Día I

Durante los ejercicios traspiración copiosa. Excesiva. Al pasar por debajo del ventilador un violento
escalofrío, de punta a cabo. Es el aviso que aún no sé reconocer. Tras los ejercicios el cuerpo más cansado que de costumbre. Los músculos fatigados, sospecho deshidratación. El mareo también está allí. Me hidrato. Me tiendo en la cama a descansar. Necesito descansar. Duermo tres horas. Despierto y noto que al mareo se le ha sumado una puntada persistente en aquella parte de la cabeza en la que Jesús llevaba la corona de espinas. Sigo en la cama hidratándome. Aparece la fiebre. Los músculos comienzan a marchitarse. Afuera más de treintaicinco grados y me estremezco de frío. El cuerpo estilando. Cada quince minutos cambio mi ropa empapada. Intento dormir pero ya no lo consigo. Como si fueran toallas que se retuercen, cada uno de mis músculos. La tensión no cesa. Mi vista adherida a la ventana de madera frente a mí. No tengo ningún pensamiento, todo mi ser está sometido al imperio del dolor. No hay nada más. La piel erizada se resiente con el aire que desplazan las aspas del ventilador. Respiro por la boca abierta, único reducto de vida. En el interior derrumbes, aludes, explosiones microscópicas en cada célula del cuerpo. Mi sangre envenenada destruyendo desde adentro hacia afuera. Una batalla en la que el enemigo corre por las venas horadando lo que haya a su paso. Devastaciones mitocondriales.

 

Día II

Un tubo de metal atraviesa mi cabeza desde el agujero de un oído hasta el oído opuesto. Luego ese tubo de metal es enfriado hasta ser congelado. A esa temperatura se desplaza hacia izquierda y derecha, o entra y sale. Me tomó la cabeza con las dos manos. Como si eso fuera a detener el movimiento del tubo que siento dentro mío. La sensación no me abandona hasta dos horas después. Vuelve a repetirse cada seis horas. Mi abdomen se cubre de pequeños granos rojos. El apetito ha desaparecido del todo. Pensamientos suicidas. El cansancio, sumado a la imposibilidad de descansar y de dormir, confunde los horarios. No tengo clara idea de si me he tomado los medicamentos o no. Decido inventar un sistema para no equivocarme. Las píldoras que voy tomando las cambio de un sobre hacia el otro. Confundo los sobres. Orino sentado. No puedo mantenerme en pie el tiempo necesario. No me alimento. Tampoco cago.

 

Día III

Idéntico al día anterior. A menos, claro, que tenga la percepción de que sea otro día sin serlo. Las horas se duplican con facilidad.

 

Día IV (¿o III?)

Los dolores musculares han desaparecido. Los músculos han desaparecido. Allí donde estaban no hay nervio vivo que los pulse. Un vacío interno, un espacio al que mi voluntad no puede acceder. En el tobillo de mi pie izquierdo se concentra la única sensación perceptible. Un engranaje oxidado que en cualquier momento puede desprenderse, ceder ante la espontánea fatiga de materiales. La fragilidad ósea obsesiona mis ideas. Temo que, de golpear mi antebrazo contra el velador, haré trizas mi cúbito. Hago esfuerzos inhumanos para voltear mi cuerpo y darle un respiro a la estructura que se hallaba aplastada. En posición fetal debo colocar un almohadón entre las rodillas. El peso de la que está por encima me hace daño en la inferior. Mi tórax se cubre de pequeños granos rojos. Intento dormir. No lo consigo, sin embargo, no lo noto.

 

Día V

Una mezcla entre las sensaciones del primer y segundo día, con la agravante de saber que es un retroceso en la recuperación. El ánimo es el de alguien derrotado. Impresión de estar perdiendo la batalla. De estar sometido a la voluntad del veneno.

 

Día VI

La piel de mis manos se ha vuelto insuficiente. No puedo abrir la palma en toda su extensión. Como si las hubiese sumergido en cloro durante horas. Tengo la piel de las palmas despellejadas y rojas, como las palmas de un alcohólico. No puedo dejar de frotarlas contra las sábanas, es la única manera de atenuar el escozor. Doblo los dedos hacia atrás, sintiendo que la piel se va a rajar, buscando algún alivio. A las palmas se le suman las plantas de los pies. Al ponerme de pie los talones se resienten como si alguien los hubiese golpeado con una vara de metal hasta dejarlos cardenales. Mis hombros se cubren de pequeños granos rojos. Las encías me sangran.

 

Día VII

Una permanente descarga eléctrica en el oído izquierdo, la mandíbula izquierda, el globo ocular izquierdo, el pómulo izquierdo, cada uno de los molares del lado izquierdo de la dentadura. Mi cabeza quirúrgicamente demediada. El lado derecho, sin dolor, y por ende, inexistente. El lado izquierdo inflamado por destellos eléctricos. Las venas y arterias de aquel lado, dilatadas al máximo, hasta doler la piel que ya no da más. La sensación no me abandona hasta dos horas después. Vuelve a repetirse cada seis horas. En los intervalos de dolor, cuando el cuerpo parece estar descansando, o preparándose como una ola, retrayendo los nervios para un nuevo embate, palpo mi rostro.
Recorro mi cabeza con mis manos. Para asegurarme que sigo allí. Sin embargo, el rostro que toco me es extraño. Con las yemas recorro mis facciones como si estuvieran escritas en braille, y no soy capaz de reconocer ese lenguaje. ¡No es mi rostro! Las dimensiones han mutado. Como la extrañeza que producen los hongos psilocibos. Pero la experiencia esta vez me asombra menos de lo que me confunde.

Día VIII

Huelo a fierro. El olor de mi cuerpo ha mutado. Como si estuviera menstruando. Huelo a sangre seca. Palpo mi rostro y no lo reconozco, huelo mis manos, mi antebrazo, y no logro identificar ese olor con el propio. Queda la posibilidad de que durante el clímax febril fui suplantado por otro. El cuerpo en el que estoy, si bien se parece mucho al mío y puede pasar desapercibido incluso para Rosario, no tiene ni mi olor ni mis proporciones y, finalmente, no es mi cuerpo. Queda la posibilidad de que durante el clímax febril mi estructura como un todo haya sido modificada, siendo mi cuerpo otro, pero mío al fin. En el hospital, día por medio, me sacan sangre. La vena se ha endurecido. La jeringa debe esforzarse cada vez más. Mis plaquetas han sido devastadas. Mi sangre se licúa. Me llegan como amenazas las palabras hemorragia y transfusión. Al volver, debo esforzarme en subir las escaleras. Los músculos mustios. Noto que en estos días no me han crecido las uñas ni el pelo. La comezón pasa de las palmas al dorso de las manos.

Día IX

El primer cigarro. Después de nueve días. La sensación no es muy agradable. Me mareo. Sin embargo, delimita un triunfo. La capacidad de volver a intoxicarse es la prueba de que la toxina dengue ha comenzado a perder el dominio absoluto y brutal que tenía sobre mi cuerpo. Devoró una vigésima parte de mi masa.

 

Día X

Los dolores han desaparecido. Aunque persiste la debilidad muscular. No puedo hacer lo que uno persona sana de mi edad puede hacer, pero puedo hacer el amor con Rosario. La vida recupera el sentido. Sin embargo, aún no reconozco mi rostro.

 

Epílogo

1 mes después.

Aún no recupero mis fuerzas. No sólo se trata de que los músculos destrozados aún no se recompongan, sino que además me ha invadido una intensa debilidad en la voluntad. No me puedo levantar a tomar un vaso de agua, prefiero que la boca se me seque. No logro ser feliz más que durante ínfimos momentos del día. Estoy irritable y discuto por cualquier cosa con Rosario. Las manos han vuelto a despellejar. Los granos rojos siguen apareciendo en hombros y tórax. El pelo ha comenzado a caerse.

 

4 meses después.

La depresión es horrible. Nunca había sentido algo así antes. Por primera vez entiendo cabalmente a Cioran. El pelo se me sigue cayendo a horcajadas. Mi libido está por los suelos.

 

6 meses después

Ya no quedan restos físicos del veneno en mi cuerpo. Siento que me he liberado completamente de él. Mi sangre se ha recuperado. El pelo ha dejado de caerse. Pero las consecuencias de la depresión aún me alcanzan. Ya no tengo síntomas de depresión pero las cosas que dije durante aquellos meses han trizado nuestra relación. Rosa me ha abandonado. Fue lo último que me quitó el dengue.