-¿Y el niño? –pregunta Ricardo a su mujer.
Pilar, que está preparando la cena, mira el reloj de pared de la cocina, que marca las ocho treinta, y frunce los labios.
-Al salir de la escuela se ha quedado jugando en la calle con Carlos y con Enrique, pero ya debería haber llegado. Le he dicho que viniera a las ocho, para bañarse antes de cenar.
-Se habrán metido en casa de alguno de ellos y estarán con el ordenador, o la “playstation” o “comosellame” cualquiera de esos trastos con los que se pasan horas y horas.
-Llama a la niña y dile que empiece a poner la mesa.
Ricardo va hasta el pasillo y llama a su hija María, que contesta desde su habitación y pregunta también por su hermano Antonio, pues es a él y no a ella a quien corresponde hoy la puesta y recogida de mesa, ya que tienen establecidos entre ellos unos rigurosos turnos para las tareas domésticas.
Pilar cabecea disgustada porque detesta que hablen a gritos, se seca las manos, sale de la cocina, aparta de su paso con un gesto muy elocuente a su marido y entra en la habitación de su hija. Chantaje o coacción, al minuto la niña está extendiendo el mantel sobre la mesa.
-¿Pongo cubiertos para el abuelo? –pregunta María.
-No. El abuelo Joaquín ya ha cenado. La obsesión de los viejos con el horario… -farfulla Pilar- A la una la comida y a las ocho la cena. ¡Total, para lo que tienen que hacer…!
-Mujer, ya se sabe… A lo que se acostumbran…
-Pues no sé para qué tanta prisa. Podría esperar y cenar con nosotros. Si estuviera cansado y quisiera irse pronto a dormir, lo entendería, pero luego se queda leyendo esos libracos viejos hasta las tantas. Es un milagro que tenga aún tan buena vista.
-Son “guays” los libros del abuelo –dice María.
-Si tú no los has leído –dice Ricardo.
-¡Bah, papeles mugrientos y llenos de polvo! –dice Pilar.
-Pero el abuelo me cuenta lo que dicen sus libros y sus papeles. Es “guay”.
-¡Bah, historias de viejos! –Pilar mira ahora su reloj de pulsera- Oye, son casi las nueve. Voy a llamar a casa de Carlos a ver si Antonio…
“No, Antonio no está aquí”, dice la madre de Carlos. Su hijo ha llegado a casa sobre las siete, solo, porque tenía que hacer deberes. Seguramente estará en casa de Enrique. Pero en casa de Enrique tampoco está. La madre pregunta a su hijo y éste dice que los tres amigos estuvieron un rato en el parque y se despidieron a la misma hora, poco antes de las siete.
“¿Dónde puede haber ido?” “A lo mejor está en casa de Juanma, de Sergio o de Luis”. Pero tampoco. Cada uno de los interrogados apunta a su vez otra posibilidad y facilita el número de teléfono de otro amigo poco frecuentado por el niño, pero por si acaso, no cuesta nada probar.
Las llamadas se suceden con creciente tensión e idéntico resultado: Nadie sabe nada de Antonio.
“Seguramente el niño estará absorto con algún juego o alguna lectura y se habrá olvidado del tiempo”, dice Ricardo tratando de tranquilizar a su mujer que empieza a estar visiblemente alterada. La hermana, con idéntico propósito, recuerda la afición de su hermano a la lectura, especialmente libros de misterio y aventuras, que lo mantienen enganchado durante horas y en un alarde de sentido común impropio de una cría de ocho años se acerca al dormitorio por si acaso hubieran pasado por alto la más elemental de las posibilidades, que el chico estuviera leyendo o se hubiera quedado dormido. Pero no, la habitación está vacía y con el abuelo, que apenas ha levantado los ojos del mamotreto amarillento en el que está enfrascado, tampoco está.
Ricardo coge la chaqueta y dice que se va a la calle. Preguntará en los bares, a los vecinos, a quien se encuentre. A su mujer, que quiere acompañarle, le pide que se quede en casa, por si llaman al teléfono.
-Mira en la biblioteca -sugiere María.
-Pero si estará ya cerrada…
-Ves, si nos dejarais tener móvil… Ahora podrías llamarlo y…
-¡Cállate, por favor! No empieces otra vez con eso –Pero Pilar, que se ha negado a comprarles un móvil a sus hijos de ocho y nueve años aduciendo que es un artilugio innecesario a esa edad, lamenta ahora no haber transigido.
Pasada media hora, la niña, que se ha puesto a ver la televisión, dice que tiene hambre. La madre llama a su marido, que acaba de interrumpir la cena de otro de sus vecinos, quién, al igual que los anteriores, nada sabe de su hijo. Pilar, distraída, cavilosa y preocupada, le sirve la comida a María.
A las diez vuelve a llamar a Ricardo. A las diez treinta. A las diez cuarenta y cinco. A las once, manda a su hija a la cama, rebusca en un cajón lleno de cachivaches hasta encontrar un paquete de tabaco sepultado bajo un revoltijo de llaves y cables de viejos cargadores y con avidez reemprende el vicio que con tantos esfuerzos había aparcado desde hacía más de dos años. Expeliendo el humo vuelve a marcar, a sabiendas de que la respuesta no será la esperada.
Cuando, tal y como anticipaba, su marido le informa de que sus pesquisas no han dado hasta el momento ningún fruto, aventura la posibilidad de llamar a la policía.
Un poco exagerado le parece a Ricardo, pero como ya no sabe qué hacer, le dice que bueno, que pruebe, a ver qué le dicen. Mientras tanto él seguirá buscando, va a ir a casa del profesor de su hijo, pues quizás éste pueda darle alguna pista.
Preguntas que a Pilar le parecen obvias o superfluas y llamadas a la calma totalmente inútiles. Los plazos por los que se rige la policía para que la ausencia de una persona se convierta en desaparición, se le antojan desmesuradamente amplios a una madre angustiada. De la misma forma que el requerimiento de actuación y movilización policial ante lo que sin duda es una malhadada travesura infantil, es para las fuerzas del orden una exigencia fuera de lugar, fruto de la histeria paterna.
De momento, pues, hasta que hayan transcurrido unas cuántas horas, siete, diez, doce o veinticuatro, a Pilar se le ha olvidado, sólo queda seguir buscando y confiar en que el chaval, de natural responsable, haya tenido un desliz o se haya dejado llevar por una mala compañía y esté, como le han insinuado, “durmiendo la mona” o bajo los efectos de un par de porros en alguno de los chamizos cochambrosos que se montan los críos en las fiestas patronales y que llaman “peñas”.
Con un segundo cigarrillo prendido en los labios, la mujer se acerca hasta la habitación de la niña y comprueba que está durmiendo. A continuación abre la puerta donde el abuelo está encorvado sobre su escritorio repleto de papeles y libracos. El anciano no repara en su presencia y ella, tras un instante de duda, cierra sin decir nada. Nunca ha entendido a su suegro, un viejo agricultor atípico e ilustrado, introvertido, inadaptado, lector empedernido y narrador incansable de historias fabulosas, a quien considera una mala influencia para sus hijos.
Es ya la una de la madrugada de un martes aciago. Casi todos los bares han cerrado y en el único que queda abierto, Ricardo recibe la enésima llamada de su mujer diciéndole que no puede quedarse en casa cruzada de brazos y pendiente del teléfono por más tiempo, que va a su encuentro y que hay que hacer algo, hay que encontrar al niño. El dueño del establecimiento y los escasos parroquianos a quienes ha hecho partícipes de su problema se avienen a montar una batida. En cuanto llegue Pilar se dividirán en dos grupos para recorrer los descampados que circundan el pueblo e inspeccionar las chabolas llamadas “peñas”.
A las cinco de la mañana los ocho componentes de la expedición se reúnen exhaustos y abatidos en la plaza del pueblo. Ni rastro de la criatura. Los peores presagios planean como cuervos sobre sus cabezas y por unanimidad deciden que la situación les supera. “Compete a la autoridad competente…” empieza a plantear un tipo menudo y redicho, pero dos voces lo interrumpen: “Hay que llamar a la policía. Esto no es normal”. Ricardo respira agitadamente y cambia el peso de su cuerpo de una pierna a otra, mientras Pilar, con mirada ausente y mano temblorosa, enhebra automáticamente cigarrillo tras cigarrillo.
Los dos participantes en la improvisada patrulla más cercanos al domicilio de la pareja los acompañan hasta su casa con frases del tipo “Ya verás como aparecerá”, “No puede haberle pasado nada malo”, “Cuando llegue la policía, o la guardia civil, o…, ellos saben de estas cosas, lo encuentran en un periquete.” “Ahora, descansad un rato y ya veréis como mañana…”
Pilar y Ricardo pasan las dos escasas horas que faltan para el “mañana” derrumbados en el sofá del comedor, en un duermevela agitado en el que imaginarios ruidos los despiertan con el sobresalto de una alarma nuclear, el corazón percutiendo, la esperanza y la mirada fijas en los teléfonos.
Con las primeras luces del amanecer llegan las Fuerzas de Seguridad. Tras el profesional y prolijo interrogatorio al que son sometidos los progenitores, éstos se sienten más culpables que aliviados. Parece que la desaparición de su hijo se deba a la mala praxis educativa. Al observar Pilar la mirada reprobatoria que uno de los interrogadores lanza a su humeante cigarrillo, está a punto de echarlo de su casa con cajas destempladas, pero al ver a su marido derrotado, doblado sobre sí mismo, con la cabeza entre las manos y sollozando, la inquina da paso a la autocompasión, su altivez se quiebra y sólo acierta a levantarse para ir al baño a ahogar su llanto en la toalla.
Ya sea por sus gemidos, por las voces provenientes de la sala de estar o por la proximidad de la hora del desayuno, el abuelo sale de su habitación y, al ver a los extraños se queda parado y boquiabierto en mitad del pasillo. Pilar, a medias recompuesta y con la cara lavada, lo adelanta sin decir nada y se sienta en una silla. Ricardo, hundido en el sillón, mira a su padre desamparado, como cuando él era un chiquillo y su progenitor le parecía omnipotente. Las Fuerzas de Seguridad saludan fría y marcialmente. A continuación, como si se hubieran puesto de acuerdo, todos a la vez tratan de poner al anciano al corriente de la situación. Naturalmente, al pobre hombre le cuesta entender. Hay que repetirle varias veces que desde ayer noche su nieto ha desparecido, pero incluso cuando la reiteración parece poner en duda su lucidez, la reacción del anciano no es ni mucho menos la esperada. Cabecea asintiendo, sin dar muestras de sorpresa o alteración, como si la ausencia del chiquillo fuera algo comprensible aunque, también, ligeramente inconveniente. Y así, dando cabezadas y farfullando para sí mismo palabras inaudibles, se dirige a la cocina y pone a calentar el cazo con la leche.
Con varias fotos de Antonio (Pilar ha traído para que pudieran elegir cuatro álbumes familiares que registraban el desarrollo infantil desde el nacimiento hasta la actualidad) y la consigna “les mantendremos informados”, las Fuerzas de Seguridad abandonan la casa.
El abuelo, sentado a la mesa de la cocina, gesticula y mueve los labios. Parece amonestar a la galleta que sostiene entre sus dedos, como si le recitara sus derechos antes de sumergirla y ahogarla en el café con leche.
Despertar a su hija tratando de no transmitirle ni la mitad de la angustia que ellos sienten es la siguiente prueba a la que el matrimonio se enfrenta. Sabido es que los niños no comparten ni las alegrías ni los miedos de los adultos y lo que para éstos es una tragedia para aquéllos puede ser una comedia. Tampoco existe un código de comportamiento estándar ante la inesperada desaparición de un hermano, pero aún así, María reacciona ante la noticia con una sorprendente serenidad. Su rostro denota más extrañeza que alarma, incluso una media sonrisa tuerce sus labios como diciendo “¡Anda, qué morro, yo aquí durmiendo mientras él…!”
Luego, muy práctica, pregunta sí tiene que ir a la escuela y como sus padres se muestran irresolutos, ella alegremente decide quedarse en casa. La ausencia de Antonio es una buena dispensa. Con un cuenco de cereales se sienta al lado de su abuelo y entre cucharada y cucharada sigue su muda perorata, divertida, como si estuviera ante un mimo.
La noticia corre de boca en boca entre las gentes del pueblo. Hombres y mujeres, familiares, amigos y conocidos, se arraciman en el portal de la casa de la desgracia, tratando de ayudar, de confortar, de chismorrear. Pilar y Ricardo quedan atrapados en medio de este torbellino de buena vecindad, donde el tiempo transcurre imperceptiblemente entre llamada y llamada de teléfono, un nuevo dato, la falsa esperanza de un detalle, de un testigo, de alguien que vio o creyó ver u oír.
El radio de búsqueda se ha ampliado y se han añadido refuerzos a lo largo del día, pero sin ningún resultado. La noche cae y con ella la moral de los buscadores y, por supuesto, de los desesperados padres, a quienes, en vista de su estado de ansiedad, el médico aconseja administrarles un sedante.
Tías y tíos han tomado la casa y mientras María y Ricardo descansan, van y vienen ofreciendo caldos, bebidas e información irrelevante a todo el que se acerca. María ha sido el centro de atención de sus amigas durante todo el día. Se ha sentido importante, aunque le hubiera gustado, ya puestos, suscitar un poco de interés entre los adultos quienes, o bien la miman de forma empalagosa y o la ignoran como si fuera un mueble.
El abuelo Joaquín ha pasado el día encerrado en su alcoba sin que nadie echara en falta su presencia. Alrededor de la medianoche ha ido a la habitación de su nieta, que dormía profundamente. Inclinándose con dificultad, ha dejado una pequeña cajita bajo la almohada, le ha dado un beso en la frente a la niña y ha vuelto a salir.
Pilar se despierta al alba con la cabeza embotada a causa del somnífero y la esperanza de salir de una pesadilla, pero al verse en la cama al lado de su marido, ambos con la misma ropa de calle del día anterior, la evidencia de la realidad cae como un mazazo sobre su pecho y el amanecer rojizo que da comienzo al nuevo día se le antoja la antesala del infierno.
“¡Antonio! ¡Antonio, hijo! ¿Dónde estás? ¿Qué te ha pasado?”, solloza mesándose los cabellos.
-¿Mamá?
Pilar se levanta de un salto. Los latidos de su corazón deben oírse desde la plaza del pueblo. Abre la puerta del dormitorio.
-¡Hijo! ¡Hijo mío! –Abraza a Antonio tan fuerte que el niño apenas puede respirar- ¡Antonio, por Dios!
Ricardo se despierta, y los tíos que dormitaban en el sofá y los sillones del comedor. Todos rodean al hijo y a la madre que se niega a soltarlo por temor a que sea una aparición y desaparezca de nuevo en el mundo de los sueños.
María sale de su habitación restregándose los ojos. Sin acercarse al corro, se detiene a mitad del pasillo y sonríe a su hermano. El niño la atisba a través de un resquicio entre los múltiples brazos que lo envuelven y le devuelve la sonrisa. A continuación la niña, sin decir nada, se dirige al cuarto del abuelo. Abre la puerta, mira dentro, vuelve a cerrar y con los ojos empañados en lágrimas vuelve a su dormitorio.
El piso es un pandemónium en el que todos hablan a la vez y nadie se entera de nada, hasta que llegan las Fuerzas de Seguridad y ordenan el desalojo. Unos y otros remolonean aduciendo diversas razones por las cuales su presencia es justificada e imprescindible, pero poco a poco y a regañadientes todos acaban obedeciendo.
Antonio está bien, un poco sucio, pero no tiene siquiera un rasguño. Un poco de hambre, dice tener, y Pilar, con las manos temblorosas por la emoción, se apresura a calentar un cazo con leche mientras su hijo empieza a comer las galletas “del abuelo”, olvidadas en la mesa de la cocina.
Asegurada la integridad física del niño, la siguiente pregunta es “dónde, cómo y por qué”.
“Me quedé dormido”, dice Antonio mirando su tazón de leche. “No sé. Por ahí”, es todo lo que responde ante el obvio interrogatorio que sigue a tan parca información.
Y no le sacan nada más. Es vana la insistencia, la paciencia y la profesionalidad de los inquiridores que durante más de una hora tratan de esclarecer la misteriosa desaparición del chaval. Finalmente, la madre y el psicólogo aconsejan concluir la sesión. Más adelante, cuando el niño haya descansado, puede proseguirse la investigación.
Sí, Antonio está cansado y manifiesta que le gustaría dormir un poco. Su hermana María pide permiso a sus padres para acompañarlo, también hoy se siente eximida de sus obligaciones escolares.
Pilar y Ricardo miran conmovidos a sus hijos que cogidos de la mano van por el pasillo hacia la habitación del niño. “Están muy unidos”, comenta el padre”. “Sí. Quizás le cuente a su hermana lo que le ha ocurrido”, dice la madre.
Efectivamente, los hermanos están muy unidos, y por ese motivo entre ellos sobran las preguntas y las explicaciones. María ha recreado mil veces en su imaginación el fabuloso lugar que su hermano ha visitado, corroborando así la veracidad de la historia que el abuelo pacientemente ha ido desentrañando a través de pistas y referencias inciertas, sutiles y nunca probadas. El maravilloso mundo oculto bajo la tierra, al que se referían como “el País de Irás y No Volverás”. Un laberinto de túneles que surca el subsuelo del pueblo. Esos túneles, llamados “caños”, fueron excavados en secreto a mediados del siglo XIV por un grupo de conjurados y extravagantes libertarios amantes de la literatura y las artes, liderados por un alquimista demente, que querían así escapar de la Inquisición y de la epidemia de peste que asolaba el país. Contra todo pronóstico, consiguieron su propósito y sobrevivieron, recreando en los subterráneos, a su particular manera, la vida del exterior. Hallaron agua y cultivaron, mediante un ingenioso sistema de filtración de luz solar, algunas especies de plantas y hongos. Las pocas cosas imprescindibles que no podían conseguir bajo tierra, se las procuraban subrepticiamente del exterior. Cuando el pueblo dormía, ellos, como las ratas, salían de sus agujeros y a través de los sótanos accedían a las viviendas y a los graneros. Una vez conseguido lo que querían, se adentraban de nuevo en las cavernas por el mismo lugar por el que habían salido, obturando y disimulando el pasadizo con piedras, cañizos y tierra removida. Con estas incursiones fueron amasando, además de lo necesario para su manutención, un cuantioso y suntuario botín. El tiempo transcurrió y bien por la dieta, por los brebajes experimentales del nigromante o por las condiciones ambientales, los habitantes de las cavernas se vieron bendecidos con una inexplicable longevidad. Mientras arriba se luchaba, se trabajaba hasta la extenuación, se padecía hambre, frío, enfermedades y miserias, abajo había una existencia regalada y contemplativa, consagrada a la lectura y al enriquecimiento espiritual. Paulatinamente los dos mundos se fueron separando y los “internos” como dieron en motejarse, despreciaban y utilizaban a los “externos”. Para preservar su paraíso establecieron unas normas inquebrantables: Sólo podrían pertenecer a la comunidad personajes de alta catadura intelectual y moral, aplicados, estudiosos, empedernidos lectores y fanáticos de la cultura. Independientes y solitarios, cuya ausencia nadie lamentase y dispuestos a abandonar para siempre el tipo de vida convencional, puesto que una vez dentro, nadie podía volver a salir.
Los aspirantes a formar parte de tan exquisito clan eran seleccionados, espiados y calibrados escrupulosamente. Durante años se les dejaban señuelos y pistas mediante las cuales, llegado el momento, podrían acceder al paraíso subterráneo. Puesto que el número de miembros debía ser siempre el mismo y teniendo en cuenta que debido a la provecta edad de éstos la reproducción estaba descartada, el momento llegaba cuando se producía un fallecimiento. Entonces, si el elegido estaba dispuesto, sólo tenía que seguir la hilera de luciérnagas que la primera noche sin luna conducían hasta la entrada a las grutas.
El octogenario Joaquín llevaba mucho, mucho tiempo reuniendo información y haciendo méritos para ser el nuevo inquilino. Con sus vastos conocimientos históricos y su valiosa biblioteca de incunables, era el candidato ideal. Pero ni él ni sus mentores contaban con el ímpetu de la juventud. El pequeño e intrépido Antonio, a quien el anciano había hecho partícipe de sus investigaciones, se adelantó y se adentró donde nunca lo había hecho alguien de tan corta edad. La curiosa impulsividad del chaval creó tanto estupor en el subsuelo como angustia en la superficie. Nunca había ocurrido nada parecido y no sabían cómo actuar. ¡Un niño! No era ni de lejos la persona esperada. Demasiado joven para la vida subterránea y con mucha gente en el exterior preocupada por él. Pero si regresaba con los suyos podía divulgar lo que sabía, revelar el secreto tan celosamente guardado durante siglos y acabar así con la preciada clandestinidad de la secta. Se deliberó durante horas y el abuelo Joaquín tuvo que valerse de mil súplicas, promesas y sobornos. El niño dio su palabra, prometió y juró hasta que finalmente se aceptó el canje. Antonio volvía con su familia mientras Joaquín, gozoso, se integraba en una nueva. Uno y otro, en distintos lugares, eran acogidos con alborozo por aquellos que les querían.
Ilustración: Scout, de Alexander Wells.