No ha dejado de nevar desde hace días: aún creo recordar el momento exacto en que vi caer el primer copo de nieve de mi vida, sin entender bien qué era lo que sucedía. Era 23 de abril de 1999, o tal vez 21. Recuerdo con lujo de detalles la ventana del comedor, las cortinas y a mi gata blanca que, de salir afuera, seguramente se confundiría con la nieve. ¿Qué era eso que caía desde el cielo cuando hacía tanto frío? ¿Por qué cuelgan hilos congelados desde los carteles de las calles? Y no tardaría mucho tiempo en cuestionarme cuando me resbalaba al intentar vencer a las calles y pasajes de una ciudad austral perdida en la península de Brunswick. Escarcha, frío, nieve, viento y una pampa que traspasaba las fronteras, esas que allá se niegan a existir.
Cerca de mi casa había un camino que se perdía tras la pandereta. Sólo algunos teníamos la gracia de saber de su existencia y, con un poco más de suerte, saber cuál era su paradero. Sí, alguna vez seguí la huella trazada por algún patagón que tuvo la suerte de ver lo mismo que yo veía en ese momento, pero él ya lo había visto mucho antes[1]. Cuando eran las 6 de la tarde y estaba solo en casa, cerraba la puerta de entrada con candado y entonces saltaba la pandereta antes de que llegase alguien a decirme que no. No es necesario que señale lo difícil que podía convertirse un ascenso por aquella pandereta de madera escarchada. Cuando estaba en la cima, observé mi casa, casi se ensueño, a la cual volvería tantas veces pese a haberla dejado hace mucho, incluso volvería desde la distancia de una manera muy extraña.
Pasado este día 23 de abril en que comenzó ese primer gran dulce recuerdo austral –o tal vez era 21, destaco que mi memoria peca de fragilidad en estos momentos-, las luces de mi casa se apagaron para que ya toda la familia se fuese a dormir. Me puse el pijama y simulé estar durmiendo cuando mi madre se acercó a darme un beso de buenas noches. Luego me levanté en silencio y me puse la ropa que había dejado cerca. Claro estaba que yo no iba a dormir en un día como ese, que por ser el primero, no se repetiría. Salí rápidamente por la puerta de la cocina, que daba al patio trasero. Cerré la puerta en silencio y me di cuenta de que todo estaba en silencio: las luces de los postes m dejaban ver la nieve que caía con suavidad sobre la ciudad iluminada por el cielo de color rojizo. Di un paso y tirité, pero no vacilé en dar otro y otro más; aunque la nieve pareciese atravesarme la piel con sus fríos secretos: ansiaba caminar descalzo por un invierno del fin del mundo. Mis huellas quedaron sobre la nieve y las observé con una sonrisa desde la altura de la pandereta, mientras daba el salto hacia el camino secreto.
Cuando mis pies tocaron el suelo, sentí que la tierra me tragaba de a poco. Fue cuando me di cuenta de que el terreno era pantanoso y que hundirse durante el camino no era ninguna novedad. Había agujeros de casi 1 metro de profundidad, en los cuales la nieve me llegaba hasta la cintura. No veía más debajo de lo que el blanco manto cubría, pero mis pies me decían que el hielo era más que engañoso y que no era mucho de fiarse. Miré al cielo rojizo del cual caía más nieve que se me pegaba a la cabeza y un copito me cayó sobre la nariz, derritiéndose poco después. Me quedé perplejo ante esta maravilla que nunca antes había presenciado tan de cerca. Para un niño, el mundo es un lugar novedoso del cual uno nunca podría dejar de sorprenderse; valdría la pena seguir siendo niño toda la vida. Vi una estrella fugaz avanzar por entre las nubes y apagarse algunos kilómetros más allá de la pampa. Pedí un deseo que raramente podría cumplirse, pero quién sabe cuándo podría resultar.
Avanzando por el camino secreto no me encontré al viento, pero él si me encontró a mí. Y no tuvo ningún reparo en hablarme de cualquier cosa que se le venía a la cabeza mientras jugaba a atacarme con la nieve que tenía de su lado. Yo no me dejé vencer y también le seguí el juego: mis palabras se iban con el viento y, algunos días después, las vi cómo daban vueltas entre las nubes, riéndose de mi extraña aventura, pero que nadie tendría la certeza de que ellas eran mías. El viento me habló de que la ciudad ya estaba cubierta de blanco y que esto continuaría por un tiempo más, que me acostumbrara a ver este suceso todos los años. Incluso me dijo que yo lo esperaría todos los años. Amén. Hoy recuerdo ese deseo mientras canto.
Allá arriba en la pampa había una pequeña casa desde la cual salía el humo de la chimenea (así y así), pero la casita no era mía y aún dudo cómo alguien podría vivir allá tan lejos. Miré hacia atrás y vi mi casa que ya estaba distante. Me senté durante un instante a descansar; me sorprendí, al sacar mis pies de la nieve, de ver que no estaban morados por la nieve, aunque sí estaban, en extremo, fríos. Otra vez vi la estrella fugaz que avanzaba entre las nubes, pero un pedazo de ese fuego cayó sobre mi mano; aún conservo la marca como recuerdo. No sangro y la herida de cerró de inmediato. Esta vez, la estrella avanzó más lejos y pude verla con tanta nitidez que me sorprendió. Volví a enterrar los pies en la nieve y decidí seguirla: después de todo, a algún lugar debía de llegar.
Aunque la oscuridad nocturna comenzaba a apoderarse de mi avance, recordaba bien el camino que había soñado durante la noche anterior. Y mis sueños nunca fallan al respecto. Mis pies parecían pisar el lugar correcto que me permitía mantener el equilibrio. Mi ropa estaba cada vez más húmeda y pesaba, pero eso no era ni sería un impedimento para llegar a mi destino. Comenzó el ascenso de la pampa, un ascenso que podría alcanzar los 300 metros quizás, pero que yo apenas iba por los 50 como mucho. La nieve no dejaba de caer y entonces descubría que el viento no estaba tan lejano en sus testimonios. Respiraba agitado, buscando la forma de lograr el ascenso más rápido y efectivo. Vi la casa que estaba a un lado como un refugio para poder secarme y, en el mejor de los casos, comer algo. La nieve ya me superaba la cintura y el cansancio me derribaba al suelo. La casa no debía estar a más de 500 metros de donde yo estaba, arrastrándome entre la oscuridad cuya única luz era el frío y el silencio. La nieve me cubría con rapidez y de un momento a otro, la oscuridad me cubrió por completo y cerré los ojos rendido.
Cuando desperté, vi que el cielo no era rojizo, sino de color amarillo, con una luz colgando. No había nieve alrededor y estaba recostado sobre una alfombra muy cómoda y cálida. Me sentía liviano y entonces me di cuenta de que estaba desnudo. Asustado, busqué algo con qué cubrirme, pues mi ropa había desparecido: quién quiera que hubiese sido, se había llevado hasta mi pijama. Me di vuelta por toda la casa hasta encontrar una habitación en la cual estaba la cama; saqué una sábana y me la amarré a la cintura. Encendí la luz del pasillo y me encontré con un enorme y tétrico espejo en el final: vi que tenía una marca roja en el pecho, como si un objeto me hubiese cortado. Nunca lo entendí, porque el corte parecía salir incluso por la espalda.
Caminé por la casa –que estaba completamente alfombrada y con una temperatura muy agradables incluso para moverse desnudo –en busca de alguien. No sabía quién vivía ahí ni por qué me había traído, para luego dejarme sin ropa al lado de la chimenea. Seguramente me creyó muerto y por eso me dejó; pero ¿para qué darse el tiempo de encender el fuego con leña? No tardé demasiado tiempo en comprobar que, efectivamente, estaba solo en esa casa perdida en medio de la pampa. A mis quince años, era poco lo que sabía hacer para defenderme o pedir ayuda en situaciones extremas. Me acerqué a una de las ventanas y vi que la nieve la cubría un poco más de la mitad: estaba encerrado, quizás para siempre.
Me devolvía por el pasillo cuando vi una sombra que avanzó tras mi espalda, erizándome la piel por la fría brisa que dejó al pasar. Cuando me di vuelta para verla, ya no estaba. Me senté en el suelo con las manos en la cabeza, intentando mover las neuronas congeladas: ¿cómo no se me podía ocurrir nada? ¿Ni por el instinto de supervivencia? Me llevé las rodillas a la cabeza y me abracé las piernas a la altura de los tobillos: mis pies estaban cálidos y suaves como nunca antes. La sombra volvía a pasar, aunque esta vez la sentí en el rostro y me puse de pie. Le grité unas cuantas veces, quería saber quién era y por qué me tenía encerrado. Quería una respuesta, quería que me dejara regresar a casa, que me devolviera mi ropa… Pero ni una sola palabra oí. Sólo que el suelo empezó a moverse y vi una ola que avanzaba debajo de la alfombra, la cual me derribó al suelo y me arrojó unas cuantas voces con la pared. Debí afirmarme de un gancho cuando la ola casi me arrojaba en la chimenea. ¿Esa casa embrujada estaba loca?
El juego acabó luego de un instante que me pareció eterno. Acabé adolorido y tirado en el suelo, mirando el techo como cuando desperté. Sentí una aguja clavada en la espalda, pero no tenía energía para levantarme a quitarla. Vi una grieta que se abría cerca de la luz del techo y un extraño líquido del color amarillo empezó a caer sobre mi pecho, llenándome de pintas de ese color. Era algo así como pintura, pero m ardía de una manera insoportable. Pensé que me había llevado ahí para ser parte de algún experimento extraño o de que podría despertar en mi cama, que todo era una temible pesadilla.
Cuando desperté, vi que el cielo no era rojizo, sino de color amarillo y con un candelabro encendido con velas de distintos colores. Aún quedaba un poco de olor a lavanda, pero parecía ocultarse en un tenue olor a canela. No había nieve, estaba dentro de una casa. Al sentirme tan liviano me di cuenta de que estaba desnudo y sentí miedo. ¿Quién me había robado la ropa y por qué? Pero a mi lado había una sábana que tomé para cubrirme, amarrándola a mi cintura. Me puse de pie y caminé por un enorme pasillo que no parecía terminar. Al final había un enorme espejo que fue transformándose en las paredes que me rodeaban: era extraño verme casi por completo, como conocerme más de todo lo que mi vida me había permitido.
Una sombra me puso la mano en el hombro y me di media vuelta, estremecido. Los espejos me mostraron la lanza que me atravesó el pecho y apareció por mi espalda, mientras comenzaba a caer la sangre. La vi bajar por uno de mis costados, descender por mi pierna –ensuciando la blanca sábana-, bajar por mi pie hasta llegar al espejo del suelo. Miré hacia el techo y vi una lanza que me atravesaba uno de los tobillos y tambaleé, con una mancha de sangre que se esparcía sobre la superficie de múltiples espejos. Caí de rodillas al suelo cuando salieron dos flechas –no sé de qué lado, estoy confundido al ver tantos espejos rodeándome- que se clavaron en las plantas de mis pies. No pude evitar lanzar un grito de dolor mientras veía como se me escapa toda la sangre. Cómo puede ser posible que mi vida acabe aquí y de este modo… ¡Dolor! Otra flecha se me clavó en el pecho, dificultándome hasta la respiración. No alcancé a pensar en nada antes de que una flecha se me clavara en el brazo y en el otro sucesivamente. Caí sobre el espejo, mirando mi cuerpo atacado en el techo, con la marca roja, del principio, en el pecho y con la marca de la estrella fugaz en la mano. Estaba recostado sobre una mancha de sangre que era la mía propia, agonizando entre el calor de una casa con chimenea y leña. Entonces sentí unos pasos que se acercaban hacia mí, puede ver a la sombra que me miraba directamente a los ojos, como hipnotizándome.
-Has de saber que esto no va a acabar aquí.
-¿Por qué me hacen esto? –le pregunté con un hilo de voz, resbalando en la mancha de sangre.
-Hay algo más allá en un futuro que no es tan lejano. Ya no vas a estar aquí.
Y obviamente que no entendía nada de lo que me estaba diciendo. Mi corazón parecía próximo a explotar mientras el oxígeno se me acababa.
-Hay algo allá afuera esperando. Serás el primero, aunque no lo quieras. Más te vale que estés preparado.
Todo debía ser parte de mi propio delirio producto del dolor. Miré mis pies atravesados por las flechas; cómo sangraba mi cuerpo por completo, cómo olía mi sangre. La sombra se acercó y me tomó por la barbilla: sentí miedo de tener su mirada tan cerca. Pasó su dedo por mi brazo ensangrentado y luego se lo llevó a la boca para probar mi sangre. Lo vi sonreír de una manera que me dio mucho miedo.
-Sí, eres tú, no cabe duda –prosiguió con su discurso que me hacía sentir más enajenado cada vez -, eres tú. Tu sangre lo confirma. Tú serás el primero que cruce la frontera prohibida. Tú la vas a conocer antes que todos. Pero eso tiene sus consecuencias, tu cuerpo tiene sus consecuencias. Más te vale estar dispuesto cuanto antes porque no tendrás tiempo para reclamar. No te darás cuenta cuando ya seas parte de ello.
Sentí sus dedos atravesándome las costillas: en un abrir y cerrar de ojos tenía mi corazón chorreando de sangre. Lo examinó y luego me lo devolvió a su lugar. Me tomó por el cuello y me levantó, pegado al espejo, por el cual caía mi sangre. Me observó desde la altura y luego me dejó caer nuevamente.
-Sólo prepárate.
Abrí los ojos y vi un manto de nieve que me cubría por completo. La oscuridad de la noche parecía iluminarse con las estrellas que aparecían a puñados en el cielo. Había luna creciente cuando aparecí de entre el metro de nieve que escondía los caminos de la pampa. Vi la estrella fugaz que caía a mi lado: no era una estrella sino un objeto extraño. Me acerqué a verlo: parecía ser de una tecnología superior. Lo tomé en las manos, sin darme cuenta de que salían unos brazos que se me pegaron a las venas. El pinchazo fue rápido y las mangueras se llenaron de color rojo. Cuando los brazos me liberaron, yo liberé al objeto.
Me recosté sobre la nieve, viendo a la estrella fugaz ascender y desaparecer como una estrella más. Los copos de nieve cayeron sobre mi rostro como lo hacen en este momento, que no ha parado de nevar en días. Y es que aún no he podido acostumbrarme a este planeta que es tan extraño y diverso, tan nuevo cada día. Probablemente, ahora sólo me queda esperar a ver un último copo de nieve. ¿Acaso será eso posible?
[1] Alusión a la obra “Río Abajo” del dramaturgo chileno Ramón Griffero.
Ilustración: Harvest, de Anna Karlssson
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