Por fin llegó al final de la fila de tiendas. Se detuvo y miró atrás. Había sobre el campamento un resplandor de luces y las voces amortiguadas de muchas conversaciones. De vez en cuando una voz más dura se dejaba oír. El olor del humo llenaba el aire. Alguien tocaba la armónica suavemente, buscando un efecto, la misma frase una y otra vez.
Madre anduvo entre los sauces junto al arroyo. Salió del sendero y esperó en silencio, escuchando para oír alguien que la siguiera. Un hombre bajó por el sendero, en dirección al campamento, subiéndose los tirantes y abotonando los vaqueros según subía. Madre se sentó muy quieta y él pasó sin verla. Ella esperó cinco minutos y luego se puso en pie y siguió el sendero junto al arroyo. Se movía silenciosamente, tanto que podía oír el murmullo del agua sobre sus pasos suaves en las hojas de sauce. Sendero y arroyo siguieron a la izquierda y de nuevo a la derecha hasta acercarse a la carretera. En la luz gris de las estrellas pudo ver el terraplén y el agujero negro de la alcantarilla donde siempre dejaba la comida de Tom. Avanzó cautelosamente, puso su paquete en el agujero y cogió el plato vacío que había allí. Volvió entre los sauces, se escondió entre la maleza y se sentó a esperar. A través de la maraña podía ver el agujero negro de la alcantarilla. Se abrazó las rodillas y se sentó en silencio. Al cabo de unos minutos los arbustos volvieron a la vida. Los ratones de campo se movieron con cautela sobre las hojas. Una mofeta caminó como si tuviera almohadillas, pesadamente y sin miedo, llevando con ella un leve efluvio.
Y entonces el viento movió los sauces delicadamente, como si los probara, y una lluvia de hojas doradas cayó a la tierra. De pronto hirvió una ráfaga y meneó los árboles y cayó una ducha crujiente de hojas. Madre podía sentirlas en su pelo y sus hombros. Una nube grande y negra se movió en el cielo, borrando las estrellas. Las gotas gordas de lluvia cayeron aquí y allá, salpicando ruidosamente las hojas caídas y la nube continuó y desveló de nuevo las estrellas. Madre se estremeció. El viento pasó y dejó los arbustos en calma, pero los árboles que bordeaban el arroyo siguieron susurrando. Del campamento llegó el tono agudo y penetrante de un violín buscando una melodía.
Madre oyó pasos furtivos entre las hojas, a lo lejos a su izquierda, y se puso tensa. Soltó las rodillas y enderezó la cabeza para oír mejor. El movimiento se interrumpió y después de un momento volvió a empezar. Una parra raspó ásperamente en las hojas secas. Madre vio aparecer una figura oscura, que se acercó a la alcantarilla. El redondo agujero negro se oscureció durante un instante y luego la figura se movió hacia detrás. Ella llamó quedamente:
—Tom —la figura se quedó quieta, tan quieta y tan pegada al suelo que habría podido pasar por un tocón. Ella llamó de nuevo—: Tom, Tom —entonces la figura se movió.
—¿Eres tú, Madre?
—Estoy aquí —ella se levantó y fue a su encuentro.
—No debías haber venido —dijo él.
—Tengo que verte, Tom. Tengo que hablar contigo.
—Está cerca el sendero —dijo Tom—. Podría pasar alguien.
—¿No tienes un sitio, Tom?
—Sí… pero si… bueno, supón que alguien te ha visto conmigo… meteríamos en un lío a toda la familia.
—Tengo que hablarte, Tom.
—Entonces vamos. Ven en silencio —cruzó el pequeño arroyo, vadeando sin cuidado por el agua, y Madre le siguió. Él se movió por entre los arbustos hasta llegar a un campo al otro lado de los matorrales y siguiendo los surcos del arado. Los tallos ennegrecidos del algodón eran ásperos contra la tierra y algunas pelusas de algodón estaban adheridas a los tallos. Siguieron por la orilla del campo un cuarto de milla y luego él volvió a entrar en la maleza. Se acercó a un gran matorral de zarzas, se inclinó y apartó a un lado una maraña de vides—. Hay que entrar reptando —dijo él.
Madre se puso a cuatro patas. Sintió arena bajo ella y entonces dejó de rozarla la maraña y sintió la manta de Tom en el suelo. Él volvió a colocar las vides en su sitio. No había luz en la cueva.
—¿Dónde estás, Madre?
—Aquí. Estoy aquí. Habla bajo, Tom.
—No te preocupes. Llevo algún tiempo viviendo como un conejo.
Le oyó destapar el plato de hojalata.
—Chuletas de cerdo —dijo ella—. Y patatas fritas.
—Dios Todopoderoso, y aún está caliente.
Madre no podía verle en absoluto en aquella oscuridad, pero le oía masticando, desgarrando la carne y tragando.
—Es un escondite muy bueno —dijo él.
Madre dijo incómoda:
—Tom… Ruthie ha contado lo tuyo —le oyó tragar saliva.
—¿Ruthie? ¿Para qué?
—No fue culpa suya. Se peleó con una niña y dijo que su hermano le iba a sacudir al hermano de la otra. Ya sabes cómo es. Y ella dijo que su hermano había matado a un hombre y estaba escondido.
Tom se estaba riendo.
—Yo siempre decía que iba a llamar al tío John, pero él nunca quiso perseguirles. No es más que charla de críos, Madre. No pasa nada.
—No —dijo Madre—. Esos niños lo dirán por ahí y sus familias les oirán y lo dirán, y dentro de nada mandarán hombres en tu busca, solo por si acaso. Tom, tienes que irte.
—Es lo que dije desde el principio. Siempre temí que alguien te viera poner las cosas en la alcantarilla y se quedara a mirar.
—Lo sé. Pero te quería cerca. Estaba asustada por ti. No te he visto. Ahora no te puedo ver. ¿Cómo tienes la cara?
—Se me está curando rápidamente.
—Acércate, Tom. Deja que la toque. Acércate —él se aproximó. La mano de ella encontró su cabeza en la oscuridad y sus dedos bajaron a la nariz y luego fueron a la mejilla izquierda.
—Tienes una mala cicatriz, Tom. Y la nariz toda torcida.
—Tal vez sea una buena cosa. Quizá nadie me reconozca. Si no tuvieran mis huellas estaría contento —volvió a ponerse a comer.
—Calla —dijo ella—. ¡Escucha!
—Es el viento, Madre. Sólo es el viento —la ráfaga de viento continuó río abajo y los árboles susurraron a su paso.
Ella se acercó al lugar del que procedía la voz.
—Quiero tocarte una vez más, Tom. Está tan oscuro que parece que fuera ciega. Quiero recordar, incluso aunque sean mis dedos los que recuerden. Tienes que irte, Tom.
—Sí. Lo supe desde el principio.
—Nos ha ido bien —dijo ella—. He estado guardando dinero. Alarga la mano, Tom. Tengo aquí siete dólares.
—No pienso coger tu dinero —Replicó él—. Ya me las arreglaré.
—Alarga la mano, Tom. No voy a poder dormir si te vas sin dinero. Quizá tengas que coger un autobús o alguna cosa así. Querría que te fueras lejos, a trescientas o cuatrocientas millas.
—No pienso cogerlo.
—Tom —dijo ella con severidad—. Coge este dinero, ¿has entendido? No tienes derecho a causar dolor.
—No juegas limpio —dijo Tom.
—He pensado que quizá podrías ir a una ciudad grande. Los Ángeles, tal vez. Nunca te buscarán allí.
—Hmm —dijo él—. Mira, Madre. He estado todo el día y toda la noche escondido solo. Adivina en quién he estado pensando. ¡En Casy! Él hablaba mucho. Antes me molestaba. Pero ahora he estado pensando en lo que decía y puedo recordarlo… todo. Decía que una vez se fue al desierto a encontrar su propia alma y descubrió que no tenía un alma que fuese suya. Que descubrió que él solo tenía un pedacito de una enorme alma. Decía que el desierto no servía de nada porque su pedacito de alma no servía, a menos que estuviera con el resto, y estuviera entera. Es curioso lo que recuerdo. Ni siquiera me daba cuenta de que estuviera escuchando. Pero ahora sé que un hombre no sirve para nada si está solo.
—Era un buen hombre —dijo Madre.
Tom prosiguió:
—Una vez recitó una parte de las Escrituras y no sonaba al fuego del infierno. La dijo dos veces y la recuerdo. Dice que es del Predicador.
—¿Cómo era, Tom?
—Va así: «Dos son mejor que uno, porque tienen una buena recompensa por su trabajo. Porque si caen, el uno levantará a su compañero, pero desgracia para aquel que esté solo cuando caiga porque no tiene otro que le ayude.» Esto es una parte,
—Continúa —dijo madre—. Sigue, Tom.
—Sólo un poco más: «De nuevo, si dos yacen juntos, entonces tendrán calor: pero ¿cómo se puede calentar uno solo? Y si uno le derrota, dos se le unirán y una cuerda entre tres es difícil de romper.»
—¿Y eso es de las Escrituras?
—Casy así lo dijo. Le llamó el Predicador.
—Calla… escucha.
—Es solo el viento, Madre. Conozco el viento. Y me ha dado por pensar. Madre… La mayoría de los sermones son acerca del pobre que siempre tenemos con nosotros y si no tienes nada, junta las manos y a la mierda, vas a comer helado en platos de oro cuando estés muerto. Y entonces el Predicador este dice que dos consiguen mayor recompensa por su trabajo.
—Tom —dijo ella—. ¿Qué piensas hacer?
El permaneció callado largo rato.
—He estado pensando en el campamento del gobierno, cómo nuestra gente se cuidaban unos a otros, y si había pelea la arreglaban ellos mismos; y no había policías moviendo sus armas, pero había más orden del que los policías podrían haber proporcionado nunca. He estado preguntándome por qué no podríamos hacerlo por todas partes. Echar a los policías, que no son nuestra gente. Trabajar juntos por nuestra propia causa… trabajar todos nuestra propia tierra.
—Tom —repitió Madre—, ¿qué vas a hacer?
—Lo que hacía Casy —respondió él.
—Pero le mataron.
—Sí —dijo Tom—. No lo esquivó con la suficiente rapidez. No hacía nada que fuera contra la ley, Madre. He estado pensando mucho, pensando en nuestra gente viviendo como cerdos y la buena tierra fértil en barbecho, o quizá un tipo con un millón de acres, mientras cien mil buenos granjeros se mueren de hambre. Y he pensado que si todos nos juntamos a gritar, como hacían aquellos, solo unos pocos en el rancho Hooper…
Madre dijo:
—Tom, te van a acosar y a destrozar como hicieron con el joven Floyd.
—Me van a acosar de todas maneras. Están acosando a toda nuestra gente.
—No pretendes matar a nadie, ¿verdad, Tom?
—No lo pretendo. He estado pensando que mientras siga fuera de la ley, quizá podría…
Mierda, no lo tengo bien pensado, Madre. No me preocupes ahora. No me preocupes.
Siguieron sentados en silencio en la cueva de vides, negra como el carbón. Madre dijo:
—¿Cómo voy a saber de ti? Podrían matarte y yo no me enteraría. Podrían herirte. ¿Cómo lo voy a saber?
Tom se echó a reír incómodo.
—Bueno, quizá es como dice Casy, uno no tiene un alma suya, sino un trozo de la gran alma… y entonces…
—¿Entonces qué, Tom?
—Entonces no importa. Entonces estaré en la oscuridad. Estaré en todas partes… donde quiera que mires. En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a uno, allí estaré. Si Casy sabía, por qué no, pues estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré, ¿entiendes? Dios, estoy hablando como Casy. Es por pensar tanto en él. A veces me parece verlo.
—Yo no lo entiendo —dijo Madre—. En realidad no sé.
—Yo tampoco —dijo Tom—. Son solo cosas sobre las que he estado pensando. Se piensa mucho cuando uno no puede moverse. Tienes que volver, Madre.
—Coge el dinero, entonces.
Durante un momento, él estuvo callado.
—De acuerdo —dijo.
—Y, Tom, más adelante… cuando haya pasado, volverás. ¿Nos encontrarás?
—Claro que sí —la tranquilizó—. Ahora más vale que te vayas. Dame la mano —él la guió hacia la salida. Los dedos de ella se aferraban a la muñeca de Tom. Él retiró las vides a un lado y la siguió fuera—. Ve por ese campo hasta llegar a un sicómoro que hay al borde y luego cruza el arroyo. Adiós.
—Adiós —dijo ella y se alejó rápidamente. Tenía los ojos húmedos y ardientes, pero no lloró.
John Steinbeck
Las uvas de la ira surgió de los artículos periodísticos que Steinbeck había escrito sobre las nuevas oleadas de trabajadores que llegaban a California, y desató polémicas encendidas en el plano político y en la crítica, ya que fue acusado de socialista y perturbador. El argumento de esta novela narra la migración de familias de Texas y Oklahoma que huían de la sequía y la miseria, en busca de la californiana Tierra Prometida.