La cosa parecía sencilla y sin riesgo alguno. Lo único que faltaba era capear las dificultades de los próximos días.
Highsmith, Patricia. El talento de Mr. Ripley.
Pago al contado el último best seller de novela negra y salgo orgulloso de la librería. Conozco al autor en persona, nos topamos dos años atrás en un cité de la calle Herrera. Entonces éramos unos novatos, él escribía historias de suspenso y yo entrevistaba a los testigos de un crimen. Ahora somos un trago perfecto: escritor famoso y detective experimentado, con hielo. Me regalé la novela. En una semana cumpliré los treinta, y ya es hora de celebrar.
Instalado en mi departamento de soltero, doy unas rápidas vueltas a las páginas mientras me lleno la boca con maní y me zampo una cerveza nacional, de las buenas. Le chisto al gato, me enferma su maullido cuando leo. Sé lo que busco: un personaje femenino con los ojos grises y la boca húmeda. Me deslizo rápido por el texto, me salto la descripción de los grafitis y murales. El tercer capítulo inicia con un asesinato. Es el crimen del viejo. Lo ha plagiado con un lenguaje sorprendente. Me parece estar ahí. Escucho el rumor de los arrendatarios pidiendo explicaciones. El sollozo entrecortado de Blanca, y sus rasgos borrosos por la pena. No sé por qué, saco del bolsillo de la chaqueta mi libreta de cuerina azul, necesito tomar unas notas.»Mucha tele», dice siempre mi hermana.
El crimen del Barrio Yungay fue mi primer caso publicado en la portada de los diarios. El mismo viejo, dueño del cité, ya se había perdido ocho meses antes. Demencia senil. Regresó a la semana entumido de frío, más flaco y con un zapato. Pero esta vez no hubo regreso. Apareció a las horas, en una bodega, degollado y acostado en su propio colchón de sangre. Bisturí de cirujano, dijeron los peritos de criminalística apenas vieron el corte en el cuello. El arma nunca se encontró. Primera teoría: ladronzuelo le rebana la carótida sin dejar rastros. Segunda: esposa cansada asesina a marido demente. ¿Poco creíble? Se sorprenderían conocer el número de personas que mata por hartazgo. Después de hablar con la reciente viuda, interrogué a las dos nietas: Nicole, una adolescente de dieciséis, con piercing en una ceja, pelo fucsia, ojos bien delineados, mascando un chicle rosa con la mandíbula ejercitada ; y Blanca, su bella hermana mayor, delgada, etérea, rostro perfecto de actriz tailandesa, los ojos grises y la boca húmeda. Bellísima.
Solo ocho piezas componían el cité y algunos de sus habitantes andaban de paseo. Me ahorraron unas horas de trabajo, por lo menos ese fin de semana. Los más impresionados: una pareja de peruanos bajitos. Apenas entré, la mujer corrió una gruesa cortina color mostaza colgada de un alambre que separaba los ambientes, con la misma elegancia de quien cierra los aposentos de un palacio. Se apuraron en mostrarme sus documentos, los contratos de trabajo y acreditar que estaban legales, antes que yo abriera la boca. Cuando comencé un rápido interrogatorio, mandaron a los niños a esa zona tras la cortina donde asomaban las camas. No habían visto ni escuchado nada; a excepción del grito de Blanca cuando entró a la bodega.
A la colombiana que vivía sola la despaché al toque. Una mujer de unos cuarenta infernales años. Fea como bruja de cuento. Sufría crisis de ausencia y se quedaba mirando al vacío después de un par de palabras, como si alguien le desconectara los cables, luego retomaba la frase justo donde había quedado. Me puso nervioso.
El otro arrendatario, un alfeñique asquerosamente ebrio. Ni porte ni pulso para clavar un alfiler. Mi último entrevistado fue el escritor. Tan joven como yo. Lo calé de entrada, un “Ricky Ricón” jugando a ser pobre.
–¡¿Escritor?!
–Soy periodista de profesión, pero hace unos años que estoy dedicado solo a la escritura.
Y pronunció «solo a la escritura» como si nombrara a una novia de largas piernas y pechos generosos.
–¿Y sobre qué escribe? –pregunté con envidia.
–Cuentos de suspenso.
–¡Pero esta muerte le viene como anillo al dedo!
Me miró como a un gusano. Sí, sí, lo reconozco, fue un comentario de novato desatinado.
–¿Y hace cuanto que vive aquí? –arranqué de nuevo, dejándole claro que no me engañaba.
–Cinco meses.
–¿Y de qué escribe ahora?
–Suspenso, ya le dije.
¡Mierda! Escuché los abucheos. Ricachón antipático, pensé. Sonreí para esa cámara invisible que me graba cuando interrogo, me despedí con un exceso de educación y continué con mi trabajo. Tomé unas notas y dibujé en mi libreta un plano con todas las habitaciones.
Antes de regresar a la Brigada, recorrí un par de manzanas, no quería que el famoso Yungay quedara en mi memoria resumido en un cité. Lo de «Barrio Patrimonial» me llenaba de expectativas, pero pudo más la realidad. Me pasa siempre. Aluciné con las calles adoquinadas y las casonas antiguas del 1900, excelente locación para una película de gángsters, pero lo que más llamó mi atención fue la mierda de perro en todas las veredas, los quiltros sarnosos pegados a mi como guardaespaldas, los dos hombres cojos con los que me crucé, y el medio tipo, no es un eufemismo, que se trasladaba apoyando el tórax sobre una especie de skate de manufactura casera.
Capítulo cuatro. Mi amigo escritor es un verdadero talento. Me ha sorprendido. Bastaron unos párrafos y regresé a la estrecha bodega donde Blanca encontró a su abuelo, escuché los sollozos, olí la humedad, el polvo en mis narices, vi de nuevo el sofá destripado, la carcasa de una radio antigua y sobre el piso de cemento, caca de ratones flotando como negras semillas en un charco de sangre.
El cité, de una sola línea de puertas, comenzaba con la casa principal y terminaba en la bodega. Para llegar hasta la escena del crimen, recorrí el ancho pasillo sorteando maceteros. Frente a las puertas de las piezas, un alto muro separaba al cité de la casona vecina. Era obvio que el asesino había caminado por el pasillo o entró a la bodega acompañando al viejo. «Un conocido», aseveró la prensa.
La investigación de mi primer crimen famoso se estancó. Como ese titulo de un relato de la Highsmith, tenían «la coartada perfecta». Ese sábado Blanca cumplía veinte años, y salvo la colombiana, todos los inquilinos celebraban en la casa principal mientras el viejo se desangraba a unos metros de los vasos con vino y los platos con ramitas saladas y queso en cubitos.
–Mi abuelo siempre se escapaba, era muy porfiado –me dijo Blanca unos días después sentada en el living, con la cabeza gacha mirando las tablas carcomidas por termitas pero bien enceradas.
–Ya no era el mismo desde que le dio la tontera –acotó su mujer –. Nos preguntaba por unas primas que nunca existieron.
–¿Su esposo tenía enemigos? ¿Ustedes sospechan de alguien?
–Imposible, mi abuelo era bueno como el pan –afirmó Nicole.
Arrugué la boca, me quedé callado. Principio de detective: siempre sospecho de “los buenos como el pan”.
En la Brigada de Homicidios barajábamos varias hipótesis; pero sin pistas ni sospechosos, el caso quedó en espera de nuevos antecedentes. El examen del médico forense, dejó en claro tres cosas: que el asesino era diestro –lo que salvó a la colombiana, que además de tener los cables pelados era zurda–, que el corte del bisturí, de bordes muy definidos y nítidos, midió doce centímetros y que el viejo murió ahogado en su propia sangre.
A las siete de la tarde termino de leer el libro. Ya no me queda cerveza ni maní. Breve y extraña la novela. Imperdonable la ausencia de una heroína de ojos grises y boca húmeda. Excepcional la crueldad de los asesinatos, el jadeo de la súplica, la tibieza de los cuerpos, el insaciable vacío del psicópata, la intensa y última mirada de las víctimas. Genio.
Leo por tercera vez la contraportada, elogian al autor: «Abandonó su amplio departamento ubicado en un sector exclusivo de Santiago para vivir durante un año en algunos cités del Barrio Yungay, y recorrer en persona los diferentes escenarios descritos en su novela». Me hago un tazón de té y me mando dos marraquetas con jamón. Releo en voz alta la dedicatoria, con la boca llena de pan: «Para Ariel, por tu complicidad infinita». ¿Su novia? ¿Su esposa? Garabateo unas notas en mi libreta. Más que intuición de buen detective, tengo una estocada en el estómago. Googleo a mi escritor. Leo una escueta biografía. Todo un “Ricky Ricón”. También leo rápido un micro-cuento. Reviso su Facebook. En la web de la editorial, examino las fotos de la presentación del libro, fechadas hace apenas un mes. Elogios al por mayor, fotos de él junto a otros escritores, con algunos lectores, autografiando su novela y, al final, las fotos con la familia.
Al lado de mi escritor estrella, posa su hermano Ariel. Gemelos idénticos. Recuerdo el agradecimiento «por tu complicidad infinita». Los veo en simultáneo, uno en la fiesta de Blanca, el otro entrando a la bodega con el viejo. Sacudo la cabeza. Y cuando estoy a punto de descolgarme de mi delirio, leo la frase final del pie de foto: «… su hermano Ariel es un destacado médico cirujano».
Escucho al gato maullar como desaforado, mientras busco en mi libreta de cuerina azul el teléfono del fiscal.