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Hablar de la muerte
No es necesario haber estudiado Literatura para saber que dos de los temas más importantes en Occidente son el amor y la muerte. También podrían incluirse el viaje y la guerra, pero si lo pensamos con un poco más de profundidad, ambas transformaciones están implicadas y, de alguna manera, son derivaciones de los dos procesos de transformación básicos: creación y destrucción. En la trimurti india, además de existir estos procedimientos (encarnados respectivamente en Brahma y Shiva) habría un tercero: Vishnu, o la mantención de lo creado. Y, aunque parezca una desviación, mencionar estos aspectos tensionados entre las imágenes de mundo de Oriente y Occidente sirve a un propósito mayor: hacer hincapié que los temas rectores de nuestra literatura son ya figuras, transformaciones u operaciones retóricas. Ya sea por sustitución o desplazamiento, la mutación que desencadena un tema trascendente presupone que el mundo, los personajes, las motivaciones y acciones iniciales cambiarán.
Ahora bien, si el contenido se agrupa en ciertas “fosilizaciones” de antiguas metáforas o metonimias construyendo temas, hay unidades menores de sentido, a las que la crítica ha llamado “motivos”. Si se lee, por ejemplo, el Ramayana como una historia/poema de amor en el que Rama va en busca de Sita, quien ha sido atrapada por demonios, habría que agregar que dentro del tema del amor hay un motivo particular, el de la lucha por el amor, el viaje por el amor y, en síntesis, la construcción del amor a través de la salida de la cómoda situación del placer. Algo así ocurriría siglos después con la queste en términos de búsqueda y aventura en la materia de Bretaña y otros relatos protonovelísticos. Más allá de esto, me interesa relevar el hecho de que el diseño de un mundo a través de la representación de un tema habla, además del mismo, de la conciencia de los hombres y mujeres de ese tiempo. Habla del mundo, además, en el que estas ficciones pueden existir.
Hay sobre el tema de la muerte, innumerables relatos y poemas. Quizás uno de los primeros sea El poema de Gilgamesh, en el que el personaje que le da nombre al poema va a los extramuros del mundo para conseguir un filtro que le permita traer a la vida a su amigo Enkidú. También está el caso del Mahabharatta, épica india en la que se representa la guerra entre dos clanes (Kurus y Pandavas) sobre el campo de Kurukshetra. En esta historia, Arjuna, el arquero, es guiado por Krishna para ser intérprete de la rectitud del dharma a través de sus flechas. En el punto más alto de la argumentación de esta forma encarnada de Vishnu para convencerlo de luchar contra su propia familia, este se despoja de sus vestiduras materiales y expone el infinito que contiene su propia finitud, es decir, el reino del más allá, pero acá. Algo más desarrollado es el descenso de Odiseo al Hades, por consejo de Circe: gracias al diseño del inframundo podemos apreciar el carácter binario de la ontología helénica y la recurrencia de los paralelismos. No es accesorio que el héroe descienda al infierno para obtener conocimiento, como ocurre en el Popol Vuh o en La Eneida. Esto, pues como podrá comprobarse en el motivo de ciertas flores tanto en culturas precolombinas (el cempasúchil en la tradición náhuatl) como en culturas poscolombinas (como el poema “Asfódelo” de William Carlos Williams) o europeas (el asfódelo en la poesía de Seferis), el mundo de los muertos es el que nutre y otorga sentido al de los vivos, siendo estas flores una suerte de signo a interpretar, como el vuelo de las aves o la misma naturaleza: un lenguaje mudo y sin código que debemos interpretar. En el mundo de los muertos está el futuro, la comprensión del presente y, muchas veces, la explicación de hechos pasados, pues es, eminentemente, un lugar sin tiempo. Hablar del mundo de los muertos en nuestro contexto, también es el primer vínculo con la cultura y religiosidad de un momento, ya que, como planteaba Mircea Eliade, en el origen del pensamiento religioso están los fenómenos naturales y los antepasados muertos. Por lo mismo, viviendo tiempos sentidamente homogéneos y de rápido intercambio es curioso volver al diseño del mundo de los muertos. El año 2017 pudimos ver una mezcla de Mictlán y Xibalbá en Coco, de Pixar, así como hemos apreciado la atomización de la muerte en la poesía chilena de antaño. Casos como Réquiem, de Humberto Díaz-Casanueva y Canto del macho anciano, de Pablo de Rokha nos hablan de la experiencia de la muerte de un familiar, mientras que Veneno de escorpión azul, de Gonzalo Millán; Diario de muerte de Enrique Lihn y Contacto terrestre de Gustavo Ossorio son tres formas de escrituras documentales ante la inminencia de la muerte. El caso de César Cabello es diametralmente opuesto. La desmesura de la ambición al querer representar el diseño del más allá contrasta con la precisión de su proyecto. Al contrario que la Divina Comedia, Nometulafken es una síntesis silenciosa del viaje de las almas más allá del mar, a la isla Mocha, atravesando las aguas del olvido. Lo que César Cabello plantea con su nuevo poemario, este año 2017, es que es posible reescribir el mundo a favor de los explotados y olvidados, en este caso, el pueblo mapuche, pero sin una pizca de suficiencia o condescendencia ni menos intentando la sutil ventriloquía de poner palabras nuevas en voces antiguas y silenciadas. Este tour de force de César Cabello busca dos difíciles y profundos deseos que la poesía pareciese haber olvidado: la representación de un espacio simbólico, es decir, la materialización del cuerpo espiritual de una cultura, en este caso, el mundo de los muertos; y hacer de la aparente marginalidad de la cultura mapuche en relación a cultura orientales, europeas o mesoamericanas una ventaja para, como escribió Jorge Luis Borges, obrar con más libertad, aunque sin retroceder ni un centímetro en que las historias de nuestros antepasados son universales y un fundamento para construir una sociabilidad distinta. Lo que presenta Cabello, es que el horror del mundo está cifrado en la arquitectura del Nometulafken, y que el pueblo mapuche, como el chino y el mexicano, tiene una relación tan próxima a la muerte que la ubica en el centro de sus vidas, siendo esta proposición arriesgada la lucha por el posicionamiento central de este mundo, que nada tiene que envidiarle a otros espacios espirituales.
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El país de los muertos
Si la mitología griega nos donó el viaje a la tierra de los muertos a través de un campo de asfódelos y de las aguas de cinco ríos —el Aqueronte (el río de la pena o la congoja), el Cocito (de las lamentaciones), el Flegetonte (del fuego), Lete (del olvido) y Estigia (del odio)—, el curso de estas aguas riman con un antecedente central, el de El poema de Gilgamesh, donde el héroe debe ir hacia el “más allá” representado por el océano, las aguas de la muerte, una suerte de señal del gran abismo sobre el que flotaría el universo, en la cosmovisión sumeria. Más allá están la balanza de Osiris, Xibalbá, Mictlán y otras ficciones que representan el desconocido imperio de la muerte.
Lo que César Cabello plantea, en este poemario, es el epílogo para una arquitectura del morir y del más allá desde el imaginario mapuche. Lo que había inaugurado silenciosamente con Las edades del laberinto (2008), Industrias Chile S.A. (2011) y El país nocturno y enemigo (2013), viene a cerrarse con Nometulafken, poemario dividido en tres partes (“El sueño de Ngenechen”, “Wampotufe ül” y “Nometulafken”, la última parte del libro, que, curiosamente, realiza una autocita (quizás paródica, quizás no) de su primer libro. Esta circularidad entre la escritura que parte el 2008 y se cierra casi el 2018, habla de la obsesión arquitectónica de su autor, quien en esta primera parte de su obra ha dedicado todos sus esfuerzos a comunicarse tanto con los espíritus familiares mapuche como con la historia del pueblo que rehúye los libros. Además de todo esto, es llamativo que desde aquel primer libro, Cabello haya insistido en un estilo musical y oscuro, algunas veces simbólico y otras alegórico, que transita entre la lectura de la vanguardia europea y americana, siendo fundamentales algunos poetas de la generación del 38 en Chile para entender de dónde viene este caudal legamoso y espiritual, que pareciese venir cargado de muertos. La poesía de Mahfud Massis, Rosamel del Valle y Carlos de Rokha, distinta, pero complementaria en la imaginería de Cabello, avanza desde la animalidad material, la ingravidez imaginativa y la violencia, respectivamente, como tres caras de una figura que tiene como base la poesía de Pablo de Rokha. Pero más allá de los referentes, lo fundamental de Nometulafken es la búsqueda de una arquitectura, de la figuración del mundo de lo muertos a través del viaje a través del mar hasta la isla Mocha. Los lafkenches, o habitantes de la costa, eran quienes delinearon la delgada línea limítrofe entre los vivos y los muertos, siendo conducidas las almas de los fallecidos por un botero a la isla. Así, como una cultura implicada en la muerte, la mapuche recibía durante la noche la visita de los espíritus a través de la encarnación en insectos y aves, manteniendo el simbolismo alado de lo que ha perdido el cuerpo.
De alguna manera, la descripción de los tres momentos del viaje, desde el sueño de Ngenechen (que rima con el sueño de Brahma en la India), pasando por el canto del botero, hasta la llegada al Nometulafken, es decir, el lugar más allá del mar, tienen que ver tanto con su poesía (en el sentido de que ella misma es un proceso de desmaterialización, de despojo de las ataduras de la carne y la materia, para entrar en la inmaterialidad de los signos y las ideas: la poesía como la llave para devolverle el alma al mundo) como con la construcción de un discurso literario que intenta revertir la posición marginal del imaginario sudamericano-mapuche para ubicarlo al mismo nivel que una ficción europea o norteamericana, como podrían ser las mitologías poéticas que se han creado en torno a lugares (Chicago, Nueva York, Hartford, Paterson, Gloucester, Londres, Roma, París, etc) o los grandes mitos sobre el amor (“Asfódelo”, Capital del dolor o Réquiem), entre tantos modos de redirigir las libres energías de la lectura hacia un lugar único o central. A pesar de que la segunda posibilidad pareciera inalcanzable, el ejercicio de Cabello es trascendente, dado que, como Derek Walcott, toma un tema fundacional y lo desarrolla desde la diferencia, cuestionando tácitamente la posición lateral de todos los imaginarios indígenas y particulares. No digo con esto que busque hacer del lenguaje de su aldea un lenguaje universal. Más bien, creo que su intención es mostrar la complejidad y belleza del horror que circunda la experiencia más dolorosa de los seres vivos: sin el hábito del abandono, abandonar. Abandonar los seres queridos, la lengua, los muertos precedentes, los sabores y olores tutelares, en fin, el hábito mismo de la vida, las materias y espíritus que nos rodean. Para lograr tal fin, Cabello obra contraintuitivamente, como un nauta al entrar en la oscuridad absoluta, con la frialdad del espacio desconocido, el sujeto de la enunciación avanza y nos guía a través de los pasos que atraviesa el cuerpo y el alma en su ritual de unificación con la matriz creadora de la vida. Como si estuviese escribiendo el Libro de los muertos mapuche, Cabello toma distancia de la emoción de deudos y agonizantes, y se posiciona en la orilla del poema, dejando que las imágenes floten, se hundan y se eleven, libres, en la opacidad de su peligro.
Ilustración: Rhuven