Depths of Imagination by JennaleeAuclair

I.

¡Por fin! Mire la hora que es… Cuando me muera, a usté lo voy a mandar a buscar a la Muerteen cuanto el Mago nos saludó a lo lejos lejos y gesticuló con los brazos, encaminándose hacia las casetas de apuestas, Cristóbal me dio un codazo. Estoy seguro de que llevaba estos veinte minutos afuera, haciéndose esperar; la próxima vez me quedo vigilando la puerta y le pego un buen susto.

¿Y por qué le dicen así? ¿El Mago? Pregunté.

Porque siempre que estamos reunidos, en el momento en que nadie se lo espera, ¡va y desaparece con la excusa más disparatada! Soltó una risotada estridente, golpeándose los muslos con las manos. Justo antes de pagar la cuenta. Es todo un Houdini de las deudas.

El Mago tenía más bien aspecto de mimo enjuto, de profundas ojeras bajo el bombín gastado sombrero que, probablemente tendría más años encima que su dueño. La camisa blanca y los tirantes me recordaban a uno de esos bufones de la fundación Marcel Marceau que pedían plata en los semáforos. Quién sabe. Quizás alguna vez hubiera trabajado en eso (deformación profesional).

Tú eres Rómulo, ¿no? Mucho gusto; por fin nos conocemos me abrazó intempestivamente cuando le extendí la mano. Me dolió mucho lo de tu papá. Yo estudié con Julio en el mismo colegio. Me llamo Francisco, pero me dicen el Mago.

Sí sí, ya le conté se atravesó Cristóbal. Además es un gran mago desapareciendo billete: lleva quince años registrando todos los resultados de las carreras, y nunca gana nadaDebió haber sido notario.

¡Aún! –Elevó el huesudo índice fingiendo solemnidad y me miró con unos ojos amarillos de gato. Es cuestión de tiempo; Rómulo: tuo es un impaciente.

¡Tiempo es lo que nos falta a nosotros! No le pida peras al olmo; los dos sabemos que debajo de ese sombrero hace mucho dejó de haber pelo.

Miraba al Mago abanicarse entre carcajadas con su cuaderno de estadística, mientras un polvo áspero se levantaba con el paso de los caballos. Vinieron a mi cabeza como una rozadura aquellas palabras que Julio solía repetir: los viejos están vacíos de palabras y llenos de manías. Aquel diálogo supuse lo tendrían todos los sábados sin excepción, sin variaciones. Más allá de lo frívolo a priori, parecía un ritual de complicidad. Jugaban, con la rutina como instrumento, a evocar los remotos días en los que tenían más incertidumbres que fracasos.

¡Cuánta cosa pasa aquí! –dije hojeando el periódico arrugado que encontré sobre de la silla vacía de mi derecha. No hay sino tiroteos y violaciones. “Hoy, cuatro muertos en Las Cruces. Con foto y todo.

Prensa amarilla dijo el Mago. Pero lo cierto es que, s que amarilla, es roja. Exprímela y verás cómo gotea sangre.

Dios los acoja en su seno, eso sí, después de recomponer los pedacitos en los que van llegando. No te hagas el mojigato, Rómulo, como si allá donde vives todo fuera paz y alegría. Yo veo por televisión el canal internacional y la vida también es violenta y delirante.

, para qué negarlo. Lo que pasa es que hacía mucho que no leía un periódico, precisamente por eso respondí resignado al levantarme, y encendí un cigarrillo.

Qué, Mago, ¿por fin ganó algo? Porque entonces usté nos va a invitar al almuerzopreguntó Cristóbal, con más sarcasmo que genuina curiosidad.

¡Ay, Carajo! el Mago se palpó inquieto los bolsillos, como autorrequisándose. Creo que me la robaron la billetera. Adelántense y después nos vemos, que voy a buscar un CAI Giró a la derecha, cojeando. No me había fijado en la pierna ortopédica.

II.

Nos bajamos del errático bus a la orden de Cristóbal, transfigurado en su tocayo el conquistador. Allá, dijo enérgico ylo le faltó clavar la bandera castellana frente al restaurante, orgulloso de haberlo encontrado. Yo no lo recordaba o jamás lo había pisado tampoco era tan distinta una opción de la otra. Según me explicó, el lugar se llamaba El Cuerno de la Abundancia: comida familiar, pero ya no figuraba cartel alguno: lo habían quitado meses atrás, reemplazando además las vitrinas por persianas de metal, para evitar nuevos robos (los ladrones estrellaban una camioneta contra la fachada, en plena madrugada, con cierta regularidad), y desde entonces, casi todas las noches por si acaso, la dueña encerraba en el local a su marido y al hijo mayor, quienes hacían guardia, escopeta en mano. Al vernos franquear la puerta, la mujer se acercó y abrazó afectuosa a Cristóbal. Él Aprovechó la cercanía para presentarme.

—¡La viva imagen de don Julio! ¿Cómo está tu papá? Hace mucho que no viene por aquí preguntó—.

Falleció el año pasadocontesté mecánicamente, al tiempo que la dueña desdibujaba la sonrisa, como desmoronándose.

No sabe cuánto lo lamento compungida, la mujer me apretó el hombro con una mano, mientras con la otra se santiguaba. Era una persona muy buena, nuestro cliente más antiguo. ¿Qle pasó?

Cáncer… fue mejor para él. Para todos. Ya sabe, la morfina

Me escuchaba a mi mismo pronunciar esa composición de lugares comunes, desde afuera, ignorando que salían de mi boca. Cristóbal, mientras, apelaba a las causas: que don Julio fumaba mucho, que los químicos de la comida, que las antenas de los celulares. Lo único verdaderamente relevante era el resultado. Recurrir a otras cuestioneslo servía para alimentar la curiosidad de quien busca motivos de gratitud hacia su propia vida.

Dámele un abrazo muy fuerte a tu familia. Dios lo acoja en su seno dijo para concluir el tema, encogida de hombros. Bueno, ¿en qué les puedo servir? Don Cristóbal, ¿lo de siempre?

Si todavía se acuerda, doña, pues sícontestó—.

Comí muy despacio y sin articular palabra, atento al ruido tan característico de los restaurantes concurridos: los tacones contra el suelo si es de azulejo, mejor, el choque de platos y vasos entre el murmullo de los comensales, opacado a veces por los rugidos de los camareros y al fondo, en la cocina, las ollas a presión amenazantes. Cristóbal engullía velozmente su bandeja y la carne asada no era, empero, oponente para su elocuencia. Jamás supe si, de hecho, hablaba conmigo.

Entre tantas anécdotas y evocaciones aquella tarde, me contó atropelladamente que el Mago y Julio se habían reencontrado hacía algunos años en la fila de ingresos del hospital, y que aquel día estuvieron hasta la madrugada en la cafetería conversando, comparando cicatrices y alopecias, ex esposas y niveles de colesterol,cord de visitas al urólogo en un mes y medicamentos recetados, admirando las radiografías con curiosidad infantil, yendo al baño por turnos a tomar Whisky de la petaca. Me habló también de deudas pasadas pero aún inconclusas, del tranvía que ya no pasa por el centro; de dónde estaba cada uno cuando el hombre llegó a la luna; de los ojos verdes de mi abuela, de las casas de citas donde las putas repudiaban a los hijos varones que les hacían por accidente —“como en China, pero al revés, aseguró—.

Julio nunca me dejó llevarte a un sitio de ésos; decía que aquellos eran otros tiempos y había que aceptar las barbaridades que nuestros padres habían hecho con nosotros. Pero era acomo se educaba a los hijos entonces. Las niñas cumplían quince años y se les preparaba su fiesta con el vestido, los zapatos de tacón, los edecanes, los mariachis. Y nosotros, al llegar a los quince, también nos merecíamos una fiesta que simbolizase el paso a la madurez. Desde que naciste me hizo jurarle que nunca te llevaría. También me hizo jurarle que te cuidaría si a él le pasaba algo, y mira mo son las cosas, ahora has venidoa cuidarme, porque seguramente yo soy el próximo. Así es la vida. Primero nos toca a los viejos la voz le fluctuaba, como desafinado. Por primera vez en todo el día se quedó un buen rato pensativo, sorbiendo el café sin articular palabra.

¡Cristo! déjate de fatalismos y pendejadasle dije después de un rato, sin saber muy bien cómo romper el silencio.

Sí. ¡Carajo! Se me va a indigestar la comida. Quiero mostrarte algo, no muy lejos de aquí.

III.

Después de media hora de paso firme, Cristóbal se detuvo frente a un parqueadero abandonado. Las paredes exhibían pancartas con anuncios de ferreterías y supermercados.

Aquí nacimos tu papá y yo, cuando el centro era lo único que existía y los barrios del norte y sur eran tierra baldía. La casas grande del barrio. Ocupaba prácticamente toda esta manzana y por dentro era como las quintas coloniales de los pueblos, con portones de madera, techos altos y jardín interior, donde Julio y yo alimentábamos a los gatos que trepaban de noche por el tejado persiguiendo a las ratas. Tu abuela los espantaba a escobazos y siempre volvían, muy dignos. Cierto día tu abuelo trajo un perro de una finca del norte, un pastor alemán bravo con los gatos, aunque temeroso de las ratas. Entonces hubo que conseguir algo para matar primero a las ratas, pero, qué ironía, el veneno acabó con el perro. Y ahora mira, ahí —señaló sin entusiasmo una tapia elevada, no hay mucho que ver. Parece como si nadie hubiera vivido jamás.

En efecto, el solar, ocupado por un generoso grupo de automóviles sobre la mala hierba, estaba aún rodeado por una fachada endeble, afectada por lo que parecía, más que humedad, osteoporosis. los matojos y las rejas oxidadas componían una imagen de decadencia perpetua; la devastación como estado único. Busqué algunas palabras reconfortantes, una palmada en la espalda, un trago de aguardiente, pero Cristóbal continuaba hablando en voz baja, casi un murmullo.

Nos abrazamos bajo promesa de conversar más a menudo, llamarnos por teléfono. Cuando el taxi aceleró, me asomé por la ventana y agité la mano. Él miraba fijamente el edificio gris.

Ilustración: Depths of Imagination by Jennalee Auclair