Cuando iba a la universidad a principios de los años cincuenta, no sentíamos demasiado aprecio por aquella época. Éramos la generación silenciosa, pero nos hubiera gustado muchísimo más pertenecer a la generación perdida. Las chicas más guapas, las más lanzadas, bailaban el charlestón en las fiestas; los novios salían en pareja y bebían demasiada ginebra e intentaban emular a Scott y Zelda; T. S. Eliot era el poeta de moda. Entonces los años veinte nos quedaban muy cerca, casi los podíamos tocar; en los armarios de nuestras madres todavía podíamos encontrar viejos vestidos de flecos.

Los jóvenes resucitan periódicamente a la generación beat. En 1993 hubo un renacimiento beat en Manhattan, donde los recitales poéticos llenaron los cafés y llegaron a la portada de la revista New York. Un buen día, en un anuncio de pantalones Gap, me topé con Jack Kerouac. En una cálida noche de septiembre, posaba a la puerta de un bar de la calle MacDougal llamado Kettle of Fish. Habían recortado una parte de la fotografía. De haber estado entera, se hubiera podido apreciar en segundo plano, muy al fondo, de brazos cruzados y de negro —por supuesto—, a una anónima jovencita cuya mirada delataba la espera. Resultaba extraño saberlo todo de aquella mujer que ya no estaba allí; resultaba muy extraño estar viva y ser el fantasma de una leyenda.

Las mujeres beat… En París, a caballo entre el siglo XIX y el XX, Rilke identificó a sus predecesoras: las chicas que iban solas al museo de Cluny y se sentaban delante de los tapices del Unicornio para dibujar las flores bordadas. «Lo esencial es dibujar —escribió en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge—; pues que para esto han salido un día de sus casas, de modo bastante violento. Son de buena familia. Pero cuando levantan los brazos para dibujar, parece que su vestido no está abrochado en la espalda, o por lo menos no lo está por completo. Hay algunos botones sin abrochar. Pues cuando se hizo este vestido no se había pensado aún en que debía ir de prisa, completamente sola».

A Rilke le resulta evidente que de esos dibujos no saldrá gran cosa. Todo está cambiando, y estas pobres chicas vulnerables, sin un céntimo y algo despeinadas, sucumbirán al cambio. Conocerán a hombres que no les convienen —artistas de todo tipo— y se echarán a perder. «No están lejos de realizar el abandono de sí mismas […] Y eso les parece un progreso».

A finales de los años cincuenta, otras jóvenes —pocas, al principio— salieron un día de sus casas de un modo bastante violento. Éstas también eran de buena familia, y sus padres no iban a comprender por qué las hijas que con tantos cuidados habían criado optaban, de repente, por una vida tan precaria. Una chica tenía que quedarse en casa de sus padres hasta que se casara, aunque trabajara de secretaria un año o dos para adquirir un poco de mundo, el justo. Ni la experiencia ni la aventura eran cosas de jovencitas. De todos era sabido que tanto la una como la otra entrañaban contacto con el sexo. El sexo era cosa de hombres; para las mujeres resultaba tan peligroso como la ruleta rusa; un embarazo no deseado amenazaba la existencia misma en más de un modo. Y por lo que al arte se refiere, esas decorativas jovencitas desempeñaban los papeles de musa y admiradora.

Las que abandonamos el nido carecíamos de un modelo a seguir. No queríamos ser como nuestras madres, ni como nuestras maestras solteronas, ni como las curtidas profesionales que salían en las películas. Y nadie nos había enseñado a convertirnos en artistas o escritoras. Aunque sabíamos algo de Virginia Woolf —poco—, no nos parecía una referencia válida. Sus privilegios nos resultaban incómodos: había conocido la literatura, los contactos y el dinero desde la cuna. La «habitación propia» de la que había escrito presuponía que su ocupante dispondría de una pequeña renta familiar. Nuestra formación universitaria nos permitía ganar, a golpe de tecla, cincuenta dólares a la semana que a duras penas nos bastaban para comer y pagar el alquiler de un diminuto apartamento en Greenwich Village o North Beach; lo poco que sobraba se nos iba en unos zapatos o en la factura de la luz. No habíamos oído hablar de la novelista Jean Rhys, una precursora nuestra que desertó de las filas de la respetabilidad y se entregó a un peligroso vagabundeo por la bohemia del París de los años veinte. Quizá nos habríamos identificado con las reticencias que le suscitaba su propia obra; quién sabe si en la corrosiva pasividad de sus relaciones con los hombres habríamos identificado una advertencia que debíamos tomar muy en serio. Ninguna advertencia, sin embargo, nos hubiera frenado, tan ansiosas estábamos por abrazar la vida y la realidad en todas sus facetas. Estábamos dispuestas a disfrutar incluso de las penurias.

Nos enamoramos de hombres que eran unos rebeldes, por supuesto. Caímos rendidas enseguida, convencidas de que nos llevarían con ellos en sus viajes y sus aventuras. No contábamos con ser rebeldes por nuestros propios medios; no contábamos con la soledad. Y en cuanto encontramos a nuestros homólogos masculinos, nuestra fe ciega nos impidió desafiar las antiguas reglas que regían las relaciones entre los hombres y las mujeres. Éramos muy jóvenes, y la situación se nos escapaba de las manos. Pero sabíamos que habíamos hecho algo muy valiente, casi histórico: éramos las que se habían atrevido a irse de casa.

Los que quieran entender a las mujeres beat deberán considerarlas de transición: un puente a la siguiente generación, la que en la década de los sesenta —cuando el derecho de la mujer a irse de la casa de sus padres ya estaba fuera de discusión— cuestionaría todas las ideas preconcebidas que limitaban la vida de la mujer y asumiría la larga tarea, jamás acabada, de transformar las relaciones con los hombres.

«Sólo debemos tener miedo del miedo mismo» fue el eslogan más famoso de la segunda guerra mundial. Después de la guerra, sin embargo, en los años cincuenta, el miedo se apoderó de Estados Unidos: miedo a la Bomba, miedo a los comunistas, miedo a caer en desgracia o al mínimo cambio en el statu quo, miedo a la desviación y la diferencia. El núcleo familiar del país se encerró en sí mismo e intentó dejar el mundo afuera. Aquéllos fueron años de mezquindad nacional, de pobreza de espíritu y, para los jóvenes como yo, de opresiva insipidez. Teníamos la impresión de habernos perdido algo, de haber nacido demasiado tarde. Nos habían arrebatado la energía y el coraje de la juventud.

En aquellos años a los libros todavía se los tomaba en serio y los escritores podían —de verdad— cambiar las cosas. Se diría que en 1957 Allen Ginsberg y Jack Kerouac salieron de la nada, aunque desde principios de los cincuenta, de manera subterránea, escribían poesía y narrativa. Lo que pasaba era que, hasta aquel momento, nadie se había atrevido a publicarlos. Ellos dieron voz al desasosiego y al descontento espiritual que tantos experimentaban sin poderlo expresar. Y aquellas palabras de ritmo irresistible e hipnótico desamarraron el deseo imperioso de vivir una vida libre. Los escritores beat se encontraron con un público tan maduro, tan en su punto, que el impacto fue inmediato.

La represión engendra intensidad. Para mí, los últimos años de la década de los cincuenta tuvieron una intensidad particular que jamás ha sido igualada. El movimiento beat duró cinco años y empujó a muchos jóvenes a imitar a Jack Kerouac y lanzarse a la carretera. A las chicas, la lucha por la libertad les resultó mucho más complicada. Con todo, aquélla fue mi revolución.

Yo no me moví de Nueva York. Tan sólo dejé el barrio en el que había crecido y me mudé al sur de Manhattan. Y, por accidente, terminé acompañando a Jack Kerouac en el centro del escenario, donde estaba la acción, aunque siempre me sentí en los laterales. Me sumergí en el papel de observadora mucho más de lo que hubiera deseado. Y, aunque no tomé apuntes, me repetía: «Acuérdate de esto».
En 1981 Jack Kerouac llevaba doce años muerto. Cuando una noche fui al Pizza Express, un club de jazz de Londres, no pensaba en escribir un libro de memorias. El nombre del local da una idea de lo poco sofisticado del mismo: un club anodino alojado en un sótano de techo bajo y lleno de humo cerca de Hyde Park. En la penumbra, ni las pizzas conseguían distraer a la joven clientela de rostro absorto y embelesado. El desfase horario había hecho mella en mí. Quizá por eso me sentí transportada a 1957 y recordé un nombre —The Open Door— y también que estaba de pie al lado de Jack, enamoradísima, esperando el último set de Miles Davis.

Aquella noche de 1981 había ido a escuchar a Jay MacShann tocando el piano al otro lado del Atlántico. Él estaba muy lejos de Kansas City, donde había descubierto a Charlie Parker, un chico de instituto con un don para el saxofón. Parker también había actuado en el Open Door, pero cuando Jack me llevó allí, un ataque al corazón ya se había llevado a Bird a los treinta y cuatro años.
Vi a MacShann subir al escenario con la banda, músicos ancianos con impecables trajes negros. En sus dedos refulgían los diamantes mientras sus manos volaban sobre el teclado y, con sus acompañantes, creaba una música alegre. Jay MacShann ya tendrá sus setenta años, pensé, y aquí está, de gira, al pie del cañón.

El desfase horario, como decía, me había afectado. Mi mente flotaba, libre, estableciendo extrañas conexiones. Pensé en los años en los que había conocido a Kerouac, en los extraordinarios hombres y mujeres que habían participado en mi revolución, en los supervivientes y en los que se habían quedado en el camino. Pero sólo podría contar su historia contando la mía.

Nueva York, 1994