Mi novela Los desposeídos trata de un pequeño mundo poblado por personas que se llaman a sí mismas odonianos. El nombre proviene de la fundadora de su sociedad, Odo, que vivió varias generaciones antes del momento en el que se desarrolla la novela y que, por tanto, no forma parte de la acción —excepto de forma implícita, puesto que todo comenzó con ella—.
El odonianismo es el anarquismo. No aquello de las bombas en los bolsillos, que es terrorismo, independientemente del nombre con el que trate de dignificarse; tampoco el darwinismo social del «libertarismo» económico de la extrema derecha; sino el anarquismo tal y como aparece prefigurado en la filosofía taoísta temprana y lo exponen Shelley y Kropotkin, Goldman y Goodman. El blanco principal del anarquismo es el Estado autoritario (capitalista o socialista); su objetivo práctico-moral principal es la cooperación (solidaridad, asistencia mutua). Es la más idealista, y para mí la más interesante, de todas las teorías políticas.
Plasmarlo en una novela, algo que no se había realizado con antelación, resultó ser un trabajo extenuante y prolongado que me absorbió por completo durante muchos meses. Una vez concluido, me sentí perdida, exiliada: una persona desplazada. Agradecí sumamente, por tanto, cuando Odo apareció de entre las sombras y atravesó el abismo de lo probable pidiendo un relato, no sobre el mundo que construyó, sino sobre sí misma.
Esta historia trata de una de aquellas personas que se marcharon de Omelas.1
1. Omelas es una ciudad ficticia construida por Le Guin en su celebrado relato «Los que se marcharon de Omelas», en el que la autora analiza la felicidad de una sociedad basada en la existencia de un chivo expiatorio. (N. del T.).
La voz de la oradora era tan vibrante como el retumbar de los barriles vacíos del camión de la cerveza en una calle empedrada y los asistentes a la reunión estaban apelotonados, como adoquines, frente a esa gran voz que resonaba sobre ellos. Taviri estaba en algún lugar del otro lado de la sala. Tenía que llegar hasta él. Retorciéndose y empujando se abrió camino entre aquella gente apretujada vestida con ropas oscuras. No oía las palabras, no veía los rostros: sólo el estruendo y los cuerpos amasados unos contra otros. Era incapaz de ver a Taviri, era demasiado pequeña. Amenazadores se alzaron un amplio estómago y un alto pecho vestidos de negro para bloquearle el camino. Tenía que abrirse paso hasta Taviri. Sudorosa, clavó feroz un puño. Era como golpear una piedra, aquel cuerpo no se movió ni un ápice, pero los gigantescos pulmones liberaron, justo sobre su cabeza, un sonido prodigioso, un rugido. Se encogió de miedo. Comprendió entonces que el bramido no iba dirigido a ella. Otros también gritaban. La oradora había dicho algo, algo acertado sobre impuestos o premoniciones. Entusiasmada, se unió a los gritos «—¡Sí! ¡Eso!—» y, a empellones, salió con facilidad a la extensión abierta del Campo de Instrucción Militar de Parheo. Sobre su cabeza, el cielo de la noche se extendía profundo y sin color, mientras a su alrededor asentían los tallos altos con la cabeza seca, blanca, de florecillas en ramilletes. Nunca supo cómo se llamaban. Las flores se inclinaban por encima de su cuerpo, oscilando en el viento que siempre soplaba sobre los campos al atardecer. Empezó a correr entre ellas; las flores se combaban ágiles a un lado y volvían a levantarse con un balanceo mudo. Taviri permanecía entre los altos tallos con su mejor traje, el conjunto gris oscuro que lo hacía parecer un catedrático o un actor de teatro, con una elegancia seca. No parecía feliz, pero se reía y le decía algo. El sonido de su voz la hizo llorar y extendió el brazo para agarrar su mano, si bien no se detuvo, no del todo. No podía pararse. «¡Ay, Taviri —dijo—, está ahí mismo!». El extraño olor dulce de los tallos de flores blancas se intensificó cuando pasó de largo. Había espinos, marañas bajo sus pies, había pendientes, abismos. Temió caer, caer… Se detuvo.
Sol, el brillo de la luz de la mañana, directo a los ojos, despiadado. Había olvidado echar la cortina la noche anterior. Dio la espalda al sol, pero estar tumbada sobre el costado derecho no era cómodo. Era inútil. Era de día. Suspiró dos veces, se incorporó, pasó las piernas sobre el extremo de la cama, se sentó encorvada, vestida con su camisón, y se observó los pies.
Los dedos, comprimidos por toda una vida de zapatos baratos, casi llegaban a formar un ángulo recto al apretarse unos contra otros y se levantaban hechos un callo; las uñas estaban descoloridas y sin forma. Entre los huesos del tobillo, aquellas protuberancias, avanzaban arrugas finas y secas. Las breves llanuras en la base de los dedos habían mantenido su delicadeza; sin embargo, la piel era del color del barro y venas nudosas atravesaban el empeine. Asquerosos. Tristes, deprimentes. Viles. Penosos. Probó con todas las palabras y todas encajaban como espantosos sombreros. Espantosos: sí, ésa también. Mirarse una misma y verse espantosa, ¡menuda historia! Aunque, ¿y antes, cuando no era espantosa? ¿Se había sentado a observarse de este modo? ¡No mucho! Un cuerpo en condiciones no es un objeto, no es un instrumento, no es una posesión digna de admiración, no es más que una, tú. Sólo cuando el cuerpo ya no eres tú, sino tuyo, algo que se posee, se preocupa una por él: ¿está en buen estado? ¿Servirá? ¿Durará?
—¿Y a quién le importa? —dijo Laia violenta. Y se levantó.
La mareaba levantarse de pronto. Tuvo que estirar una mano hasta la mesita de noche, temió caer. Al hacer ese movimiento, le volvió a la mente el sueño, el gesto de estirar la mano hacia Taviri.
¿Qué había dicho Taviri? No podía recordarlo. No estaba segura de si había llegado a tocar su mano. Frunció el ceño, intentando forzar la memoria. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había soñado con Taviri… ¡Y ahora no recordaba siquiera lo que había dicho!
Se había perdido, se había marchado. Allí estaba ella, encorvada, en su camisón, con el ceño fruncido, y una mano en la mesita de noche. ¿Cuánto había pasado desde la última vez que pensó en él —de verlo en sueños, ni hablar—, que pensó en él como Taviri? ¿Cuánto había pasado desde la última vez que pronunció su nombre?
Asieo decía… Cuando Asieo y yo estábamos en la cárcel en el Norte… Antes de que yo conociera a Asieo… La teoría de la reciprocidad de Asieo… Sí, claro que sí, hablaba de él, hablaba demasiado de él, por supuesto, divagaba sobre él, lo arrastraba a la conversación. Pero como Asieo, por su apellido, el del personaje público. El hombre concreto, particular, había desaparecido, desaparecido por completo. Quedaban ya muy pocos que hubieran llegado a conocerlo. Solían estar todos en la cárcel. Una se reía de ello entonces, todos los amigos y todas las cárceles. Sin embargo, pasado el tiempo, no estaban siquiera allí. Estaban en los cementerios de las prisiones. O en las fosas comunes.
—Ay, ay, querido —pronunció Laia en voz alta.
Volvió a hundirse en la cama otra vez porque no podía seguir de pie al recordar aquellas primeras semanas en el Fuerte, en la celda, aquellas primeras semanas de los nueve años en el Fuerte, en Drio, en la celda, aquellas primeras semanas después de que le contaran que Asieo había muerto en la batalla de la plaza del Capitolio y lo habían enterrado con Los Mil Cuatrocientos en zanjas de cal detrás de la puerta de Oring. En la celda. Sus manos volvieron a aquella antigua postura sobre el regazo, la izquierda apretada y encerrada en el abrazo de la derecha, el pulgar derecho frotando adelante y atrás con una cierta presión el nudillo del índice de la mano izquierda. Horas, días, noches. Había pensado en todos ellos, en cada uno de ellos, en Los Mil Cuatrocientos, en cómo reposaban, cómo la cal viva roía la carne, cómo se rozaban los huesos en la abrasadora oscuridad. ¿Quién estaría junto a él? ¿Cómo descansarían ahora los delgados huesos de la mano? Horas, años.
—¡Taviri, nunca te olvidé! —susurró, y la estupidez de ese gesto la devolvió a la luz de la mañana y la cama arrugada.
Por supuesto que no lo había olvidado. Entre marido y mujer esto no hay ni que decirlo. Ahí estaban otra vez sus feos pies de vieja en el suelo, igual que antes. No había hecho nada en absoluto, había trazado un círculo. Se levantó con un gruñido de esfuerzo y desaprobación y se dirigió al armario para coger la bata.
Los jóvenes iban por los pasillos de la Casa con la más adecuada impudicia; no obstante, ella era demasiado vieja para eso. No quería que su cuerpo amargara el desayuno de algún jovenzuelo. Además, ellos habían crecido con el principio de la libertad de atuendo y de sexo y todo lo demás, pero ella no. Lo único que ella había hecho había sido inventarlo. Y no es lo mismo.
Igual que hablar de Asieo como mi marido. Se les contraía el rostro. La palabra que ella debía utilizar como buena odoniana era, por supuesto, compañero. Aunque ¿por qué demonios tenía ella que ser una buena odoniana?
Avanzó arrastrando los pies hasta los baños. Allí se encontró con Mairo, que se lavaba el pelo en una pila. Laia miró con admiración aquella melena larga, lustrosa y mojada. Salía tan pocas veces ya de la Casa que ni siquiera recordaba cuándo había visto un cráneo decentemente afeitado, pero, aun así, ver una cabeza totalmente poblada de pelo le resultaba placentero, un enérgico placer. ¿Cuántas veces la habían insultado —«¡Melenuda, melenuda!»— y la habían agarrado por los pelos los policías o los macarras? ¿Cuántas veces le había afeitado la cabeza al cero un soldado sonriente en cada nueva prisión? Y luego había vuelto a crecer de nuevo: una pelusilla, ricitos diminutos, tirabuzones, melena… En los viejos tiempos. Por el amor de Dios, ¿es que no iba a ser capaz de pensar en nada más que en los viejos tiempos?
Vestida, una vez hecha la cama, bajó al comedor. Era un buen desayuno, pero no había logrado recuperar el apetito desde aquel maldito derrame. Se bebió dos tazas de infusión de hierbas. Fue incapaz de acabarse la pieza de fruta que había cogido. Con lo que le gustaba la fruta de niña, tanto como para robarla, y en el Fuerte… ¡Ay, por el amor de Dios, déjalo ya! Sonrió y respondió a los saludos y el interés amistoso de los demás comensales y del gran Aevi, que atendía el mostrador del comedor aquella mañana. Había sido él quien la había tentado con el melocotón: «Mira esto, te lo tenía guardado». ¿Cómo iba a rechazarlo? Además, a ella siempre le había encantado la fruta, nunca tenía bastante; una vez, cuando tenía seis o siete años, había robado una pieza del carro de un vendedor en la calle del Río. Aunque, claro, era difícil comer cuando todo el mundo hablaba tan emocionado. Había noticias de Thu, noticias de verdad. Al principio no quiso concederles importancia, recelaba del entusiasmo, pero después de haber repasado el artículo del periódico, tras leer entre líneas, con una extraña suerte de certeza, profunda y sin embargo fría, desapasionada, pensó: Vaya, aquí está. Ha llegado. Y en Thu, no aquí. Thu se desmembrará antes que este país; la Revolución se impondrá primero allí. ¡Como si eso importara! No habrá más naciones. Aunque, de hecho, sí importaba en cierto modo, la hizo sentirse un tanto fría y triste —envidiosa, de hecho—. ¡De toda la infinidad de estupideces posibles, la envidia! No participó mucho en las conversaciones y, sintiendo pena por sí misma, pronto se levantó para volver a su habitación. No podía compartir el entusiasmo de los demás. Estaba fuera de todo aquello, realmente fuera. No es fácil, se decía, intentando justificarse, mientras ascendía trabajosamente las escaleras, aceptar que una está fuera de todo esto cuando ha estado dentro, en el mismo centro, durante cincuenta años. Ay, por el amor de Dios, ¡serás quejica!
Dejó atrás las escaleras y la autocompasión al entrar en la habitación. Era un buen dormitorio y era bueno estar sola. Un gran alivio. Incluso si no era del todo justo. Algunos de los chavales de los áticos vivían de cinco en cinco en habitaciones que no eran más grandes que la suya. Siempre había más gente que quería vivir en una Casa Odoniana de la que podía ser debidamente alojada. Tenía esta habitación grande para ella sola únicamente por ser una anciana que había sufrido una apoplejía. Y quizá por ser Odo. Si no hubiera sido Odo, sino sencillamente la anciana del derrame, ¿tendría ese dormitorio? Muy posiblemente. Después de todo, ¿quién demonios querría compartir habitación con una vieja que babea? Aunque era difícil estar segura. El favoritismo, el elitismo y el culto al líder se colaban sigilosos y afloraban en cualquier parte. Sin embargo, ella nunca había esperado verlos erradicados en vida, en una generación. Sólo el tiempo opera los grandes cambios. Mientras tanto, aquélla era una habitación agradable, amplia y soleada, adecuada para una vieja babosa que había iniciado una revolución mundial.
Su secretario llegaría en una hora para ayudarla a despachar el trabajo del día. Se tambaleó hasta su escritorio, un mueble hermoso y grande, regalo del Gremio de Carpinteros de Nio después de que alguien la hubiera oído comentar en una ocasión que el único mueble que realmente había deseado alguna vez era un escritorio con cajones y suficiente espacio en la superficie… ¡Caray!, la mesa estaba prácticamente cubierta de papeles con notas pegadas, casi todas con la pequeña y clara caligrafía de Noi: «Urgente», «Provincias del Norte», «¿Consultar con R.T.?».
Su propia caligrafía no había vuelto a ser la misma desde la muerte de Asieo. Cuando se paraba a reflexionar en ello, le resultaba extraño. Después de todo, en los cinco años que siguieron a su fallecimiento ella había escrito La Analogía completa. Y estaban aquellas cartas, las que el guardia alto, el de los ojos llorosos y grandes, ¿cómo se llamaba?, da igual, las cartas que el guardia aquel había sacado para ella a escondidas del Fuerte durante dos años. Las Cartas de la Prisión, las llamaban ahora, había una decena de ediciones distintas. Y todo aquello, las cartas, de las que la gente seguía diciéndole que estaban llenas de fortaleza espiritual (lo que posiblemente significaba que se había mentido a sí misma como una loca mientras las escribía intentando conservar el ánimo), y La Analogía, que sin duda era el trabajo intelectual más sólido que jamás había producido, todo aquello lo había escrito en el Fuerte de Drio, en la celda, tras la muerte de Asieo. Había que mantenerse ocupada con algo, y en el Fuerte la dejaban a una tener papel y bolígrafos… No obstante, todo había sido escrito con los precipitados garabatos de una mano que nunca sintió propia, aquélla no era su caligrafía, no era como esas líneas redondeadas y negras del manuscrito de Sociedad sin Gobierno, que tenía ya cuarenta y cinco años. Taviri no sólo se había llevado el deseo de su cuerpo y de su corazón a la fosa de cal viva, sino también su caligrafía limpia y clara.
Pero Taviri le había dejado la Revolución.
La gente solía decirle: «Qué valiente fuiste, seguir trabajando, escribiendo, en la prisión, tras una derrota como aquélla para el Movimiento, tras la muerte de tu compañero…». Malditos imbéciles. ¿Y qué otra cosa se podía hacer? Valentía, coraje…, ¿qué era el coraje? Nunca había conseguido explicárselo. No tener miedo, decían algunos. Tener miedo y aun así continuar, decían otros. Aunque ¿qué podía una hacer sino continuar? ¿Existe una elección verdadera alguna vez?
Morir era sencillamente continuar en otra dirección.
Si querías volver a casa, tenías que continuar, tenías que seguir el camino, eso era lo que quería decir cuando escribió: «El verdadero viaje es el regreso», pero nunca había sido más que una intuición, y ya, pasados los años, estaba más lejos que nunca de ser capaz de racionalizarla. Se agachó, demasiado rápido, por lo que liberó un gruñido con el crujido de sus huesos, y comenzó a revolver uno de los cajones inferiores del escritorio. Su mano alcanzó una carpeta suavizada por los años y la sacó, la reconoció por el tacto antes de la confirmación de la vista: el manuscrito de Organización sindical en la transición revolucionaria. Taviri había impreso el título en la carpeta y había escrito su nombre debajo: «Taviri Asieo de Odo, IX 741». Aquélla era una caligrafía elegante, con todas las letras bien formadas, enérgicas y desenvueltas. Sin embargo, había preferido utilizar una impresora de voz. El manuscrito estaba en su totalidad realizado de ese modo y, aunque con gran calidad, las vacilaciones habían quedado ajustadas automáticamente y, la idiosincrasia de su discurso, normalizada. No se podía ver allí que él pronunciaba aquellas oes en lo profundo de la garganta, como hacían en la Costa Norte. No había nada que perteneciera a él en el texto más que su mente. Laia no tenía nada de él, excepto su nombre escrito en el archivador. No había conservado sus cartas, era sensiblero guardar las cartas. Además, ella nunca guardaba nada. No podía pensar en nada que hubiera poseído durante más de un puñado de años, excepto aquel cuerpo viejo y destartalado, por supuesto, eso no se lo podía quitar de encima…
Otra vez la dualidad. Ella y aquello. La edad y la enfermedad la hacen a una dualista, escapista; la mente insiste: No soy yo, no soy yo. Pero lo era. Quizá los místicos fueran capaces de separar mente y cuerpo, Laia siempre los había envidiado con cierta tristeza por aquella capacidad, si bien jamás esperó poder emularlos. La huida no había sido nunca lo suyo. Había buscado la libertad aquí y ahora, en cuerpo y alma.
Primero, la autocompasión, después, el autobombo, y ahí seguía sentada, por el amor de Dios, sosteniendo el nombre de Asieo en la mano, ¿por qué?, ¿acaso no sabía su nombre sin tener que mirarlo?, ¿qué le pasaba? Se llevó la carpeta a los labios y besó con firmeza, en pleno centro, el nombre escrito a mano. Devolvió el archivador al fondo del cajón inferior, lo cerró y se incorporó en la silla. Sentía un hormigueo en la mano derecha. Se rascó y luego la sacudió en el aire, no sin desprecio. Aquella mano nunca había superado del todo el derrame. Lo mismo había sucedido con la pierna y el ojo derechos, otro tanto con la comisura derecha de la boca. Se habían vuelto perezosos, ineptos, a ratos sentía un hormigueo. Aquello la hacía sentir como un robot con un cortocircuito.
Y el tiempo se echaba encima, Noi llegaría pronto, ¿qué había estado haciendo desde el desayuno?
Se levantó tan precipitadamente que se tambaleó y agarró el respaldo de la silla para evitar caerse. Avanzó por el pasillo hasta el cuarto de baño y se miró en el gran espejo que tenían allí. El moño canoso estaba suelto y medio caído, no se lo había hecho bien antes de desayunar. Se peleó un rato con él. Le costaba trabajo mantener los brazos levantados. Amai, que entró corriendo para orinar, se paró y dijo: «¡Déjame que te lo haga!», y lo apretó bien compuesto en un abrir y cerrar de ojos, con sus dedos hermosos, fuertes y redondeados, con una sonrisa y en silencio. Amai tenía veinte años, menos de un tercio de la edad de Laia. Sus padres habían sido ambos miembros del Movimiento; uno murió en la insurrección de los sesenta, mientras que el otro seguía reclutando en las Provincias del Sur. Amai había crecido en casas odonianas, nació en la Revolución, era una verdadera hija de la anarquía. Y era una cría tan tranquila, tan hermosa y libre…, lo bastante como para arrancarte a llorar cuando te decías: «Esto es por lo que trabajamos, esto es lo que queríamos, esto es, aquí está, vivo, el futuro dulce y hermoso».
El ojo derecho de Laia Odo de Asieo soltó varias lagrimitas mientras permanecía entre los lavabos y las letrinas y la peinaba la hija a la que no llevó en su vientre; pero su ojo izquierdo, el fuerte, no lloró, tampoco sabía a lo que se dedicaba el derecho.
Dio las gracias a Amai y volvió corriendo a su habitación. Había visto, en el espejo, una mancha en el cuello de la camisa. Jugo de melocotón, posiblemente. ¡Puñetera babosa! No quería que Noi llegara y la encontrara con el cuello lleno de babas.
Al pasarse la camisa limpia por la cabeza, pensó: ¿Y qué es lo que tiene tan especial Noi?
Se colocó las hebillas del cuello de la blusa con la mano izquierda, lentamente.
Noi tenía treinta años o así, era un tipo delgado y musculado, con una voz suave y ojos oscuros y vivos. Eso era lo que tenía Noi de especial. Era así de simple: el sexo de toda la vida. Odo nunca se había sentido atraída por un hombre rubio ni por uno gordo, tampoco por los tipos altos con grandes bíceps, jamás, ni siquiera cuando tenía catorce años y se enamoraba del primer pelmazo que pasara a su lado. Moreno, enjuto y exaltado, ésa era la receta. Taviri, por supuesto. Este chico no tenía ni punto de comparación con Taviri en cuanto a cerebro, tampoco en aspecto físico, pero ahí estaba: Laia no quería que la viera con baba en el cuello de la camisa ni con el pelo despeinado.
Aquel pelo fino y cano.
Entonces entró Noi, que sólo se detuvo un momento en el umbral. ¡Ay, Dios, ni siquiera había cerrado la puerta para cambiarse la blusa! Lo miró y se vio a sí misma: una anciana.
Una podía cepillarse el pelo y cambiarse la camisa, o podía llevar la de la semana anterior y no haberse arreglado las trenzas después de dormir, incluso podía vestirse con prendas de oro y ponerse polvo de diamante en el cráneo rapado. Nada supondría la más mínima diferencia. Esa vieja solo parecería un poco más o un poco menos grotesca.
Una se mantiene arreglada por mera decencia, por simple sensatez, por conciencia de la existencia de otra gente.
Y, al final, hasta eso termina por perderse y una babea sin vergüenza ninguna.
—Buenos días —saludó el joven con su suave voz.
—Hola, Noi.
No, por Dios, no, no se trataba de mera decencia. Al carajo la decencia. ¿Acaso porque el hombre al que había amado, a quien su edad no le habría importado; acaso porque él estuviera muerto debía ella fingir que no tenía sexo? ¿Debía reprimir la verdad como una puñetera puritana autoritaria? Si sólo seis meses antes, cuando todavía no había sufrido el derrame, seguía haciendo que los hombres la miraran y les gustara mirarla… Y aunque ya no pudiera agradar, sí, por Dios, ella claro que podía complacerse.
Cuando tenía seis años y Gadeo, el amigo de Papá, solía llegar para hablar de política con él después de la cena, ella se ponía el collar dorado que Mamá había encontrado en un cubo de basura. Era tan pequeño que siempre acababa escondido debajo del cuello de la blusa, donde nadie podía verlo. Le gustaba así. Sabía que lo llevaba puesto. Se sentaba en el umbral de la puerta y los oía charlar. Y sabía que estaba guapa por Gadeo. Él era moreno y tenía aquellos dientes blancos que relucían. A veces la llamaba su hermosa Laia. «¡Aquí está mi hermosa Laia!». Habían pasado sesenta y seis años.
—¿Cómo? Tengo la cabeza pesada. He pasado una noche horrible.
Era cierto. Había dormido incluso menos de lo habitual.
—Te preguntaba si has visto la prensa esta mañana.
Laia asintió.
—¿Estás contenta con lo de Soinehe?
Soinehe era la provincia de Thu que había declarado su secesión del Estado thuviano la noche anterior.
Él sí que estaba contento. Sus dientes blancos brillaron en el rostro oscuro y vivo. La hermosa Laia.
—Sí. Contenta pero inquieta.
—Lo sé, lo sé. Sin embargo, esto va en serio, esta vez es de verdad. Es el principio del fin del Gobierno en Thu. Ni siquiera han intentado enviar tropas a Soinehe, ya sabes. Sólo provocaría que los soldados se declararan en rebeldía antes. Y lo saben.
Laia estaba de acuerdo con Noi. Ella misma había sentido esa seguridad. Pero no podía compartir su regocijo. Después de toda una vida viviendo en la esperanza porque no hay nada más que esperanza, una pierde el gusto por la victoria. La verdadera sensación de triunfo tiene que verse precedida por una desesperación real. Ella se había olvidado de la desesperación mucho tiempo atrás. No había más triunfos. Una se limitaba a continuar.
—¿Nos ponemos hoy con esas cartas?
—Vale. ¿Qué cartas?
—A la gente del Norte —respondió Noi sin impaciencia.
—¿Del Norte?
—De Parheo, de Oaidun…
Laia había nacido en Parheo, la ciudad sucia junto al sucio río. No había llegado a la capital hasta que cumplió veintidós años y estuvo preparada para lanzar la Revolución, si bien en aquellos días, antes de que tanto ella como los demás la hubieran meditado en profundidad, se trataba de una revolución muy verde, pueril. Huelgas para conseguir mejoras salariales y representación de las mujeres. Votos y salarios: poder y dinero, ¡por el amor de Dios! Bueno, después de todo, algo aprende una en cincuenta años.
Pero entonces tiene que olvidarlo todo.
—Empecemos con Oaidun —dijo sentándose en el sillón.
Noi estaba en el escritorio, listo para trabajar. Leyó algunos extractos de las cartas que Laia iba a responder. Ella intentaba prestar atención y lo logró en la suficiente medida como para dictar una carta completa y comenzar otra.
—Recordad que en este momento vuestra hermandad es vulnerable a la amenaza de… No, al peligro…, a…
Dudaba, hasta que Noi sugirió:
—¿Al peligro del culto al líder?
—De acuerdo. Y que nada se ve corrompido por el anhelo de poder más rápidamente que el altruismo. No. Y que nada corrompe el altruismo…, no. Ay, por el amor de Dios, tú sabes lo que estoy intentando decir, Noi, escríbela tú. Ellos lo saben también, es la misma historia de siempre, ¡¿es que no pueden leerse mis libros?!
—Contacto —apuntó Noi amable, con una sonrisa, citando una de las ideas centrales del odonianismo.
—Tienes razón, lo que pasa es que estoy cansada de que me tengan en contacto. Si escribes tú la carta, yo la firmo, pero no puedo dedicarme a esto esta mañana.
Noi la miraba con ojos ligeramente interrogativos o quizá preocupados. Irascible, Laia pronunció:
—¡Tengo otras cosas que hacer!
Una vez se marchó Noi, Laia se sentó en el escritorio y empezó a revolver papeles, fingía estar haciendo algo, pues se había quedado espantada, asustada, por sus propias palabras. No tenía nada más que hacer. Nunca había tenido nada más que hacer. Aquél era su trabajo: el trabajo de toda una vida. Las giras como conferenciante y las reuniones y las calles estaban ya fuera de su alcance; sin embargo, aún podía escribir, y ése era su trabajo. Además, si por el motivo que fuera hubiera tenido alguna otra cosa que hacer, Noi lo habría sabido; él le llevaba la agenda y le recordaba con tacto ciertas cosas, como, por ejemplo, la visita de los estudiantes extranjeros aquella misma tarde.
¡Puñetas! Le gustaban los jóvenes y siempre había algo que aprender de un extranjero, pero estaba cansada de caras nuevas y de estar siempre de exposición. Ella aprendía de ellos. No sucedía igual al contrario; ellos ya habían aprendido todo lo que ella podía enseñar mucho antes, en sus libros, con el Movimiento. Sólo iban para mirar, como si ella fuera la Gran Torre de Rodarred o el cañón del Tulaevea. Algo extraordinario, un monumento. Se quedaban asombrados, la adoraban. Ella les gruñía: «¡Pensad con vuestras propias cabezas!», «¡Eso no es anarquismo, es mero oscurantismo!», «¿No creeréis que la libertad y la disciplina son incompatibles, verdad?». Ellos aceptaban sus azotes verbales, sumisos como niños, agradecidos, como si ella fuera algún tipo de Madre Absoluta, el ídolo del Gran Útero Protector. ¡¿Ella?! ¡Ella, que había minado los astilleros de Seissero y había insultado al primer ministro Inoilte a la cara frente a una multitud de siete mil personas diciéndole que sería capaz de cortarse sus propios cojones, chaparlos en bronce y venderlos como souvenir si pensara que podía sacarles tajada! ¡Ella que había chillado, insultado y pateado a agentes de policía, que había escupido a sacerdotes y había meado en público en la gran placa de bronce de la plaza del Capitolio que decía aquí se fundó la nación soberana de a-io etc., etc.!; ¡una buena meada se merecía todo eso! Y ahora era la abuelita de todo el mundo, la querida anciana, el dulce monumento antiguo, vengan a adorar al útero. El fuego está ya apagado, chicos, es seguro acercarse…
—No, no quiero —pronunció Laia en voz alta—. No lo haré.
No era un ejercicio artificial hablar consigo misma, siempre lo había hecho. «La audiencia invisible de Laia», solía decir Taviri cuando paseaba por la habitación murmurando.
—No tendríais que haber venido, no estaré —protestó ante la audiencia invisible.
Acababa de decidir qué era lo que tenía que hacer. Tenía que salir. Tenía que salir a la calle.
Pero era desconsiderado decepcionar a los estudiantes extranjeros. Era un comportamiento imprevisible, típicamente senil. No era en absoluto odoniano. ¡Una buena meada se merecía todo eso! ¿Para qué trabajar por la libertad toda tu vida para terminar sin ninguna libertad? Saldría a dar un paseo.
¿Qué es un anarquista? Alguien que, al elegir, acepta la responsabilidad de su elección.
Al bajar las escaleras decidió, con el ceño fruncido, quedarse y saludar a los estudiantes extranjeros. Eso sí, luego saldría.
Eran estudiantes muy jóvenes, muy sinceros: criaturas con ojos de cierva, melenudas y simpáticas del Hemisferio Oeste. De Benbili y del reino de Mand; las chicas con pantalones blancos y los chicos con largas faldas; belicosos y arcaicos. Hablaban de sus esperanzas. «Nosotros, en Mand, estamos tan lejos de la Revolución que quizá estamos muy cerca —decía una de las chicas, pensativa y sonriente—. ¡El círculo de la vida!», y mostraba la unión de los extremos en el círculo formado por sus dedos delgados y de piel oscura. Amai y Aevi les sirvieron vino blanco y pan negro: la hospitalidad de la Casa. Pero los visitantes, aunque sin impertinencia, se levantaron todos para marcharse tras apenas media hora.
—No, no, no —protestó Laia—, quedaos aquí, charlad con Aevi y con Amai. Lo que pasa es que me quedo agarrotada si estoy sentada, entendedme, tengo que cambiar de posición. Ha sido un placer conoceros, ¿volveréis pronto a verme, mis pequeños hermanos y hermanas?
Porque Laia se compadecía de ellos y los jóvenes de Laia, que intercambió besos con todos, riéndose, encantada con las jóvenes mejillas oscuras, los ojos cariñosos y los cabellos perfumados, antes de salir arrastrando los pies.
Estaba en realidad un tanto cansada; sin embargo, subir y echarse una cabezadita sería una derrota. Había deseado salir. Y saldría. ¿Desde cuándo no había estado sola en la calle? ¡Desde el invierno! Antes del derrame. Pues claro que se estaba volviendo perversa, aquello había sido una verdadera condena a la cárcel. Fuera, en la calles, ahí era donde ella vivía.
Salió en silencio por la entrada lateral a la Casa, pasando por el huerto, hasta la calle. La pequeña franja de tierra yerma de la ciudad había sido trabajada con esmero y estaba produciendo una buena cosecha de alubias y de ceëa, pero Laia no tenía la vista educada en materia de tareas agrícolas. Evidentemente, habían tenido claro que las comunidades anarquistas, incluso en el tiempo de transición, tendrían que esforzarse para alcanzar una autosuficiencia óptima, ahora bien, cómo se gestionaría esto en términos de plantas y tierra real no era de su incumbencia. Para esto había agricultores y agrónomos. Su trabajo estaba en las calles, las ruidosas y apestosas calles de piedra en las que había crecido y vivido toda su vida, excepto los quince años de encarcelamiento.
Miró orgullosa la fachada de la Casa. Que hubiera sido construida para ser un banco era algo que gustaba especialmente a sus ocupantes actuales. Guardaban sus sacos de harina en la cámara acorazada a prueba de bombas y maduraban la sidra en barriletes que almacenaban en las cajas fuertes. Sobre las recargadas columnas que daban a la calle, todavía se podían leer aquellas letras talladas: «Asociación Bancaria Nacional de Inversores y Comisionistas de Cereales». Al Movimiento no se le daban muy bien los nombres. No tenían bandera. Los eslóganes iban y venían según las necesidades. Siempre tenían el círculo de la vida, que podían arañar en paredes y pavimentos donde la Autoridad se viera obligada a verlo. Sin embargo, en lo que a nombres se refería, se mostraban indiferentes, aceptaban e ignoraban cualquier apelativo que les aplicaran, temerosos de quedar atrapados o acorralados por las palabras, sin miedo a resultar ridículos. Así pues, ésta, que era la casa cooperativa más conocida y segunda en antigüedad, no tenía nombre más allá de «El Banco».
La Casa estaba en una calle amplia y tranquila, pero sólo a una manzana de distancia se abría el Temeba, un mercado al aire libre famoso en su momento por ser el corazón del mercado negro de psicogénicos y teratogénicos, pero que había quedado reducido a la venta de verduras y ropa de segunda mano y a tristes actividades menores. Su crapulosa vitalidad se había extinguido, dejando tras de sí únicamente a alcohólicos medio paralizados, adictos, tullidos, buhoneros, putas de quinta fila, casas de empeños, garitos de apuestas, despachos de adivinos, gimnasios de mala muerte y hoteles baratos. Laia se dirigió hacia el Temeba como el agua busca la llanura.
Nunca había temido ni despreciado la ciudad. Era su territorio. No habría suburbios como aquél si triunfara la Revolución. Aunque habría pobreza. Siempre habría pobreza, basura y crueldad. Ella nunca había pretendido estar cambiando la condición humana, ser la madre que aleja lo trágico de los niños para que no se hagan daño. Nada de eso. Toda vez que la gente tuviera la libertad de elección, si decidían beber veneno y vivir en las cloacas, era asunto suyo. Eso sí, siempre y cuando aquello no fuera el negocio de los Negocios, fuente de beneficios ni una forma de poder para otra gente. Ella había sentido todo aquello antes de saber nada; antes de escribir el primer panfleto, antes de dejar Parheo, antes de saber lo que significaba capital, antes de haber ido más allá de la calle del Río, en la que jugaba sobre el pavimento con los otros niños de seis años a la ruedachapa, en cuclillas y con las rodillas llenas de costras; lo sabía: que ella y los otros niños y sus padres y los padres de los demás niños y los borrachos y las putas y todos los de la calle del Río estaban en el fondo de algo: eran los cimientos, la realidad, el origen. Pero ¿arrastrarías la civilización al barro?, gritaba espantada, más tarde, la gente decente. Y durante años Laia había intentado explicarles que si todo lo que una tenía era barro, entonces, si una era Dios, con él hacía seres humanos, y si una era humana, intentaba con él hacer casas en las que los seres humanos pudieran vivir. Pero nadie que se considerara mejor que el barro podía comprenderlo. Pasados tantos años, como el agua que busca su llanura, del barro al barro, Laia arrastraba los pies por la calle maloliente y ruidosa, y toda la horrible debilidad de su vejez se sentía como en casa. Las putas soñolientas, con sus peinados a fuerza de laca deteriorados y ladeados, la mujer de un solo ojo que grita cansada las verduras que tiene a la venta, la mendiga medio loca que se espanta las moscas a palmetazos, aquéllas eran sus compatriotas. Se parecían a ella, estaban todas tristes, eran asquerosas, viles, penosas, espantosas. Aquéllas eran sus hermanas, su gente.
No se encontraba demasiado bien. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había caminado tanto, cuatro o cinco manzanas, ella sola, entre el ruido y el ajetreo, bajo el feroz calor del verano en las calles. Había pensado ir al parque Koly, el triángulo de desaliñada hierba en el extremo contrario del Temeba, para sentarse allí un rato con los otros viejos y viejas que siempre descansaban allí, para ver cómo era sentarse allí y ser vieja; pero estaba demasiado lejos. Si no daba media vuelta podía darle un mareo y a ella le daba miedo caer, caer y tener que quedarse en el suelo y mirar a la gente que llegaría para ver a la vieja a la que le ha dado un ataque. Dio media vuelta y se dirigió a casa, con el ceño fruncido por el esfuerzo y cierta indignación hacia sí misma. Notaba que tenía la cara muy enrojecida y los oídos le zumbaban a ratos. La cosa se puso más fea de la cuenta, temió de veras la posibilidad de derrumbarse. Vio el umbral de una puerta en la sombra y se dirigió hacia él. Se dejó caer con cuidado, se sentó y suspiró.
A escasa distancia había un verdulero, sentado en silencio detrás de su género marchito y cubierto de polvo. La gente pasaba por delante. Nadie le compraba. Nadie la miraba a ella. ¿Odo? ¿Quién era Odo? Famosa revolucionaria, autora de Comunidad, La Analogía, etc. Pero ella, ¿quién era ella? Una anciana con el pelo cano y la cara colorada sentada en la sucia entrada a una casa de un suburbio y que mascullaba algo para sus adentros.
¿De verdad? ¿Eso era? Sin duda eso era lo que cualquiera que pasara por allí vería. Aunque ¿era ella, ella misma, algo más que la famosa revolucionaria, autora y demás? No. No lo era. ¿Y entonces?, ¿quién era?
La que amó a Taviri.
Sí. Cierto. Y sin embargo insuficiente. Aquello era el pasado, él llevaba mucho tiempo muerto.
—¿Quién soy? —murmuró Laia ante su audiencia invisible.
Ellos sabían la respuesta y se la dijeron con una única voz. Era la niña pequeña de las rodillas cubiertas de costras, sentada en el umbral y mirando hacia la calle del Río a través de la sucia calima dorada del abrasador verano tardío, la niña de seis años, la de dieciséis, la temible chica contrariada cargada de sueños, insensible, inalcanzable. Laia era ella misma. En efecto, había sido la incansable trabajadora y pensadora, pero un coágulo de sangre en una vena había bloqueado a esa mujer. En efecto, había sido la amante, la que nadaba en la mitad de la corriente de la vida, pero Taviri, al morir, se había llevado consigo a aquella mujer. No quedaba nada, ciertamente, excepto los cimientos. Había vuelto a casa; nunca había salido de casa. «El verdadero viaje es el regreso». Polvo y barro y un portal en los suburbios. Y más allá, en el extremo de la calle, el campo lleno de tallos secos y altos mecidos al viento al llegar la noche.
—¡Laia! ¿Pero qué haces aquí? ¿Estás bien?
Alguien de la Casa, por supuesto, una mujer amable, un tanto fanática, con dificultades para callarse. Laia no podía recordar su nombre, si bien la conocía desde años atrás. Se dejó llevar a casa, mientras la mujer hablaba durante todo el camino. En la sala común, grande y fresca (ocupada en el pasado por cajeros que contaban dinero detrás de mostradores pulidos y bajo la supervisión de guardias armados), Laia se sentó en un sillón. Se sentía incapaz, al menos en ese momento, de afrontar las escaleras, aunque le habría gustado estar sola. La mujer seguía hablando y llegaba cada vez más gente emocionada. Parecía que estaban planificando una manifestación. Los acontecimientos avanzaban tan rápido en Thu que había estallado el entusiasmo, había que hacer algo. En dos días, no, mañana mismo, había que organizar una marcha, una grande, desde la Ciudad Vieja hasta la plaza del Capitolio, la ruta de siempre. «Otro Levantamiento del Noveno Mes», dijo un joven entusiasmado que miraba a Laia con una sonrisa en el rostro. Él ni siquiera había nacido cuando tuvo lugar el Levantamiento del Noveno Mes, todo aquello era historia para el chico. Pero ahora él quería hacer historia en primera persona. La sala se había llenado. Se celebraría una asamblea general allí a la mañana siguiente, a las ocho.
—Tendrás que hablar, Laia.
—¿Mañana? Ay, mañana yo no estaré aquí —respondió brusca.
Quienquiera que hubiera hecho la pregunta sonrió, otro soltó una carcajada, si bien Amai se giró para mirarla con cara de confusión. Siguieron charlando y gritando. La Revolución. ¿Qué demonios le había hecho decir aquello? Menuda expresión para la víspera de la Revolución, incluso si era cierta.
Se tomó su tiempo, logró levantarse y, pese a toda su torpeza, escapar sin ser percibida por aquella gente tan ocupada con la planificación y la emoción del momento. Llegó al vestíbulo, luego a las escaleras y comenzó a subirlas peldaño a peldaño. «Huelga general», decía una voz, dos, diez voces en la sala de la planta baja, a su espalda. «Huelga general», murmuró Laia al detenerse un instante a recuperar el aliento en el descansillo. Más allá, por encima, en su habitación, ¿qué le esperaba? La huelga corporal. Eso tenía algo de gracia. Comenzó a subir el segundo tramo de escaleras, una a una, paso a paso, como una niña. Se sentía mareada; sin embargo, ya no le daba miedo caer. Más adelante, más allá, las secas flores blancas asentían y susurraban en los campos abiertos del atardecer. Setenta y dos años y nunca había tenido tiempo de aprender cómo se llamaban.
Ilustraciones de Arnal Ballester
Traducción de Enrique Maldonado
Ursula K. Le Guin
Escritora americana, Ursula K. Le Guin nació en Berkeley el 21 de octubre de 1929. Está considerada como una de las maestras de la literatura fantástica del siglo XX.
Licenciada en antropología, Le Guin ha trasladado su interés por la sociedad humana, su evolución y origen, a la mayor parte de su producción literaria, así como su ideario político de un fuerte carácter de izquierdas cuando no anarquista.
Su primer gran éxito fue La mano izquierda de la oscuridad (1969) obra con la que ganó un premio Hugo y un Nébula. A partir de entonces sus novelas se cuentan como éxitos, tales como Los desposeídos (1974) o El nombre del mundo es bosque (1972).