I El viaje
Junto con el DMT, Alice me dio una serie de indicaciones que seguí al pie de la letra. Una pieza oscura, los teléfonos apagados para evitar interrupciones. Debía sentarme en medio de la cama y colocar cojines donde dejarme caer. Tenía dos dosis y ella me recomendó que primero uno fumara y el otro cuidara y luego cambiáramos. Me explicó que, si bien no había realmente nada que pudiera pasar como para justificar la vigilancia, ésta cumplía la función de otorgarle seguridad al que fumaba, de saber que alguien lo observaba desde el más acá. Esa noche éramos Max y yo. Él dijo que quería ir primero. Fumó, tres caladas profundas, tal como nos insistió Alice y se dejó caer sobre los cojines. El olor era desagradable, como a plástico quemado. Durante treinta minutos me pareció estar frente a alguien durmiendo, con un sueño ligero (Max se aferraba del cubrecamas de vez en cuando), la respiración entrecortada como si el aire fuera insuficiente, hasta que comenzó a volver en sí. Alice nos había recomendado que cuando concluyera el clímax del viaje y volviéramos a nuestro cuerpo, algo que sucedería tras diez o quince minutos, siguiéramos recostados, que ciertas sensaciones sutiles permanecen y es una lástima perdérselas por la ansiedad de comunicar el viaje. Max continuó en silencio otros diez minutos, su respiración volvió a ser regular. Abrió los ojos, en realidad debiera decir abrió el ojo, Max sólo tiene uno, el otro lo perdió en un accidente, pues me miró con su ojo y una expresión seria, noté que lloraba, me dijo: no estoy preparado para la muerte. Max había tenido experiencias con psicodélicos antes de aquella sesión con DMT, sin embargo, habían sido dosis recreativas, nunca había experimentado una visión, como llamó a lo que le sucedió aquella noche. Le pedí que no me dijera más, pensando con ingenuidad, que el relato de su experiencia podría influenciar la mía. Yo había tenido revelaciones, con y sin psicodélicos, sin embargo, nunca había probado el DMT y no sabía qué me deparaba. Sentía temor, a pesar de haber visto a Max como si durmiera frente a mis ojos. Era temor ante lo desconocido, lo que deben haber sentido los exploradores al soltar amarras y lanzarse a altamar. Con la diferencia que ellos no sabían si volverían y yo sí. Tomamos posiciones, Max me acercó el encendedor, le pegué una calada, luego otra y entonces comprendí por qué Alice insistía tanto en la tercera, pues cuando ya llevas dos, el DMT comienza a apoderarse de tus sentidos, la realidad se fractaliza, sentí vértigo ante la rapidez e intensidad del efecto, consideré que era suficiente, pero entonces Alice, desde el recuerdo, me animaba a dar la tercera fumada. Respiré por última vez y justo antes de que mis ojos se cerraran, logré ver cómo la llama del encendedor se transformaba en una hermosa flor de fuego y luego la habitación en que me hallaba parecía sumergirse en un caleidoscopio. Cerré mis ojos y me dejé caer sobre los cojines. Un zumbido creció como si el universo fueran ondas auditivas que atravesaban un largo túnel. De pronto pude ver el túnel, brillando en colores, y yo avanzaba por él, o quizás no era yo el que se movía sino que el túnel se desplazaba en dirección contraria. No podía escuchar mi respiración, tampoco mis latidos. Llevé toda mi atención a mi pecho. Lo percibí quieto, inmóvil, sin sístole ni diástole. El túnel me dejó en el centro de un gigantesco domo de pixeles de colores. Era hermoso e hipnótico. Aunque no veía mi cuerpo, sí había un yo en el centro del domo. Frente a mí había dos enormes serpientes. La de la izquierda, un poco más grande que la otra, era macho. No se cómo lo sabía, pues se mantenía en silencio observando, pero lo sabía. La otra era una serpiente hembra y se comunicaba conmigo telepáticamente. Me invitaba a irme con ellos por un agujero de color blanco que estaba en el suelo, a unos metros a mi izquierda. Me decía que iríamos a conocer la muerte. Era una criatura seductora y obstinada que me producía sospecha como si fuera el llamado de una sirena que debía desoír. ¿Por qué habría de irme con ustedes?, les pregunté mentalmente. Me sorprendió lo poco alterada que estaba mi racionalidad, es decir, mis valores y juicios eran los mismos que antes de fumar esas tres caladas. Le dije que no estaba preparado para dejar a mis amigos y a mi familia. Ella insistía, pero tanta insistencia no hizo más que incrementar mi desconfianza. Tras mi rechazo, el domo desapareció. Volví al planeta tierra, a la habitación, mis sentidos se reactivaron con lentitud, hasta que volví a mi cuerpo en la cama, a oscuras frente a mi amigo Max que me miraba en silencio.
A pesar de haber estado en el lugar más extraño al que una droga me ha llevado, la experiencia no me pareció reveladora, no hubo epifanías, no hubo ese descentramiento de mi perspectiva en el que me suelen situar los psicodélicos, ese sorprendente y renovador abandono de los condicionamientos. Aquellos seres, insisto, me parecieron extrañísimos, pero no me enseñaron nada que pudiera serme de utilidad en el espacio-tiempo en el que vivo, no hubo un elixir que traer de vuelta del viaje. Ese no fue el caso de Max, él me contó que unos arlequines lo molestaron, no lo dejaban tranquilo y él les gritaba que se detuvieran, pero sus palabras, que veía materializadas frente a sí, se descomponían en fractales hasta perder todo sentido; no era un lenguaje útil en aquella dimensión. Al volver, Max concluyó que no estaba preparado para enfrentar su muerte, si no hago algo, esos arlequines me van a hacer papilla.
Mi falta de entusiasmo con la experiencia sufrió un severo revés al día siguiente, cuando recibí una llamada de Max. Se había pasado media noche buscando información en internet. Me dijo que eran tantas las personas que, tras la segunda fumada de DMT, veían cómo la llama del encendedor se transformaba en una flor de fuego que se expandía hasta abarcar toda la habitación, que ya tenía un nombre: el Crisantemo. Que la gran mayoría de quienes habían dado una tercera fumada, atravesaron aquel túnel de colores (otros decían que era la hélice del ADN) y luego llegaron al domo, al que también llaman el Patio de los Entes o, simplemente, la Habitación, aquella catedral psíquica donde se encontraban con ángeles, hadas, arlequines y reptiles. Muchos se comunicaban telepáticamente con los entes. Y quienes hablaban, como Max, solían ver cómo sus palabras se fragmentaban. Había quienes hablaban lenguas que les eran desconocidas pero que comprendían. Muchos desconfiaban de estos entes, sospechaban de tantas insistencias. De pronto, el viaje que habíamos tenido no parecía guardar relación alguna con nuestro yo. En distintas partes del mundo, personas de culturas totalmente disímiles decían llegar al mismo lugar y ver a los mismos entes. Aquel encuentro, que me pareció tan solo extraño y curioso, ahora se manifestaba como un misterio insondable.
La primera explicación que se me ocurrió fue que los entes que veíamos estaban dentro nuestro, es decir, eran arquetipos genéticos y el DMT era la llave que permitía acceder a su encuentro. Un viaje hasta el origen común de toda la humanidad y mucho más allá, hasta aquel momento en que no éramos más que un proto-reptil. No es del todo descabellado si pensamos que nuestro pelo y oído, nuestros dientes, la manera en que nuestra piel se compone de capas, provienen de nuestro tatarabuelo reptil. Incluso el crecimiento de nuestro cerebro comenzó durante la vida de ese proto-reptil, cuyo cerebro algunos dicen es nuestra glándula pineal. El DMT nos permitiría acceder a nuestros orígenes como vertebrados, a aquel pasado en el que éramos uno con la serpiente del paraíso; con la serpiente Apep, de los egipcios; con Vasuki, de los hindúes; con Kai-Kai y Treng-Treng, de los mapuche, etc. Tanta serpiente mítica debía tener su origen en nuestra huella genética y el DMT podía establecer ese contacto. Me parecía que esta hipótesis guardaba cierta consistencia con mi viaje pero ninguna con el de Max: no había relación alguna entre los arlequines y aquel proto-reptil.
La otra posibilidad, aún más difícil de aceptar, es que los entes se encuentran fuera nuestro y, en este caso, el DMT es una molécula que enciende un canal de comunicación con seres de otro espacio, de otro tiempo, o de una dimensión en la que no existe el entramado del espacio-tiempo. Así como el entrelazamiento cuántico permite que dos fotones o dos electrones en extremos opuestos del universo estén en perfecta sincronía, el DMT permitiría que los electrones de nuestras neuronas se entrelacen de forma inmediata con la de aquellos entes. Se que suena inverosímil, pero acaso el entrelazamiento cuántico no lo es también.
Eran hipótesis intuitivas que no satisfacían mi curiosidad. Busqué respuestas y obtuve metáforas, no certezas.
II. Las metáforas
El DMT es el principal alcaloide presente en la ayahuasca y el yopo (sustancias que trataremos en otro artículo). En el norte de Chile se han encontrado tablillas para inhalar alucinógenos con restos de DMT, ¡de tres mil años de antigüedad! Sin embargo, fue aislado en 1931 y tuvieron que pasar otras dos décadas para que alguien experimentara sus efectos y mencionara, por primera vez, un encuentro con los entes. Hoy sabemos que el DMT existe en muchas especies del reino animal y vegetal. Como señala Alexander Shulgin, el DMT está, simplemente, en casi cualquier parte que mires. Está en esta flor aquí, en ese árbol de allá, y en los animales que nos rodean. Incluso en los humanos (se ha encontrado en la sangre y en la orina). Sin embargo, aún desconocemos su función.
Una hipótesis que se repite bastante es que almacenamos DMT en la glándula pineal. El Dr. Rick Strassman, escritor del libro DMT: The Spirit Molecule (a partir del cual se realizó el documental de Netflix) y el último científico en experimentar con esta droga en humanos, sostiene que pequeñas dosis de DMT serían liberadas cuando soñamos y cuando tenemos un orgasmo; dosis más altas serían liberadas durante nuestro nacimiento y muerte. Pero no son más que conjeturas, especulaciones, pues Strassman no ha hallado evidencia de que ello sea así. De hecho, se vio obligado a abandonar sus investigaciones porque no encontró un marco científico desde el cual continuar. Strassman considera al DMT un modelador del alma e insiste en que la apertura del tercer ojo o del séptimo chakra, no son otra cosa que liberación endógena de DMT desde la glándula pineal. Incluso eso sería, precisamente, lo que habrían experimentado los profetas bíblicos: la imagen del Apocalipsis no sería más que un mal viaje en DMT. Por eso Strassman lo bautiza como la molécula del espíritu, no porque sea espiritual por sí misma, sino en cuanto herramienta o vehículo de acceso al infinito: Imaginémosla como un remolcador, una carroza, un explorador montado a caballo, algún objeto al que podamos enlazar nuestra conciencia. Nos empuja hacia mundos que solo ella conoce. Tenemos que aguantarnos firmemente y debemos estar preparados, pues los reinos espirituales incluyen elementos del cielo y del infierno, de fantasía y pesadilla. Aunque la función de la molécula del espíritu nos parezca angelical, nada nos garantiza que no se torne demoníaca.
En las antologías de viajes con DMT compiladas por Strassman y por Erowid, hay todo tipo de experiencias y explicaciones. Shaoni dice haber llegado al salón donde las almas esperan para reencarnar. Recordaba haber estado en aquella habitación antes, en una de sus transiciones. Gaspar Noé, en la película Enter de Void alude a algo parecido. El protagonista fuma DMT, es asesinado y su alma viaja hasta volver a reencarnar. El protagonista se pregunta si está muriendo o viajando en DMT. Noé recrea las luces del túnel y el mundo de colores que muchos suelen ver.
También hay relatos de viajes a lugares hermosos, encuentros con entes extraños pero inofensivos. Sin embargo, no todos son así. Hypnotica asegura que no viajó hacia un mundo desconocido sino que a uno igual al suyo pero sin vida, todo había muerto bajo un fuego apocalíptico y estaba sola, para siempre. Hasta que despertó. Ken nos cuenta que en su viaje había dos cocodrilos sobre su pecho. Me aplastaban, me violaban analmente. No sabía si sobreviviría. Al principio pensé que estaba soñando, que era una pesadilla. Pero entonces me di cuenta de que todo estaba ocurriendo realmente.
El etnobotánico Terence Mckenna es el apóstol del DMT. Cualquiera que haya escuchado psytrance se habrá topado con extractos de sus monólogos sampleados entre los beats. Mckenna destacó la doble cualidad del DMT, como el alucinógeno más poderoso conocido por el hombre y la ciencia y, simultáneamente, el más común en la naturaleza. Fue el DMT el que me dio el poder para comprometerme con la experiencia psicodélica. Me obligaba a cuestionarme qué es la realidad, qué es el lenguaje, qué es el ser, qué es el espacio y tiempo tridimensional, todas las preguntas en las que me adentré durante los siguientes veinte años. Mckenna bautizó a la flor de fuego como Crisantemo y a los extraños entes como máquinas élficas o elfos fractales o máquinas élficas auto-transformadas. Señala que es común que estos elfos reciban a los visitantes con euforia. Sostiene que se trata de coleccionistas de arte primitivo que están esperando visitas para recolectar información. Cuando la mente se encuentra intoxicada con DMT llega a un mundo desconocido que se percibe como real. No es un mundo que surja de nuestros pensamientos, nuestras esperanzas o temores; más bien, es el mundo de esos seres traviesos – sus juegos, sus sueños, su poesía. ¿Por qué? No tengo la más remota idea. Insatisfecho con sus propias conclusiones le dio a probar una pipa de DMT a un monje tibetano. Son las luces menores del Bardo, le dijo el monje, es lo más lejos a lo que puedes llegar en el Bardo si quieres volver. Luego le ofreció a un grupo de chamanes del Amazonas. Estos son los ancestros, le dijeron, son los espíritus con los que trabajamos, son almas ancestrales. Nosotros conocemos ese lugar.
En la película Naked Lunch, David Cronenberg, más que adaptar el libro homónimo de William Burroughs, recrea sus delirios al escribirlo. Allí podemos ver la presencia de estos entes, alienígenas, ciempiés gigantes y máquinas insectoides, en su formato pesadillezco. En los cincuenta Burroughs experimentó con DMT en Londres. Timothy Leary nos cuenta que en aquel tiempo Burroughs trabajaba en una teoría sobre geografías neurológicas – ciertas áreas eran celestiales, otras eran diabólicas. Era un explorador que, por adentrarse en tierras desconocidas, debía realizar un mapa de las áreas amistosas y de las hostiles. En la cartografía farmacológica de Burroughs, el DMT arrojaba al viajero a un territorio extraño y, definitivamente, no amistoso.
Alexander Shulgin, en Tihkal, considera que el DMT puede llevar a ambos territorios: Para algunos usuarios, es una conexión con un mundo vívido de magia y seres místicos. Para otros, es la oscura revelación de los aspectos más negativos de la psiquis. Y todo lo que hay entre medio.
Jon Hanna propone construir un Bestiario, una enciclopedia de entes de la dimensión DMT (una tarea que está realizando DMT-Nexus en su Lexicón del Hyperespacio). Hanna no cree que estos entes sean externos al ser humano, sino que más bien corresponden a los monstruos de la infancia; las imágenes de pesadilla de las que hemos huido desde pequeños. Así se explicaría la heterogénea, aunque constante, fauna de reptiles, insectos, arácnidos, cefalópodos, payasos, arlequines, juguetes animados y extraterrestres.
Sin embargo, existe una notable coincidencia en las acciones que realizan estos entes que no calza muy bien con la teoría que los identifica con quienes nos atormentaban en nuestra infancia. Más de la mitad de los voluntarios de Strassman aseguraban haber tenido un encuentro con entes: Una constante que se repite es la idea de que estos seres son de una inteligencia superior y que están interesados en el visitante, esperando su llegada. Su “trabajo” parece ser la realización de pruebas, exámenes y mediciones a veces incluso modificando la mente y el cuerpo del visitante. Se suelen comunicar a través de gestos, telepatía o imaginería visual. El propósito del contacto es incierto. Muchos voluntarios precedían su relato diciendo “esto no fue un sueño”.
Eso era, precisamente, lo asombroso: la sensación de que aquellos entes no eran un sueño ni una ilusión, al menos, no más que tú y yo. En mi viaje en DMT aquellos entes no me entregaron respuestas, nada que pudiera serme de utilidad; sin embargo, su misteriosa y aparentemente autónoma existencia me llenó de preguntas. Sé que volver a visitarlos será inútil, ellos no revelarán sus intenciones. Quizás algún día descubramos quiénes son.
Ilustración: The kingdom of god is within you (dmt), de Heather McLean