leyó un artículo en Scientific American sobre la construcción de un holograma y fue como un rayo para él. El concepto de la holografía no sólo le pareció deslumbrante, sino que además ofrecía la solución al misterio con el que había estado luchando.
Para comprender el entusiasmo de Pribram hay que entender un poco más acerca de los hologramas. Una de las cosas que hace posible la holografía es un fenómeno llamado «interferencia». La interferencia es un patrón de entrecruzamiento que se produce cuando se cruzan entre sí dos o más ondas, como las ondas del agua. Por ejemplo, si se tira una piedrecita a un estanque se producen una serie de ondas concéntricas que se extienden hacia el exterior. Si se tiran dos piedras a un estanque se obtienen dos juegos de ondas que se extienden y pasan unas a través de las otras. La organización compleja de crestas y senos que resulta de dichas colisiones se conoce como «patrón de interferencia».
Cualquier fenómeno de ondas similar puede crear un patrón de interferencia, como las ondas lumínicas y las ondas de radio. La luz láser es especialmente buena para crear patrones de interferencia, pues es una forma de luz extraordinariamente pura y coherente. Proporciona en esencia la piedra perfecta y el estanque perfecto. Por consiguiente, los hologramas, tal y como los conocemos hoy, no fueron posibles hasta que se inventó el láser.
Un holograma se produce cuando un rayo láser se divide en dos rayos distintos. El primero de ellos se hace rebotar contra el objeto que va a ser fotografiado. Luego, se permite que el segundo rayo choque con la luz reflejada del primero. Cuando ocurre la colisión, se crea un patrón de interferencia que se graba después en una placa (véase fig. 1).
Figura 1. Un holograma se produce cuando un rayo láser se divide en dos rayos distintos. El primero se hace rebotar contra el objeto que va a ser fotografiado, en este caso, una manzana. Luego se permite que el segundo rayo choque con la luz reflejada del primero, y el patrón de interferencia resultante se graba en una placa.
A simple vista, la imagen de la película no se parece en absoluto al objeto fotografiado. De hecho, guarda un cierto parecido con los anillos concéntricos que se forman cuando se lanza un puñado de piedrecitas a un estanque. Pero en cuanto se proyecta otro rayo láser a través de la película (o en algunos casos, simplemente una fuente de luz brillante), reaparece una imagen tridimensional del objeto original. La tridimensionalidad de esas imágenes es a menudo misteriosamente convincente. En efecto, podemos andar alrededor de una proyección holográfica y verla desde diferentes ángulos, como haríamos con un objeto real. No obstante, cuando alargamos la mano intentando tocarla, descubrimos que atravesamos la imagen con la mano y que no hay nada en realidad.
Figura 2. A diferencia de lo que ocurre con las fotografías normales, cada parte de una película holográfica contiene toda la información de la totalidad. Así pues, si se rompe en pedazos una placa holográfica, se puede utilizar cada trozo para reconstruir la imagen entera.
La tridimensionalidad no es el único aspecto extraordinario del holograma. Si cortamos por la mitad un trozo de película holográfica que contiene la imagen de una manzana y la iluminamos con láser, descubriremos que ¡cada mitad contiene la imagen entera de la manzana! Y si dividimos ambas mitades una vez más y otra y otra, sigue siendo posible reconstruir la manzana entera en cada trocito de película (aunque las imágenes se vuelven más borrosas a medida que los trozos van siendo más pequeños). A diferencia de lo que ocurre en las fotografías normales, cada pequeño fragmento de película holográfica contiene toda la información grabada (véase fig. 2).
Ésa fue precisamente la característica que entusiasmó a Pribram, porque por fin ofrecía una vía para entender cómo estaban distribuidos los recuerdos en el cerebro, en lugar de ocupar una posición concreta en el mismo. Si cada parte de la placa holográfica podía contener toda la información necesaria para crear la imagen completa, entonces debería ser igualmente posible que cada parte del cerebro contuviera toda la información necesaria para recordar un recuerdo completo.
La visión también es holográfica
Los recuerdos no es lo único que el cerebro puede procesar de forma holográfica. Otra de las cosas que había descubierto Lashley era que también los centros visuales del cerebro resistían sorprendentemente la excisión quirúrgica. Tras eliminar hasta el 90 por ciento de la corteza visual de una rata (la parte del cerebro que recibe e interpreta lo que el ojo ve), descubrió que la rata todavía podía realizar tareas que requerían una compleja destreza visual. De manera similar, la investigación dirigida por Pribram reveló que se puede cortar hasta el 98 por ciento de los nervios ópticos de un gato sin que su capacidad para llevar a cabo tareas visuales complejas quede afectada seriamente.[3]
Tal situación equivalía a creer que los espectadores de un cine podrían seguir disfrutando de la película aun cuando faltara el 90 por ciento de la misma; una vez más sus experimentos se oponían seriamente al entendimiento habitual del funcionamiento de la visión. De acuerdo con la teoría más novedosa de entonces, había una correspondencia de «uno a uno» entre la imagen que el ojo ve y la forma en que esa imagen se representa en el cerebro. En otras palabras: se creía que cuando vemos un cuadrado, la actividad eléctrica de la corteza visual también tiene la forma de un cuadrado (véase fig. 3).
FIGURA 3. Antes, los teóricos de la visión creían que había uno correspondencia «uno a uno» entre la imagen que el ojo ve y la forma en que esa imagen se representa en el cerebro. Pribram descubrió que no es verdad.
Aunque parecía que descubrimientos como los de Lashley habían asestado un golpe mortal a esa idea, Pribram no estaba satisfecho. Mientras estuvo en Yale, ideó una serie de experimentos para resolver la cuestión y se pasó los siete años siguientes midiendo cuidadosamente la actividad eléctrica del cerebro de monos mientras realizaban a cabo diversos ejercicios visuales. Descubrió que no sólo no existía esa correspondencia de «uno a uno», sino que ni siquiera había un patrón reconocible de la secuencia en la que se activaban los electrodos. Escribió sobre sus hallazgos: «Estos resultados experimentales son incompatibles con la opinión de que sobre la superficie cortical se proyecta una imagen semejante a una imagen fotográfica».[4]
Por otra parte, la resistencia que mostraba la corteza visual con respecto a la escisión quirúrgica indicaba que la visión también estaba distribuida por el cerebro, al igual que la memoria; cuando Pribram supo de la existencia de la holografía empezó a preguntarse si la visión no sería asimismo holográfica. Lo cierto era que la propiedad del holograma de que «el todo está en cada una de las partes» parecía explicar que se pudiera eliminar una parte muy grande de la corteza visual sin afectar a la capacidad de llevar a cabo tareas visuales. Si el cerebro procesaba imágenes mediante una especie de holograma interno, un trozo muy pequeño del mismo bastaría para reconstruir la totalidad de lo que veían los ojos. Explicaba asimismo la falta de correspondencia «uno a uno» entre el mundo exterior y la actividad eléctrica cerebral. Además, si el cerebro utilizaba principios holográficos para procesar la información visual, no existía una correspondencia de «uno a uno» entre la actividad eléctrica y las imágenes vistas, como tampoco la había entre el remolino carente de significado que forman los patrones de interferencia sobre una placa holográfica y la imagen codificada en la misma.
Lo único que quedaba por saber era qué tipo de fenómeno ondulatorio podría estar utilizando el cerebro para crear los hologramas internos. En cuanto Pribram consideró la cuestión se le ocurrió una posible respuesta. Se sabía que las comunicaciones eléctricas que tienen lugar entre las células nerviosas del cerebro, o neuronas, no ocurren solas. Las neuronas son como pequeños árboles con ramas; cuando un mensaje eléctrico llega al final de una de esas ramas, se irradia hacia fuera como las ondas en un estanque. La concentración de neuronas es tan densa que las ondas eléctricas —igualmente un fenómeno ondulatorio en apariencia—, al expandirse, se entrecruzan constantemente unas con otras. Cuando Pribram lo recordó, comprendió que con toda seguridad las ondas eléctricas creaban una colección caleidoscópica y casi infinita de patrones de interferencia y que éstos a su vez podrían ser lo que confería al cerebro sus propiedades holográficas. «El holograma había estado allí todo el tiempo, en el carácter de frente de onda de la conexión de las células del cerebro —observó Pribram—, sólo que no habíamos tenido el ingenio suficiente para darnos cuenta».[5]
Otros enigmas resueltos por el modelo holográfico del cerebro
Pribram publicó su primer artículo sobre la posible naturaleza holográfica del cerebro en 1966 y continuó desarrollando y puliendo sus ideas durante varios años. Mientras lo hacía, y al tiempo otros investigadores se enteraban de sus teorías, enseguida cayeron en la cuenta de que el carácter distribuido de la memoria y de la visión no era el único misterio neurofisiológico que podía explicar el modelo holográfico.
La inmensidad de la memoria
La holografía explica también cómo puede el cerebro almacenar tantos recuerdos en un espacio tan pequeño. John von Neumann, un físico y matemático brillante nacido en Hungría, calculó una vez que, en el curso de una vida humana media, el cerebro almacena del orden de 2,8 x 1020 (280.000.000.000.000.000.000) bits de información. Es una cantidad asombrosa de información; las personas que investigan el cerebro han dedicado mucho tiempo y esfuerzo a dar con el mecanismo que explique esa capacidad tan inmensa.
Lo interesante es que los hologramas poseen también una capacidad increíble para almacenar información. Se pueden grabar muchas imágenes diferentes sobre la misma superficie cambiando el ángulo desde el cual los dos rayos láser impresionan la película holográfica. Una imagen grabada de esa forma se puede recuperar simplemente iluminando la película con un rayo láser con el mismo ángulo que el de los dos rayos originales. Se ha calculado que, con ese método, ¡en 2,54 cm2 de película se puede almacenar la misma cantidad de información que en cincuenta biblias![6]
La capacidad de recordar y de olvidar
Las películas holográficas que contienen múltiples imágenes, como las descritas anteriormente, proporcionan también un modelo para entender nuestra capacidad de recordar y de olvidar. Cuando se sostiene una de esas películas en medio de un rayo láser y se inclina hacia adelante y hacia atrás, las diversas imágenes que contiene aparecen y desaparecen en una sucesión oscilante. Se ha sugerido que nuestra capacidad de recordar es como dirigir un rayo láser sobre una película como esa y hacer aparecer una imagen en concreto. De manera similar, el no ser capaces de recordar algo equivale tal vez a dirigir varios rayos sobre una película con múltiples imágenes sin conseguir encontrar el ángulo correcto para traer/evocar la imagen/recuerdo que estamos buscando.
La memoria asociativa
En el libro de Proust En busca del tiempo perdido, un sorbo de té y un mordisco a un pequeño bizcocho en forma de vieira, conocido como petite madeleine, hacen que el narrador se vea de pronto inundado de recuerdos del pasado. Al principio se queda perplejo, pero luego, tras un gran esfuerzo, recuerda poco a poco que cuando era pequeño su tía solía darle té con magdalenas; esa asociación fue lo que le refrescó la memoria. Todos hemos tenido una experiencia similar —el olorcillo de una comida en concreto que se está preparando o una ojeada a un objeto olvidado mucho tiempo atrás— que nos evoca de repente una escena del pasado.
La idea holográfica ofrece otra analogía con la tendencia asociativa de la memoria. Ilustrativo al respecto es otro tipo más de técnica de grabación holográfica. En primer lugar, se hace rebotar la luz de un solo rayo láser sobre dos objetos simultáneamente, digamos una butaca y una pipa de fumar. Luego se hace que la luz que refleja cada uno de los objetos choque una con otra y entonces se recoge el patrón de interferencia resultante en la placa. Después, cada vez que se ilumine con láser la butaca y que la luz que refleje ésta se pase a través de la película, aparecerá una imagen tridimensional de la pipa. Y a la inversa: cuando se hace lo mismo con la pipa, aparece un holograma de la butaca. Del mismo modo, si el cerebro funciona de manera holográfica, un proceso similar puede ser lo que provoque que ciertos objetos nos evoquen recuerdos específicos del pasado.
La capacidad de reconocer cosas que nos resultan familiares
A primera vista, quizá no nos parezca muy inusual la capacidad de reconocer cosas que nos resultan familiares; no obstante, hace mucho tiempo que los científicos que investigan el cerebro se percataron de que es una habilidad bastante compleja. Por ejemplo, la certeza absoluta que sentimos cuando señalamos una cara familiar en medio de una multitud de varios centenares de personas no es solamente una emoción subjetiva; al parecer está causada por un tipo de procesamiento de información extraordinariamente rápido y fiable que tiene lugar en el cerebro.
En un artículo de 1970 de la revista científica británica Nature, el físico Pieter van Heerden proponía un tipo de holografía conocido como «holografía de reconocimiento» como medio para entender esa capacidad. En la holografía de reconocimiento, se graba una imagen holográfica de un objeto de la manera habitual, salvo por el hecho de que se hace rebotar el rayo láser sobre un tipo especial de espejo, llamado «espejo de enfoque», antes de que se le permita impresionar la película no expuesta a la luz. Si un segundo objeto, similar al primero pero no idéntico, se baña con luz de láser y la luz se refleja en el espejo y sobre la película una vez que ha sido revelada, aparecerá un punto brillante de luz en la película. Cuanto más brillante y agudo sea el punto de luz, mayor será el grado de similitud entre el primer objeto y el segundo. Si los dos objetos son completamente distintos, no aparecerá punto de luz alguno. Colocando una célula fotoeléctrica sensible a la luz detrás de la película holográfica, el equipo se puede utilizar como sistema mecánico de reconocimiento.[7]
Una técnica similar conocida como «holografía de interferencia» permite explicar también cómo podemos reconocer tanto los rasgos familiares como los no familiares de una imagen, como por ejemplo la cara de alguien que hace muchos años que no vemos. La técnica consiste en mirar un objeto a través de una película holográfica que contiene su imagen. Una vez hecho esto, cualquier rasgo del objeto que haya cambiado desde que se grabó la imagen originalmente reflejará la luz de manera diferente. Mirando a través de la película, se percibe al instante lo que ha cambiado en el objeto y lo que permanece igual. La técnica es tan sensible que aparece inmediatamente hasta la presión de un dedo sobre un bloque de granito; se ha descubierto que el proceso tiene aplicaciones prácticas en la industria de prueba de materiales.[8]
La memoria fotográfica
En 1972, Daniel Pollen y Michael Tractenberg, científicos de la Universidad de Harvard que investigaban la visión, sugirieron que la teoría del cerebro holográfico podía explicar por qué algunas personas poseen memoria fotográfica (conocida también como «memoria eidética»). Las personas con memoria fotográfica pasan un momento visualizando la escena que desean memorizar. Cuando quieren ver la escena otra vez, proyectan una imagen mental de la misma, bien con los ojos cerrados, bien mirando una pared lisa o una pantalla en blanco. Al estudiar a una de esas personas, una profesora de arte de Harvard llamada Elizabeth, Pollen y Tractenberg descubrieron que las imágenes mentales que proyectaba eran tan reales para ella que cuando leyó la imagen de una página de Fausto de Goethe, sus ojos se movían como si estuviera leyendo una página real.
Al notar que la imagen almacenada en un fragmento de película holográfica se vuelve más borrosa a medida que dicho fragmento se hace más pequeño, Pollen y Tractenberg sugieren que quizá esos individuos tienen recuerdos más vívidos porque, de alguna manera, tienen acceso a zonas muy grandes del holograma de la memoria. Y a la inversa: tal vez la mayoría de nosotros tenemos recuerdos mucho menos vívidos porque nuestro acceso está limitado a zonas más pequeñas del holograma de la memoria.[9]
Transferencia de habilidades aprendidas
Pribram cree que el modelo holográfico también arroja luz sobre la capacidad para transferir habilidades aprendidas desde una parte de nuestro cuerpo a otra. Mientras estás leyendo este libro, tómate un momento y escribe tu nombre en el aire con el codo izquierdo. Quizá descubras que es relativamente fácil de hacer y, sin embargo, es muy probable que no lo hayas hecho nunca. A pesar de que no te parezca una habilidad sorprendente, sí es un tanto enigmática, ya que, según la visión clásica, varias zonas del cerebro (como la que controla los movimientos del codo) están determinadas genéticamente, o son capaces de realizar tareas únicamente cuando el aprendizaje repetitivo ha hecho que se establezcan las conexiones neuronales apropiadas entre las células cerebrales. Pribram señala que el misterio tendría una solución fácil si el cerebro convirtiera todos los recuerdos, incluidos los recuerdos de habilidades aprendidas —como escribir— en un lenguaje de formas de onda susceptibles de interferir unas con otras. Un cerebro semejante sería mucho más flexible y podría traducir la información almacenada con la misma facilidad con que un pianista experimentado traslada una canción de una escala musical a otra.
Esa misma flexibilidad puede explicar por qué somos capaces de reconocer una cara familiar con independencia del ángulo desde el que la veamos. El cerebro, una vez que ha memorizado una cara (u otro objeto o escena cualquiera) y la ha traducido a un lenguaje de formas de onda, puede tumbar el holograma interno, como quien dice, y examinarlo desde la perspectiva que quiera.
Sensación de miembro fantasma y cómo construimos mentalmente un «mundo ahí fuera»
Para la mayoría de nosotros es obvio que el sentimiento de amor o de enfado, la sensación de hambre, etcétera, son realidades internas, y que el sonido de una orquesta tocando, el calor del sol, o el olor del pan cociéndose son realidades externas. Ahora bien, lo que no está tan claro es cómo nos permite el cerebro distinguir entre las dos. Por ejemplo, según Pribram, cuando miramos a una persona, su imagen está realmente sobre la superficie de nuestra retina y, no obstante, no la percibimos como si la tuviéramos en la retina. La vemos como si estuviera en «el mundo ahí fuera». De manera similar, cuando nos damos un golpe en el dedo gordo del pie, sentimos dolor en el dedo gordo del pie y, sin embargo, el dolor no está ahí en realidad. Es un proceso neurofisiológico que tiene lugar en alguna parte del cerebro. Entonces, ¿cómo puede el cerebro tomar los numerosos procesos neurofisiológicos que manifiesta como nuestra experiencia, que son procesos internos todos ellos, y hacernos creer engañosamente que algunos son internos y otros están situados más allá de los confines de nuestra materia gris?
Crear la ilusión de que las cosas están situadas donde no lo están es la característica esencial del holograma. Como hemos mencionado ya, cuando miramos un holograma nos parece que tiene extensión en el espacio, pero si pasamos la mano a través de él, descubrimos que no hay nada. A pesar de lo que nos dicen los sentidos, ningún instrumento recogerá la presencia de energía o de alguna sustancia anormal en el lugar en donde el holograma está flotando aparentemente. Esto se debe a que el holograma es una imagen virtual, una imagen que parece estar donde no está y no tiene más extensión en el espacio que la imagen tridimensional que vemos de nosotros mismos cuando nos miramos en el espejo. Al igual que la imagen del espejo está situada en el azogue que cubre la superficie trasera del espejo, la situación real de un holograma está siempre en la emulsión fotográfica de la superficie de la película que lo registra.
Georg von Bekesy, fisiólogo ganador del premio Nobel, aporta otros datos que demuestran que el cerebro es capaz de engañarnos haciéndonos creer que procesos internos tienen lugar fuera del cuerpo. En una serie de experimentos realizados a finales de la década de 1960, Bekesy colocó vibradores en las rodillas de las personas que participaban en el experimento y les vendó los ojos. Luego varió la frecuencia de la vibración de los instrumentos. Con ello descubrió que podía hacer que los sujetos de la prueba tuvieran la sensación de que el punto donde se originaba la vibración saltaba de una rodilla a la otra. Descubrió también que podía hacer que sintieran incluso que el punto origen de la vibración estaba en el espacio entre ambas rodillas. En resumen, demostró que los seres humanos parecen tener capacidad de experimentar sensaciones en puntos del espacio en los que no tienen receptor sensorial alguno.[10]
En opinión de Pribram, el trabajo de Bekesy es compatible con la visión holográfica y arroja luz adicional sobre la forma en que los frentes de onda que causan la interferencia —o las fuentes de interferencia de vibraciones físicas, en el caso de Bekesy— capacitan al cerebro para localizar experiencias fuera de las fronteras físicas del cuerpo. Según él, ese proceso podría explicar también el fenómeno del miembro fantasma, o la sensación que experimentan algunas personas con miembros amputados de que sigue estando presente la pierna o el brazo que les falta. Muchas veces esas personas sienten calambres, dolores u hormigueos extrañamente realistas en esos apéndices fantasmas; pero quizá lo que experimentan es el recuerdo holográfico del miembro, que sigue grabado todavía en los patrones de interferencia de sus cerebros.
Apoyo experimental para el cerebro holográfico
Aunque a Pribram le resultaban tentadoras las numerosas semejanzas entre el cerebro y el holograma, sabía que su teoría nada significaría a menos que contara con el apoyo de pruebas más sólidas. El investigador que le proporcionó esas pruebas fue Paul Pietsch, biólogo de la Universidad de Indiana. Curiosamente, Pietsch empezó siendo un incrédulo beligerante con respecto a la teoría de Pribram. Se mostraba escéptico específicamente en lo relativo a la pretensión de que los recuerdos no ocupan una posición específica en el cerebro.
Para demostrar que Pribram estaba equivocado, Pietsch concibió una serie de experimentos y eligió salamandras como sujetos de los mismos. Había descubierto en estudios previos que podía eliminar el cerebro de una salamandra sin matarla y, aunque el bicho permanecía en un estado de estupor mientras le faltaba el cerebro, su conducta volvía a ser completamente normal en cuanto se le reponía.
Su razonamiento consistía en que si la conducta alimenticia de una salamandra no se encontraba ubicada en ningún sitio específico dentro del cerebro, no debería importar la posición del cerebro en la cabeza. Si importaba, demostraría que la teoría de Pribram era incorrecta. Entonces cambió los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro de una salamandra, pero descubrió consternado que la salamandra, en cuanto se recuperó, reanudó enseguida su alimentación normal.
Cogió otra salamandra y le volvió el cerebro del revés. Cuando se recuperó, también se alimentó normalmente. Cada vez más frustrado, decidió recurrir a medidas más drásticas. En una serie de más de 700 operaciones, cortó los cerebros en rodajas, los sacudió, los barajó, los menguó y hasta los picó, pero en cuanto volvía a colocar lo que quedaba del cerebro en las cabezas de sus desventurados sujetos, su conducta siempre volvía a la normalidad.[11]
Esos y otros hallazgos indujeron a Pietsch a creer en las tesis de Pribram y suscitaron la atención suficiente como para que su investigación se convirtiera en el tema a tratar en una parte del programa de televisión 60 minutos. Cuenta esa experiencia en su libro Shufflebrain, una obra reveladora que contiene un informe detallado de sus experimentos.
El lenguaje matemático del holograma
Si las teorías que posibilitaron el desarrollo del holograma fueron formuladas por primera vez por Dennis Gabor —después ganaría el premio Nobel por sus logros— en 1947, la teoría de Pribram recibió un apoyo experimental más persuasivo todavía a finales de los años sesenta y principios de los setenta. Cuando Gabor concibió la idea de la holografía, no estaba pensando en el láser. Su objetivo era mejorar el microscopio electrónico, que era un artefacto primitivo e imperfecto en aquel entonces. Gabor utilizó un planteamiento matemático y un tipo de cálculo inventado por un francés del siglo XVIII llamado Jean B. J. Fourier.
Lo que inventó Fourier fue más o menos la forma matemática de convertir cualquier patrón, por complejo que fuera, en un lenguaje de ondas simples. Mostró asimismo el modo en que esas ondas podían transformarse otra vez en el patrón original. En otras palabras, al igual que la cámara de televisión convierte una imagen en frecuencias electromagnéticas y un aparato de televisión convierte esas frecuencias otra vez en la imagen original, Fourier enseñó cómo hacer un proceso similar utilizando las matemáticas. Las ecuaciones que desarrolló para convertir imágenes en formas de onda y otra vez en imágenes se conocen como «las transformadas de Fourier».
Las transformadas de Fourier posibilitaron a Gabor convertir la imagen de un objeto en una nube borrosa de patrones de interferencia sobro una placa holográfica. Le permitieron también idear la forma de volver a convertir dichos patrones de interferencia en la imagen del objeto original. De hecho, la característica especial del holograma del «todo en cada parte» es una de las consecuencias que se producen cuando una imagen o un patrón se traducen al lenguaje de formas de onda de Fourier.
Durante finales de los años sesenta y principios de los setenta, varios investigadores contactaron con Pribram para informarle de que habían obtenido indicios de que el sistema visual funcionaba como una especie de analizador de frecuencias. Y como la frecuencia es una medida del número de oscilaciones que experimenta una onda por segundo, eran indicios vehementes de que el cerebro podría estar funcionando como un holograma.
Pero hasta 1979 dos neurofisiólogos de Berkeley —Russell y Karen DeValois— no hicieron el descubrimiento que resolvió la cuestión. Investigaciones de la década de 1960 habían demostrado que cada célula cerebral de la corteza visual está programada para responder a un modelo diferente: algunas células cerebrales se activan cuando los ojos ven una línea horizontal, otras, cuando los ojos ven una línea vertical, etcétera. Por consiguiente, muchos investigadores llegaron a la conclusión de que el cerebro obtiene información de células altamente especializadas, llamadas «detectores de rasgos», y encaja unas con otras de algún modo para proporcionarnos nuestra percepción visual del mundo.
A pesar de la popularidad que alcanzó esta teoría, los DeValois pensaban que sólo era una verdad parcial. Para demostrar que su suposición era cierta, utilizaron las transformadas de Fourier para convertir modelos semejantes a tableros de damas y cuadros escoceses en ondas simples. Después, hicieron una prueba para ver la respuesta de las células cerebrales de la corteza visual a las nuevas imágenes en forma de ondas. Y descubrieron que las células cerebrales no respondían a los modelos originales, pero sí a las traducciones Fourier de los mismos. Sólo cabía una conclusión: el cerebro utilizaba las matemáticas de Fourier, las mismas que emplea la holografía, para convertir imágenes visuales en las ondas del lenguaje Fourier.[12]
Posteriormente, muchos laboratorios del mundo confirmaron el descubrimiento de los DeValois; aunque no proporcionaba una prueba categórica de que el cerebro fuera un holograma, daba los suficientes indicios para convencer a Pribram de que su teoría era correcta. Animado por la idea de que la corteza visual no respondía a los modelos sino a la frecuencia de las diversas ondas, Pribram empezó a evaluar de nuevo el papel que jugaba la frecuencia en los otros sentidos.
No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que los científicos del siglo XX habían pasado por alto la importancia de dicho papel. Más de un siglo antes del descubrimiento de los DeValois, el fisiólogo y físico alemán Hermann von Helmholtz había demostrado que el oído era un analizador de frecuencias. Investigaciones más recientes revelaron que el sentido del olfato parecía estar basado en las llamadas «frecuencias ósmicas». El trabajo de Bekesy había demostrado claramente que la piel es sensible a las frecuencias vibratorias e incluso produjo algún indicio de la posible intervención de un análisis de frecuencia en el sentido del gusto. Es interesante observar que Bekesy descubriera que las ecuaciones matemáticas, que le permitieron predecir la respuesta de los sujetos de sus pruebas a diversas frecuencias vibratorias, eran también del género Fourier.
El bailarín como forma de onda
Pero quizá el descubrimiento más asombroso de todos los que desveló Pribram fue el que hizo el científico ruso Nikolai Bernstein: hasta nuestros movimientos físicos pueden estar codificados en el cerebro en un lenguaje Fourier de formas de onda. En la década de 1930, Bernstein vistió a varias personas con mallas negras y les pintó puntos blancos en hombros, rodillas y otras articulaciones. Luego, les colocó contra un fondo negro y les filmó mientras hacían diversas actividades físicas, tales como bailar, andar, saltar, dar golpes con un martillo y escribir a máquina.
Cuando reveló la película, sólo aparecieron los puntos blancos, moviéndose arriba y abajo y cruzando la pantalla en distintos movimientos fluidos y complejos (véase fig. 4). Para cuantificar sus hallazgos, analizó según Fourier las diversas líneas trazadas por los puntos y las convirtió en un lenguaje de formas de onda. Se quedó sorprendido al descubrir que los movimientos ondulatorios contenían pautas ocultas que le permitían predecir el siguiente movimiento hasta en menos de una pulgada (2,54 cm).
Figura 4. El investigador ruso Nikolai Bernstein pintó unos puntos blancos sobre unos bailarines y después los filmó bailando contra un fondo negro. Cuando trasladó sus movimientos a un lenguaje de formas de onda, descubrió que se podían analizar con las matemáticas de Fourier, las mismas que había utilizado Gabor para inventar el holograma.
Cuando Pribram descubrió el trabajo de Bernstein, advirtió sus consecuencias inmediatamente. Podía ser que las pautas ocultas aparecieran después de que Bernstein hubiera analizado los movimientos según Fourier porque así era como se almacenaban los movimientos en el cerebro. Era una posibilidad excitante, porque si el cerebro analiza los movimientos fragmentándolos en componentes de frecuencia, así se explica la rapidez con la que aprendemos muchas tareas físicas complejas. Por ejemplo, no aprendemos a montar en bicicleta memorizando concienzudamente todos los pasos mínimos del proceso, sino comprendiendo el movimiento fluido en su totalidad. Esa totalidad fluida, que ejemplifica la forma en que aprendemos tantas actividades físicas, resultaría difícil de explicar si el cerebro almacenara información poco a poco. Con todo, sería mucho más fácil de entender si el cerebro analizara esas tareas con arreglo a Fourier y las asimilara como un todo.
La reacción de la comunidad científica
A pesar de todos estos datos, el modelo holográfico de Pribram sigue siendo extraordinariamente polémico. Parte del problema es que hay muchas teorías populares sobre el funcionamiento del cerebro y datos que las respaldan a todas. Algunos investigadores creen que el hecho de que la memoria esté distribuida por todo el cerebro se puede explicar por el flujo y el reflujo de varias sustancias químicas cerebrales. Otros sostienen que las fluctuaciones eléctricas que se producen entre grandes grupos de neuronas pueden explicar la memoria y el aprendizaje. Cada escuela de pensamiento cuenta con defensores acérrimos y probablemente no nos equivoquemos si decimos que los argumentos de Pribram siguen sin convencer a la mayoría de los científicos. Por ejemplo, el neuropsicólogo Frank Wood de la Bowman Gray School of Medicine de Winston-Salem (Carolina del Norte) piensa que, «hay unos cuantos hallazgos experimentales preciosos para los cuales la holografía constituye la explicación necesaria y hasta preferible».[13] Pribram, atónito ante declaraciones como las de Wood, replica diciendo que actualmente tiene un libro en la imprenta con más de 500 referencias a esos datos.
Otros investigadores están de acuerdo con Pribram. El doctor Larry Dossey, anterior jefe del equipo directivo del Medical City Dallas Hospital, admite que la teoría de Pribram contradice muchas suposiciones antiguas sobre el cerebro, pero señala que, «muchos especialistas en el funcionamiento del cerebro se sienten atraídos por la idea, aunque no sea más que por lo inadecuadas que resultan evidentemente las concepciones ortodoxas actuales».[14]
El neurólogo Richard Restak, autor de la serie televisiva de la cadena PBS El cerebro, comparte la opinión de Dossey. Advierte de que a pesar de que hay datos abrumadores que muestran que las facultades están dispersas por todo el cerebro de una manera holística, la mayoría de los investigadores continúa aferrándose a la idea de que se pueden localizar en el cerebro del mismo modo en que las ciudades pueden ser localizadas en un mapa. A su juicio, las teorías basadas en tal premisa no sólo son «supersimplistas», sino que actúan realmente como «corsés conceptuales» que nos impiden reconocer la verdadera complejidad del cerebro.[15] Según él, «el holograma no sólo es posible, sino que es seguramente el mejor “modelo” del funcionamiento cerebral que tenemos en este momento».[16]
Pribram encuentra a Bohm
En cuanto se refiere a Pribram, en los años setenta se había acumulado la suficiente información como para convencerle de que su teoría era correcta. Además, había llevado sus ideas al laboratorio y había descubierto que las neuronas de la corteza motora respondían selectivamente a una gama limitada de frecuencias, descubrimiento que respaldaba aún más sus conclusiones. La cuestión que empezaba a preocuparle era que si la imagen de la realidad que se forma en el cerebro no es una imagen sino un holograma, ¿de qué es un holograma? El dilema planteado por esta cuestión sería como hacer una fotografía con una Polaroid de un grupo de gente sentada alrededor de una mesa y averiguar, una vez que la foto está revelada, que, en torno a la mesa, en vez de gente, sólo hay una nube borrosa de patrones de interferencia. En ambos casos se podría preguntar con razón: ¿cuál es la realidad verdadera, el mundo aparentemente objetivo que experimenta el observador/fotógrafo o la nube borrosa de patrones de interferencia recogida por la cámara/cerebro?
Pribram se dio cuenta de que si se llevaba el modelo holográfico del cerebro a su conclusión lógica, se abría la puerta a la posibilidad de que la realidad objetiva —el mundo de las tazas de café, de las vistas de montaña, de los olmos y las lámparas de mesa— podría no existir siquiera o, al menos, no existir de la forma en que creemos que existe. ¿Era posible —se preguntaba— que fuera verdad lo que los místicos han estado diciendo durante siglos y siglos, que la realidad es maya, o ilusión, y que ahí fuera no hay sino una inmensa sinfonía plagada de formas de onda, un «dominio de frecuencias» que se transforma en el mundo tal y como lo conocemos, solamente después de que nos entre por los sentidos?
Como comprendió que la solución que estaba buscando podría estar fuera de su campo, acudió a su hijo, a la sazón físico, en busca de consejo. Éste le recomendó que examinara la obra de un especialista en física llamado David Bohm. Cuando Pribram lo hizo se quedó anonadado: no sólo encontró la respuesta a su pregunta, sino que descubrió además que, según Bohm, el universo entero es un holograma.
Notas:
[1] Wilder Penfield, El misterio de la mente: estudio crítico de la consciencia y del cerebro humano, Madrid, Pirámide, 1977.
[2] Kart Lashley, «In Search of the Engram», , Nueva York, Academic Press, 1950, pp. 454-482.
[3] Karl Pribram, «The Neurophysiology of Remembering», Scientific American, 220 (ene. 1969), p. 75.
[4] Karl Pribram, Languages of the Brain, Monterrey, California, Wadsworth Publishing, 1977, p. 123.
[5] Daniel Goleman, «Holographic Memory: Karl Pribram Interviewed by Daniel Goleman», Psychology Today 12, núm. 9 (feb. 1979), p. 72.
[6] J. Collier, C. B. Burckhardt y L. H. Kin, Optical Holography, Nueva York, Academic Press, 1971.
[7] Pieter van Heerden, «Models for the Brain», Nature 227 (25 jul. 1970), pp. 410-411.
[8] Paul Pietsch, Shufflebrain: The Quest for the Holographic Mind, Boston, Houghton Mifflin, 1981, p. 78.
[10] Pribram, Languages, p. 169.
[11] Paul Pietsch, «Shufflebrain», Harper’s Magazine 244 (may. 1972), p. 66.
[12] Karen K. DeValois, Russell L. DeValois y W. W. Yund, «Responses of Striate Cortex Cells to Grating and Checkerboard Patterns», Journal of Physiology, vol. 291 (1979), pp. 483-505.
[13] Goleman, ob. Cit., p. 71.
[14] Larry Dossey, Tiempo, espacio y medicina, Barcelona, Kairós, 2006, p. 174.
[15] Richard Restak, «Brain Power: A New Theory», Science Digest (mar. 1981), p. 19.
[16] Richard Restak, The Brain, Nueva York, Warner Books, 1979, p. 253.