El extraño hombre le entregó una antorcha empapada en aceite, mientras le daba indicaciones básicas para seguir el camino, algo le pareció familiar, pero no supo reconocer qué era. Bajo una apestosa y vieja capucha era muy difícil distinguir facciones.
—Sigue el camino de la derecha —le indicó con un huesudo dedo—. Encontrarás a Príamo, te ayudará cuando llegues al valle de los idos, de ahí en adelante solo él puede ayudarte y llegar al foso.
Con la antorcha en la mano dio la vuelta y comenzó su camino. Al darle la espalda la voz del encapuchado se dejó oír nuevamente:
—No confíes en todo lo que oyes, ni en todo lo que ves… cierra los ojos cuando sea necesario.
Prosiguió por el camino indicado, cuando volteó la cabeza, el hombre tenía su mano levantada en señal de despedida, eso lo inquieto aún más. Llevaba caminando lo que al parecer eran horas, no podría decir cuánto ya que el tiempo en ese lugar parecía no transcurrir. Todo era un descampo enorme, gris y sin vida, solo algunos arbustos lograban sobrevivir en tales condiciones. Vio cómo una planta atrapaba un pequeño insecto entre sus pegajosas hojas. Un lugar como aquel solo podía ser hogar para los fuertes. Quienes no se adaptaban estaban condenados, el lugar era casi infinito, no hay luz del sol ni estrellas, solo penumbras. La antorcha ayuda a ver formas y sombras, tímidas siluetas se vislumbran. Una mujer apareció de la nada a su izquierda sobresaltándolo con su cara demacrada, enormes ojeras color violeta.
—¿Lo has visto? ¿Te habló?… Cada vez que viene, siento nuevamente el calor aquí en mi pecho, como si lo tuviera otra vez —le decía mientras le señalaba un oscuro agujero donde antes debió estar su corazón—La calidez vuelve a través de mis ojos, puedo verlos aun parados en la puerta despidiéndose, todo es más claro cuando él está cerca.
Se quedó en silencio un minuto mirándolo fijamente, con sus profundos ojos negros que más parecían agujeros, en una expresión de sorpresa y repentina lucidez.
—Tú no eres como nosotros. Eres el primero que lo hace… encuéntrala, llévala de regreso… no lo merece —nuevamente silencio.
Le dio la espalda y regresó por donde vino perdiéndose con otros muchos en la penumbra. Un gran relámpago apareció de improviso, todo se iluminó, mostrando las vastas dimensiones junto con el largo camino que tenía por delante. Provocando a su vez los alaridos de seres atormentados, que buscan en las sombras calmar su dolor inútilmente. Un segundo haz de luz le volvió a mostrar a cientos de seres gritando desesperadamente, mientras el sonido del trueno se elevaba, confundiéndose con los gritos de dolor y agonía. La tierra comenzó a temblar tan fuertemente que cayó de rodillas. Vio cómo todo a su alrededor se hundía, llevándose consigo las sombras y los gritos. La intensidad de la luz ambiente aumentó. Vio en el horizonte cómo se alzaba una gigantesca muralla. Al ponerse de pie ya no quedaba nada, solo el camino de piedra que venía siguiendo, el cual se perdía en las entrañas del muro. Llevaba un buen rato caminando nuevamente, cuando divisó a lo lejos una sombra que se acercaba más y más. Una mujer cubierta completamente por un velo delgado de seda. Su esbelta figura se podía apreciar perfectamente, ahí en la nada espantaría a cualquiera. No podría decir que no sintió temor. La figura parada ahí en medio de la nada, parecía mirarlo fijamente a través de la seda. Le habló con voz dulce y algo cansada, parecía casi etérea.
— ¿Qué te motiva a seguir caminando? Eres un hombre ordinario, nada te hace más especial que el resto, o los caídos aquí en este lugar. Aún tienes tiempo de regresar, si eres sensato. Me han enviado a mostrarte las consecuencias de ir contra sus deseos.
Desde su regazo, entre los pliegues de la tela, salió un niño de tez blanca y pelo muy negro. La luz proveniente de la antorcha creaba sombras en el rostro del pequeño. Ella le acariciaba la cabeza de manera amorosa, como lo haría cualquier madre, pero la imagen era en cierta forma perturbadora.
—Este que tú ves aquí, es mi semilla, lo perdí hace mucho tiempo, en una época cuando los hijos del cielo caminaban en la Tierra. Una oscura noche lo apartaron de mi lado y comenzó mi búsqueda, hice cosas terribles, pero al igual que tú, mi mayor motivación fue el amor. Recorrí estas mismas piedras y la misma angustia. Pero mi elección final fue incorrecta. Mi retoño volvió a mis brazos, esos que lo añoraban como solo una madre puede hacerlo. Pero no era el mismo, lo habían cambiado, tampoco pude regresar al mundo de los vivos, me dejaron aquí vagando eternamente sin poder encontrar consuelo y mucho menos paz… como puedes ver claramente —la antorcha le mostró muchos rostros que pululaban alrededor de la mujer como una niebla, susurrando y gritando. Fue en ese momento que pudo vislumbrar la clase de tormento al cual estaba condenada eternamente, los rostros de todos aquellos que dañó y perjudicó en vida, muchos de ellos muertos por su propia mano—. Te conté y mostré parte de mi dolor, no espero persuadirte, no dejarás de buscar y conseguir lo que quieres… te deseo la mejor de las suertes. —bajó su cabeza en señal de respeto. Se alejó y desapareció tal como llegó, rodeada de la bruma de tormentos.
Prosiguió su camino, el empedrado se hacía cuesta arriba. Cada paso que daba se hacía más difícil que el anterior. Podía ver más próxima la enorme muralla, la incertidumbre de no saber cuánto tardaría lo estaba matando. El camino proseguía en medio de unas ruinas; lo que quedaba de un pueblito. El humo salía por los techos y ventanas de muchas casas, todo acompañado de un intenso olor a carne quemada. Un lugar horrible. Mientras caminaba trataba de imaginar quién podía vivir en aquel lugar. ¿Dónde estaban los niños? Era como el infierno o sus puertas.
Sus pasos lo llevan a una bifurcación, no pudo decidir qué camino tomar, se sintió perplejo y la inseguridad lo consumió.
—Así que aquí estás, pensé que eras más alto —la voz provenía de su espalda, al dar la vuelta pudo ver a una extraña criatura.
Caminando en cuatro patas, sus extremidades huesudas, su torso cubierto de un pelaje negro como la noche. Lo más impactante e inquietante era la total ausencia de rostro. En su lugar gruesas vendas manchadas de sangre cubrían su cara. El no poder ver sus expresiones, sumado a su rasposa voz, generaban un cuadro que no le gustaba para nada.
—Puedo ver que te causo repulsión y miedo. Pero no te preocupes, estoy aquí con el único propósito de guiarte y darte algunas respuestas, no todas claro está, pero las suficientes para poder proseguir con el viaje —se quedó en silencio como oliendo el aire. Parecía un animal, pequeño y repulsivo—. Mi nombre es Príamo, estoy encargado de guiar a las almas que se aventuran a recorrer esta ruta. Sea cual sea la decisión que tomes en algunos momentos, te acompañaré hasta el final. Ante ti, tienes la primera gran decisión; a la izquierda está la salida de este lugar y tu regreso seguro al mundo de los vivos. Debo decirte que muy pocos llegan a pasar más allá de este punto, el temor y la oscuridad ya tienen envenenados sus corazones. Nunca vuelven a ser los mismos. La ruta de la derecha conduce a lo más profundo de los infiernos, al estado de la locura y desesperación. Nadie de quien ha escogido esa vía ha salido indemne. Mi deber es persuadirte a no seguir por ese camino, pero veo en ti la voluntad. Debemos apresurarnos no queda mucho, te lo aseguro.
En ese momento comenzaron a caminar, la ruta se hacía cada vez más difícil. Ninguno de los dos pronunciaba palabra alguna. Príamo se mantenía siempre a sus espaldas, oliendo todo y respirando muy fuerte. Durante el trayecto desaparecía y regresaba muchas veces sin más explicaciones. El muro estaba cada vez más cerca, su majestuosidad era abrumadora. A lo lejos pudo ver cómo el camino se adentraba en la roca creando un pequeño cañón donde difícilmente llegaba la luz.
—Este es el punto de no retorno, desde aquí es donde tu entereza es observada, entremos, no perdamos más tiempo.
La luz casi no llegaba. Al continuar, el pasadizo se hacía muy angosto y, otras veces, ancho y espacioso. Al dar la vuelta en un recodo y luego de llevar mucho tiempo en silencio, la voz de Príamo lo sacaba de su sopor.
—Lo que estás a punto de presenciar solo unos pocos lo han visto. Solo los más fuertes pueden pasar esta parte del camino —ante ellos se abría un paso muy ancho, de una altura increíble.
—Esto… Esto es «El valle de los Idos», haced reverencia joven mortal —bajó su cabeza en señal de sumisión. Al levantarla pudo ver en plenitud las cientos de estatuas gigantescas que custodiaban el camino. Muchas de ellas con sus manos en forma de plegaria o de bienvenida. Sus rostros cadavéricos les daban un aire terrorífico—. Éstos que tú ves aquí son los «Idos», creadores de los siete infiernos y protectores omnipresentes de todo lo que puedes observar, custodian el camino al foso traga almas, la puerta al último de los infiernos… el más profundo y el más frio, donde si caes, jamás vuelves a salir.
La fila de estatuas era interminable. Posó su mirada en muchos capullos que colgaban de sus heladas y pétreas manos. Eso llamó su atención, Príamo pudo ver la duda en su rostro.
—Aquellos que cuelgan, fueron algunas vez protegidos que cometieron alguna falta grave. Dentro de esos capullos sus cuerpos se descomponen y regeneran una y otra vez en un proceso eterno, es un horroroso castigo —mientras seguían caminando, las rocas a su paso se iban transformando en crujientes y blancos huesos. Pisaban literalmente sobre la muerte, generando un sonido horrible con cada paso que daban.
De pronto, Príamo ya no estaba, se había desvanecido, se encontraba solo. El piso bajo sus pies comenzó a moverse. Cuerpos en descomposición se abrían paso entre los huesos. En momentos, un pequeño ejército de criaturas le hizo frente impidiéndole seguir. Lo único que pasaba por su cabeza era llegar al final del camino y nadie se lo impediría. Decididamente, comenzó a caminar en su dirección. Muchos de ellos comenzaron a atacarlo, tratando de llevarlo al piso, impidiéndole a toda costa que llegase al foso. Golpeaba con todas sus fuerzas, apartándolos con el fuego de su antorcha, muchos con roídos ropajes que se encendían, transformándose en piras andantes. Cada vez que uno de ellos caía, otro se ponía de pie. Parecía tarea imposible, pero su espíritu era fuerte y no dejaría que nada lo detuviera Siguió pateando y dando golpes. Al pasar los minutos sus fuerzas fueron mermando, casi ya no podía estar de pie. Un relámpago rasgó el cielo justo sobre ellos, iluminando en su totalidad el pequeño paso. El sonido del trueno fue ensordecedor y cientos de sombras salidas de la nada comenzaron a llevarse los cuerpos putrefactos a las profundidades, dejándolo en la más absoluta soledad. Agotado y sin entender nada, decidió proseguir su camino con las pocas fuerzas que le quedaban, acompañado del sonido bajo sus pies.
Tres grandes escalones le mostraron el final del camino, de ahí en adelante un gran foso se hundió en las profundidades. Príamo apareció a su derecha y el extraño hombre que le entregó la antorcha al comienzo de su viaje, en la otra orilla.
—Pensé que no lo conseguirías, para ser sincero mi falta de fe en ti era enorme. Te preguntarás por qué te dejé solo en el camino. Los Idos vieron tu determinación, te pesaron y midieron, fuiste digno de pasar a la última y tal vez la mayor pregunta de todas. Los pocos que han llegado aquí, solo quieren terminar pronto y volver —un silencio llenó el lugar—. La mujer a la que buscas, se encuentra en lo más profundo de ese agujero; la puerta al séptimo infierno y morada del regente de este mundo. Debes bajar, encontrarla y salir de allí. Pero debo advertirte que nadie te guiará ni ayudará. Lo más probable es que no salgas de ese lugar jamás, terminarás quedándote por toda la eternidad. Existe otra manera… tienes que entregar tu mortal vida a cambio de la suya, ocupar su lugar en las profundidades. Debes regalar tu chispa, el alma que te hace único entre las criaturas de allá arriba. De todas maneras tienes un solo camino —el dedo de Príamo apuntaba directamente hacia la oscuridad.
La indecisión era tremenda; podía seguir peleando, pero no estaba seguro de sus fuerzas, corría el riesgo de no poder sacarla de ese lugar. Sin embargo, la felicidad de ella era lo que más le importaba, si podía darle otra oportunidad para vivir, era razón suficiente para hacerlo. Miró a la otra orilla del foso, pudo ver la figura encapuchada que aún le parecía extrañamente familiar. Giró para observar a su guía, suspiró y por primera vez en todo su viaje habló.
—La única solución para mí, es darte lo que me hace único… tómala y déjala a ella libre.
Vio una expresión de satisfacción en el inexistente rostro de la criatura. Hasta ese momento se movía como los animales. Se irguió lentamente, quedando casi de su altura, provocándole un temor enorme. Su huesuda mano entró de pronto en su pecho, tomando su corazón y arrancándolo. Pudo ver el sangrante músculo en su mano, moviéndose de manera automática. No sentía dolor, solo un gran vacío. Mientras caía al foso vio de reojo al encapuchado y pudo observar un gran anillo de plata en su mano derecha, igual al de su padre. Mientras se sumergía en las profundidades pudo reconocer su voz susurrándole al oído:
—No abras los ojos, no los abras —la oscuridad lo envolvió y no sintió nada más.
Cuando abrió sus ojos, tenía la cabeza apoyada en su regazo. Allí estaba, mirándolo fijamente con sus enormes y hermosos ojos azules. Un mes en coma después de su accidente, todo ese tiempo pensando que no lo lograría. No pudo contener el llanto mientras ella le acariciaba el pelo.
Un enfermero entró; revisó los equipos y mientras hacía esa tarea, lo miró y sonrió. Pudo ver claramente la tarjeta de identificación: «Príamo». Al acabar su tarea, el enfermero dio media vuelta y se marchó. Una corriente fría recorrió su cuerpo; lo había conseguido, la salvó y no la dejaría ir nunca jamás.
Cuento aparecido en la «Antología de la Nueva Narrativa Fantástica Chilena» (2014) de la editorial Una temporada en Isla Negra y ganador de una mención honrosa en el XL Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “Cultura en palabras 2014″
Ilustración: Yuri Shwedoff