Es una lástima cuando algo acaba. Aunque su comienzo no nos involucre especialmente (o sea que empezó a suceder -afortunadamente- sin nosotros, o nosotros sucedimos después que eso, o eso ya había comenzado). Igualmente, lástima el haber participado y no poder decir nada, no poder hacer algo al respecto más que cranear historias, brindar homenajes o recordar sucintamente alguna que otra noche.

Resulta complicado citar el inicio de ese tiempo, que convivió entre nosotros, como un lugar tan usual como cualquiera. Por ejemplo, una casa antigua en la que vivimos de niños y ahora es un edificio, o un bar que durante algún tiempo frecuentamos y ahora se encuentra transformado en peluquería, o en agencia de empleos. Cualquiera dirá que un bar no tiene más asunto que el que guarde para sus dueños -que, como todo lo demás, es complicado y profundo pero pasajero e irrelevante, al igual que la casa o la peluquería-, las profecías, los planes, los proyectos y promesas, y otros pormenores, que no tienen más asunto que ese guardado en la memoria de a quienes les atañe o interesa.

También presenciamos -cada vez más evidentemente- que nada se olvida, nunca, que todo queda y es un asunto personal la manera de lidiar con esa memoria irreductible, ya sea a través del olvido y la ignorancia, o a través de la memoria, el método y la conciencia, como procede cualquier historia.

Ahora, si te interesa el asunto, atareado lector, estas “Historias de Bar’o’metro” re-presentarán ahora el oficio de la memoria en bar extinto, deificado por algunos, denostado por otros.

 

Así, pues, la primera historia

Donde se cuenta la aventura del ciclista Dimonti

En sus años mozos pudo haber llegado a jugar profesional. Era, sin lugar a dudas, el mejor pivote de Temuco, pero el destino que finalmente se forjó, corría de noche en lugares atestados y reducidos espacios, entre humo de cigarrillos y música de jazz. Muchos años después recordaba, infinitas veces, su glorioso pasado de (casi) Dimayor; un pasado sensiblemente magnificado entre trago y trago. Sentado en la barra, jugando dados, justificaba su precisión por una cuestión “de muñeca”, truco aprendido del “profeSchaffe” en los años en que todavía era deportista.

Con la birra -ganada a los dados- y un cigarrillo bastante doblado (que salía de algún misterioso lugar ubicado entre la oreja y unas greñas que difícilmente le hacían ver “joven”), Dimonti, cambiando el tono, acechaba a alguna inexperta conejita. Su voz ronca atravesaba, seductora, los bemoles electrónicos que llenaban el bar y acariciaban el ego de alguna semiebria adolescente que se dejaba seducir por el “ludópata-escritor-ex-casi-profesional”.

Todo marchaba bien por un rato, el cuerpo grande y experimentado de Carlos arrinconaba -entre la muralla y la ventana- a la risueña y coqueta conquista, y ella dejaba que le invitaran otra cerveza y que le tiraran humo en la cara. A veces ella, a su vez, respondía tirando humo a la cara de Dimonti que la estudiaba, desnudaba y penetraba con sus ojeras negras y su iris resquebrajado. También sucedía que a veces los primeros trinos atravesaban la cortina sónica que se instalaba, transparente, en la puerta del bar. Trinos de pájaros malditos que se escuchaban entre las risas y los bajos, y que hacían que la víctima victimaria desanudara sus piernas, se acomodara contra la mesa y la mampara, y buscara ansiosa una invitación frontal o una escapatoria digna del requiebro y cinismo alcohólico femenil. Si la ocasión era proficua -y debe haber sido al menos una vez, si no, no se explica la insistencia en esta re-petición-, podía suceder el arranque a una oscura calle, en la que se pudiese jugar el viejo juego más tranquilamente.

Pero sucedía la mayor parte del tiempo que Dimonti, como buen “deportista”, viajaba en su famosa bicicleta a Bar’o’metro: la impajaritable “hurricane”. Catre que la mayor parte del tiempo pasaba estacionada en el poste frente a la ventana/puerta del pequeño bar.

Pero las aventuras de Dimonti y sus éxitos de casanova no tienen que ver mucho con esta historia. Esta historia es del “Bar’o’metro” y por casualidad tiene a “hurricane” de protagonista. Sucedió un verano, cuando las noches son cortas y calurosas, y cuando la cerveza se calienta rápido, más rápido en Bar’o’metro que en ninguna otra parte.

Cuando en la madrugada, el único tugurio abierto hasta el amanecer era ése y entre las cinco y las siete am estaba tan lleno que adentro había una sensación térmica de cuarenta grados Celsius -ya fuera en la cocina, al lado del refrigerador, o jalando al lado del lavamanos con el agua corriendo-. Tal era la debacle que algunos clientes al salir, caminaban hasta una pileta ubicada un poco más abajo del pasosobrenivel de Américo Vespucio y se zambullían ebrios y felices. De costumbre a la entrada y conversando con el encargado -a la espera de que llegara algún conocido-, Dimonti pudo apreciar ese momento favorito que es cuando muere la noche y los usuales trabajadores abordan el Metro, mirando de reojo al bar con esa mezcla de repudio y envidia. Todo se volvió borroso, a cuenta de ser mitad de semana y unos jales pateados que le habían convidado. La rutina de despedir y cerrar había empezado cuando venía llegando de “otrocarrete” montado en “hurricane”, traspirando hasta debajo de las uñas, deshecho. Como pudo, logró amarrar “hurricane” y no llamar mucho la atención sobre el costalazo contra la reja que había astillado la ventana.

Al día siguiente despertó en su cama, todavía sudando. Las ojeras le pesaban tanto que hubo de gatear hasta el teléfono y recibir la llamada que le avisaba que “hurricane” seguía amarrada a la reja del Bar’o’metro. Y no podía ser de otro modo, la preciosa bicicleta contaba no con una, sino que con tres cadenas de seguridad. Cuando Dimonti apareció en la estación del metro Escuela Militar, los chispazos de la sierra cortando la cadena casi lo tiran al suelo. Apenas una cadena de “hurricane” resistía. “Elpelao”, barman sin piedad, había conseguido a un maestro para que la cortara, habiendo llegado a sugerir incluso cortar la bicicleta.

El asunto es que, durante el día, Bar’o’metro servía de comedor y despacho de colaciones a domicilio. Junto a “Elpelao” estaban las dos cocineras, personajes tanto o más dueñas de Bar’o’metro que cualquiera de los frecuentes bohemios que llenaban sus mesas en la noche (personajes que sin embargo, Dimonti nunca había visto). Mujeres obreras, trabajadoras responsables que, de lunes a viernes, entre doce y cinco, se hacían dueñas del lugar para alimentar a la clase media -entre acomodada y tecnócrata- que pululaba por los edificios corporativos del sector.

“Elpelao” no fue muy amable con el furioso ciclista que ya veía perdida su montura, pero Vyrna la joven cocinera, soltera y rellenita, le invitó una colación de ensalada y una caña larga de agua fresca. Esta vez sentándose al fondo junto a Zappa, y buscando el lugar que estuviera más oscuro, Dimonti contempló el silencio laborioso del mediodía, fumó su cigarrillo intentando disfrazarse de transeúnte diurno y apreció la estructura de madera y fierro que lo alojaba como el lugar donde todos conocían su nombre. Pudo leer entre bocados los rayados de las mesas, observar el resplandor de los electrodomésticos asoleándose en la cocina y no pudo evitar sentirse profundamente influenciado por una otredad extraña al beber, a sorbos lentos, el vaso de agua que tenía enfrente. Así se le pasó la tarde, conversando con “Elpelao” que intentaba armar algún negocio millonario y garabateando sus impresiones de extrañeza y otredad en su libreta de escritor.

Cuando se iba, Vyrna se sentó en su mesa, comentó pedestremente su teléfono, dirección y desocupación para esa noche. Sin inmutarse -con la mejor cara de póker- Dimonti se quedó jugando ajedrez con el dueño que venía llegando; pidió una cerveza bien helada y esperó a que la noche cubriera de familiaridad el lugar tantas veces bebido. Esa semana no se le volvió a ver por Bar’o’metro.

Nota 

Puede apreciar el lector un argumento técnicamente desgarrador, que promete mucho, tal y como el protagonista, pero cumple poco, quedándose más bien en el gesto mínimo que  narrará -malamente, claro es- una anécdota pura y simple, ficción que no guarda armonía ni con el ezquizo biográfico del personaje, ni del lugar.

No podía ser de otra forma, fragmentariamente, como se ha señalado debiera ser la construcción; este lugar, y todos sus “personajes” revélanse protagónicos por sobre cualquier anécdota o ficción, por sobre cualquier hecho. Así, es imposible contar una historia que no se fragmente en otras, o describir al lugar -su historia- acotándolo como tal; esto es: no podría describirse un bar “como” bar, ni a un personaje “como” personaje.

El procedimiento varía en esta historia, puesto que busca instalar demasiados datos de la biografía, tanto del personaje, como del lugar. No sucederá así en la siguiente historia.

 

Midnite en la mesa 5

De cuando, en época turbulenta para las posadas, pubs y bares de Santiago, sucedió en un pequeño bar un evento de lo más inesperado.

Era Nochebuena, y frente a la disposición municipal de cerrar antes de las doce, un pequeño antro del sector Escuela Militar -atendido esa noche sólo por su dueño, que escuchaba un tango melancólico y fumaba en su pipa un último resto de picadura-, preparábase para cerrar.

Pasándose un poco de la hora, y sin muchas ganas, permitió que la música siguiera sonando, mirando nostálgico hacia el horizonte. Entre la tenue luz de las farolas vio a un sujeto de escueto trazo, vestido de negro, que se aproximaba al bar. Dejó de mirarlo durante un segundo y el hombre muy blanco y de abrigo negro -inusual para la cálida noche- ya estaba de pie en la puerta, sacudíase como quien se sacude la lluvia, y sin decir palabra sentose en la mesa 5, contra uno de los postes, mirando atentamente al dueño con ojos a la vez tristes y desafiantes. Está cerrado, bufó éste desde la barra, sacudiendo su pipa, justo ahora iba a cerrar.

Por mí no hay problema, cierre usted, bar-man. En la voz del extraño la palabra bar-man sonó como el más grande halago para ese cansado y solitario dueño de posada. Miró al tipo y por alguna extraña razón le cayó simpático, procedió a bajar la reja, apagó la luz -era la orden municipal- y fue a sentarse con una botella de vino en la mesa que había escogido el extraño. Tras cruzar palabras sobre el clima -y sobre las ocupaciones y nombre del extraño-, ambos hombres se vieron enfrascados en un partido de ajedrez.

El cantinero se preciaba de ser un hábil jugador, pero al cabo de cinco partidos -muy disputados- y tres botellas de vino, no había ganado ni una sola vez. Su rival conversaba alegre, distendido, relatando anécdotas sabrosas. En todo momento se mantuvo relajado, seguro y jovial, incluso cuando todo parecía perdido, con un par de jugadas daba vuelta los partidos más inauditos.

En un momento desesperado, el bar-man fue al baño, traspuesto por unos deseos locos de ganarle, aunque fuera una sola partida, al extraño cliente. De vuelta a la mesa, miró de reojo el espejo de la barra para darse cuenta de que el extraño no aparecía reflejado. Un terror helado le recorrió la espina y le bajó la presión, las manos le comenzaron a temblar y quedó mudo, condición casi imposible en los dueños de bar. Esta vez el extraño lo miró ferozmente, con un tono hambriento en la voz imperativa: Es tu turno cantinero, recuerda que este partido decidirá tu suerte de la noche.

Aterrado, y casi ciego del espanto, el hombre repasó sus posibilidades. Podía el extraño comensal ser un vampiro, una aparición o un espíritu. Lo mejor era mantenerse calmo y jugar lo mejor posible. Peinándose con gesto nervioso interrogó la apariencia de su visita. Casi no podía dejar de mirarlo, era una hipnótica presencia. Sin fijarse en el tablero de ajedrez, tal vez agitado por el vino o por el miedo, tomó una pieza y jugó un jaque mate definitivo, al tiempo que pasaba a llevar el rey negro de su contrincante.

Entonces la visión de la noche, la oscuridad del bar, la figura ajena a Nochebuena, todo desapareció. Se quedó el cantinero solo, mirando su imagen reflejada en el espejo, el bar cerrado y una mueca de locura en la sonrisa.

 

Nota

Esta historia, de inexacto género, pretenciosa en su factura, no es más que un reflejo -torpe e infantil- de las obsesiones y altisonantes miedos del autor por los reflejos, las anécdotas inconclusas y lo ilusorio de cualquier cosa.

  

Cómete a tu hámster

-Graffiti explicativo-

Un enfermero le regala xanax a una puta sifilítica. Ésta lo muele y lo mezcla con coca. Intentando cuadrar la noche, se emborracha hasta la madrugada en un bar. Bien jalada se encierra en el baño con dos tipos que nunca antes había visto. Mientras uno le hace la miné, la puta comienza a llorar histérica, toma un lápiz y raya la muralla. Por la mañana recuerda, extrañada, la mascota “hámster” que tuvo de niña.