Lo real es tan maravilloso,
como maravilloso es lo real.
Ernst Jünger en «Sizilischer Brief an den Mann im Mond»
Hay experiencias de las cuales se avergüenza de hablar la mayoría de las personas, porque no entran dentro de la realidad cotidiana y se escapan a una explicación intelectual. No nos referimos con esto a acontecimientos especiales del mundo exterior, sino a procesos de nuestro interior, a los que se los priva de valor como si fueran meras imaginaciones y se los expulsa de la memoria. En las experiencias a las que nos referimos aquí la imagen familiar del entorno experimenta súbitamente una singular transformación, placentera o aterradora, aparece bajo otra luz, cobra un significado especial. Tal experiencia puede acariciarnos tan solo como un soplo o, por el contrario, grabarse profundamente en la mente.
Desde mi adolescencia un encantamiento semejante ha permanecido con una vitalidad especial en mi memoria. Era una mañana de mayo. Ya no recuerdo el año, pero puedo señalar con toda precisión el sitio del sendero forestal del Martinsberg, al norte de Baden (Suiza), en el que ocurrió. Repentinamente, mientras vagaba por el bosque recién reverdecido, al que atravesaban los rayos matinales del sol y henchía el canto de los pájaros, todo apareció bajo una luz desacostumbradamente clara. ¿No había mirado nunca correctamente hasta entonces y veía ahora, de pronto, el bosque primaveral tal como realmente era? Este resplandecía con el brillo de una belleza que penetraba y hablaba de forma peculiar al corazón, como si quisiera integrarme en su esplendor. Me embargó un indescriptible y feliz sentimiento de pertenencia y de gozoso acogimiento.
Ignoro cuánto tiempo permanecí de pie, hechizado, pero recuerdo los pensamientos que me embargaron cuando, tras desaparecer lentamente el estado de arrobamiento, seguí caminando. ¿Por qué razón no se prolongó más aquella visión tan gratificante, ya que había revelado, ciertamente, mediante una experiencia inmediata y profunda una realidad convincente? ¿Y cómo podía relatar yo mi vivencia a alguien —mi desbordante alegría me impelía a ello— puesto que sentía al mismo tiempo que no encontraba palabra alguna para lo que había contemplado? Me parecía extraño haber visto como niño algo tan maravilloso que los adultos, evidentemente, no advertían pues jamás les había oído hablar de ello o ¿acaso era esto uno de sus secretos?
En los últimos años de mi adolescencia, durante mis correrías por el bosque y los prados, experimenté aún alguna de estas visiones beatíficas. Ellas fueron las que determinaron de forma fundamental mi imagen del mundo, en tanto me proporcionaron la certeza de la existencia de una realidad plena de vida, insondable y escondida a la mirada cotidiana.
Esta descripción de una de mis vivencias visionarias de la niñez la he tomado ya como prólogo en mi autobiografía profesional LSD – Mein Sorgenkind (Stuttgart 1979), pues tales experiencias místicas de la realidad fueron también la razón por la que me decidí por la profesión de químico. Ellas despertaron en mí el deseo de escudriñar más profundamente la estructura y esencia del mundo material. En mi actividad profesional me he topado con plantas psicoactivas que bajo determinadas condiciones son capaces de provocar estados visionarios, parecidos a las vivencias espontáneas que he descrito. Las investigaciones acerca de sustancias modificadoras de la conciencia, de las cuales el LSD se ha hecho famoso mundialmente, me condujeron hasta el problema de la interdependencia entre conciencia y materia, entre el mundo interior, intelectual, y el mundo exterior, material. Este es el problema de aquella realidad que resulta, evidentemente, de una interrelación entre mundo interior y mundo exterior.
A fin de hacer más fácil la comprensión de las reflexiones que siguen es preciso definir qué ha de entenderse aquí bajo los conceptos de «mundo exterior», «mundo interior» y «realidad».
Por mundo exterior se entiende todo el universo material y energético al que pertenecemos también con nuestra corporeidad.
Como mundo interior se designa la conciencia humana. La conciencia se escapa a una definición científica, pues se precisa de la conciencia para reflexionar acerca de qué sea la conciencia. Esta puede ser únicamente descrita como el centro espiritual receptivo y creativo de la personalidad humana.
Existen dos diferencias fundamentales entre mundo exterior e interior. Mientras existe un solo mundo exterior, el número de mundos interiores, espirituales, es tan grande como el número de individuos humanos. Además, la existencia del mundo exterior, material, es objetivamente demostrable, mientras que el mundo interior representa una mera experiencia espiritual subjetiva.
Y ahora, la definición de la realidad que consideramos aquí. No es una realidad trascendental ni tampoco una realidad de la física teórica, que sólo fuera expresable con el auxilio de fórmulas matemáticas, sino la realidad que se designa cuando se utiliza este concepto en el lenguaje cotidiano. Es el mundo como totalidad, tal como los seres humanos lo percibimos con nuestros sentidos y lo experimentamos como seres con espíritu, y al que pertenecemos nosotros mismos con nuestra existencia corporal y espiritual.
La realidad definida de esta forma no es pensable sin un sujeto de experiencia, sin un yo. Es el producto de una relación mutua entre señales materiales y energéticas que parten del mundo exterior y el centro que constituye la conciencia en el interior del individuo.
Para ilustrar esto cabe comparar el proceso por el que surge la realidad con la aparición de la imagen y del sonido en una emisión de televisión. El mundo material y energético del espacio exterior trabaja como emisor, envía ondas ópticas y acústicas y proporciona señales táctiles, gustativas y olfativas. La conciencia que existe en el interior de cada ser humano constituye el receptor, donde los estímulos recibidos por las antenas, por los órganos sensoriales, son transmutados en una imagen del mundo exterior, experimentable de manera sensorial y espiritual.
Si falta uno de los dos, el emisor o el receptor, no se produce realidad humana alguna, de la misma forma que la pantalla de televisión se quedaría vacía sin imagen y sin sonido.
En las páginas que siguen se va a exponer lo que gracias a los conocimientos científicos de la fisiología del ser humano sabemos acerca de su función como receptor, así como acerca del mecanismo de la recepción y percepción de la realidad.
Las antenas del receptor humano están constituidas por nuestros cinco órganos sensoriales. La antena para las imágenes ópticas procedentes del mundo exterior, el ojo, es capaz de recibir ondas electromagnéticas, produciendo, de esta suerte, sobre la retina una imagen que coincide con el objeto del que parten tales ondas. Desde aquí los impulsos nerviosos correspondientes a la imagen son conducidos a través del nervio óptico al centro de la visión del cerebro, donde, como consecuencia del proceso electrofisiológico y energético acaecido hasta allí, resulta el fenómeno psíquico de la visión.
Es importante tener en cuenta que nuestro ojo y la pantalla psíquica interior aprovechan solamente una franja muy pequeña del amplio espectro de ondas electromagnéticas para hacer visible el mundo exterior. Del espectro conocido de ondas electromagnéticas, que comprende longitudes de onda desde milmillonésimas de milímetro, correspondientes al ámbito de los rayos X y de los ultracortos rayos gamma, hasta ondas de radio de muchos metros de longitud, nuestro aparato visual es sensible solamente a una zona muy estrecha de 0,4 a 0,7 milmillonésimas de milímetro (de 0,4 a 0,7 milimicras). Sólo esta limitadísima franja puede ser captada por nuestro ojo y puede ser percibida por nosotros como luz. Todos los demás rayos del ilimitado panorama de ondas electromagnéticas que hay en el universo carecen de existencia para el ojo humano. Dentro del espectro tan limitado de las ondas visibles por nosotros, que podemos percibir como luz, somos capaces de distinguir como diferentes colores las diferentes longitudes de onda entre 0,4 y 0,7 milimicras.
A propósito de nuestras reflexiones es importante tener en cuenta que en el espacio exterior no existen los colores. En general, no se es consciente de este hecho fundamental, aunque podemos leerlo en cualquier manual de fisiología. De un objeto de colores lo único que existe objetivamente en el mundo exterior es exclusivamente materia, la cual emite vibraciones electromagnéticas de diferentes longitudes de onda. Cuando un objeto refleja ondas de 0,4 milimicras de la luz que cae sobre el mismo, decimos que es azul; si emite ondas de 0,7 milimicras, entonces describimos como roja la impresión óptica que experimentamos. No obstante, no puede comprobarse si ante una determinada longitud de onda todos los seres humanos tienen idéntica vivencia cromática.
La percepción del color es un acontecimiento puramente psíquico y subjetivo que tiene lugar en el espacio interior de un individuo. El mundo de los colores, tal como lo vemos, no existe fuera objetivamente, sino que se origina en la pantalla psíquica del interior de cada hombre.
En la realidad acústica se dan relaciones pertinentes entre un emisor, existente en el espacio exterior, y el receptor que existe en el espacio interior. Del mismo modo, la antena para señales acústicas, el oído, presenta en su función de elemento del receptor humano solamente un campo de recepción muy limitado. Al igual que los colores, los tonos no existen objetivamente. De nuevo, en el proceso de la audición tienen existencia objetiva las ondas, concentraciones y estiramientos del aire, que son semejantes a olas, que el tímpano del oído registra y que en el centro auditivo del cerebro son convertidos en la experiencia psíquica del sonido. Nuestro receptor de ondas acústica reacciona ante las ondas que están comprendidas en un ámbito que abarca desde 20 vibraciones por segundo, correspondientes a los tonos más graves, a 20.000 vibraciones, las cuales constituyen los tonos más agudos. Las vibraciones que sean más lentas y más rápidas que las que hemos mencionado no se perciben; carecen, pues, de existencia en la realidad humana.
Los restantes aspectos de la realidad que nos son revelados por los otros tres sentidos, el gusto, el olfato y el tacto, se originan también a través de una relación mutua entre emisores del espacio exterior y receptores del mundo interior. Como en el caso de los colores y de los sonidos, las sensaciones gustativas, olfativas y táctiles tampoco existen objetivamente, es decir, tampoco son constatables por procedimientos químicos o físicos. Al igual que aquéllos, éstas aparecen sólo en la pantalla psíquica del interior de cada ser humano. La sensación gustativa es producida por ciertas estructuras moleculares de los alimentos, las cuales trabajan como emisores, y por nervios gustativos de la lengua que reaccionan de forma específica, como antenas, ante estas estructuras y envían hasta el centro gustativo del cerebro los impulsos producidos por las reacciones pertinentes.
En nuestra experiencia olfativa el emisor se compone también de moléculas bajo la modalidad de vapor que poseen estructuras específicas, a las que los nervios olfativos que existen en la nariz reaccionan como antenas. Las señales recibidas por los nervios olfativos son recogidas en el cerebro, como las de los nervios gustativos, y son transformadas en sensaciones olfativas o gustativas.
El tacto, el sentido más primitivo y el más antiguo en la evolución del ser humano, reacciona de forma no específica a los objetos consistentes del espacio exterior que son registrados por los nervios táctiles, como antenas, y que gracias a mecanismos cerebrales aparecen en el espacio interior como un amplio espectro de sensaciones, desde la caricia más tierna hasta la resistencia más dura. Cabe considerar como nervios táctiles especializados a aquellas antenas que nos proporcionan la percepción de lo frío y lo caliente, del dolor y del placer.
Sigue siendo un secreto la forma en que las señales energéticas y químicas del mundo exterior, recibidas por las antenas, experimentan el tránsito a la dimensión psíquica de las sensaciones. En este punto existe una gran laguna sobre la capacidad cognoscitiva del ser humano.
Una característica fundamental de nuestra imagen de la realidad, que se deduce de las reflexiones precedentes, es su inherente limitación. Esta limitación reside en el espectro tan estrecho en que nuestros receptores reaccionan a los impulsos que les llegan. ¿Qué mundo tan distinto veríamos, si nuestra antena para ondas electromagnéticas, nuestro ojo, y el receptor psíquico fueran sensibles a otra longitud en el espectro de ondas? A las ondas largas del ámbito de la radio, por ejemplo: entonces nuestra vista alcanzaría hasta otros países; o a las ondas ultracortas de los rayos X, en cuyo caso los objetos opacos nos resultarían transparentes y, en consecuencia, un mundo tan transparente sería para nosotros tan real como nuestro mundo actual.
De estas consideraciones se desprende que el mundo que percibimos con nuestros ojos y con los demás órganos sensoriales, constituye una realidad recortada únicamente a la medida de los seres humanos y está determinada por la capacidad y por las limitaciones de los sentidos humanos. Los animales dotados de órganos sensoriales diferentes y de antenas que reaccionan a otras modalidades y a otras longitudes de onda de los impulsos, ven y experimentan el mundo exterior de manera totalmente diferente; viven en otra realidad.
Las abejas, por ejemplo, que poseen antenas visuales que reaccionan a longitudes de onda situadas en la zona ultrarroja y ultravioleta del espectro, ven colores que no existen para nosotros; los perros, dotados de un espectro receptivo, excepcionalmente amplio, de su sentido olfativo, descubren y disfrutan olores que no existen en nuestra realidad, y el murciélago, al emplear un sistema de radar acústico, percibe una imagen de la realidad que está construida sobre sonidos.
La metáfora de la realidad como el producto de un emisor y de un receptor pone de manifiesto que la imagen aparentemente objetiva del mundo exterior, que designamos como realidad, es de hecho una imagen subjetiva. Este hecho fundamental indica que la pantalla no se encuentra fuera, sino en el espacio interior de cada ser humano. Todo hombre porta en su interior su propia y personal imagen de la realidad, generada por su receptor privado.
Ahora bien, si cada hombre dispone de su propia e individual imagen del mundo exterior, de su imagen de la realidad, se plantea la pregunta acerca de cuán verdaderas puedan ser estas imágenes personales e individuales. La respuesta reza: todas ellas son verdaderas. Representan la verdad, la realidad de los individuos respectivos, si bien estas realidades individuales no son verdaderas en un sentido absoluto, objetivo. Tras esta imagen subjetiva, que se encuentra limitada por la selectividad, por la facultad discriminatoria de nuestros órganos sensoriales, y por la capacidad de nuestra receptividad psíquica y espiritual, más allá de la imagen fenoménica del mundo exterior, que constituye nuestra realidad, se esconde una realidad transcendental cuya verdadera esencia sigue siendo un secreto. Lo que sabemos objetivamente acerca del mundo exterior, nuestro saber limitado acerca de lo que hemos llamado emisor, ha sido desvelado a través de la investigación científica: todo lo que ha podido ser percibido objetivamente en el espacio exterior es materia y energía; materia, caracterizada por sus propiedades químicas y físicas, en innumerables formas inorgánicas y bajo la modalidad de incontables organismos vivientes; y energía en tanto energía radiante, calórica y mecánica. También se ha averiguado que energía y materia son mutuamente convertibles con arreglo a la fórmula de Einstein: E = mc2 (E representa la energía, m la unidad más pequeña de materia, y c la velocidad de la luz).
La capacidad de transformar los estímulos energéticos y materiales que se han seleccionado de este mundo material, exteriormente existente, en la experiencia psíquica de una imagen viviente y cromáticamente fastuosa del mundo de fuera —esta maravillosa capacidad, que se escapa a toda interpretación científica— la compartimos con los animales superiores. La imagen del mundo exterior, que compartimos con los animales superiores, no se convierte en realidad humana sino cuando incluye adicionalmente lo que Teilhard de Chardin denominaba la noosfera, el mundo espiritual.
El concepto de esfera, de noosfera, suscita la idea de una atmósfera espiritual, que fluye imperceptiblemente en torno a nuestro planeta. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que lo que objetivamente existe de noosfera en el espacio exterior es solamente, una vez más, materia y energía. En el espacio exterior existen únicamente los símbolos del espíritu, sobre todo, ondas sonoras, en forma de palabra hablada y de música, materia en forma de libros que contienen la palabra escrita, y también materia en forma de creaciones artísticas humanas: pinturas, esculturas, arquitectura, etc.. La noosfera, producida a lo largo de la evolución y de la historia de la humanidad por las aportaciones de innumerables personas individuales, ha podido ser acumulada, y existe hoy, en el espacio exterior exclusivamente en forma de estos símbolos materiales y energéticos. Solamente se convierte en realidad espiritual en cada hombre gracias a la capacidad descifradora de su receptor individual.
De estas reflexiones se deduce toda la interrelación entre el mundo exterior material, el emisor, y el mundo interior espiritual, el receptor. Ambos factores son inseparablemente necesarios para el surgimiento de lo que denominamos realidad. La metáfora de la realidad en términos de emisor/receptor desvela el hecho fundamental de que la realidad no es un estado delimitado de manera fija, sino el resultado de continuos procesos que consisten en una entrada continua de señales materiales y energéticas del mundo exterior y en su continuo desciframiento, es decir, en su transformación en experiencias psíquicas en el ámbito del mundo interior. Por consiguiente, la realidad es un proceso dinámico que surge siempre renovadamente en cada momento.
En consecuencia, la realidad auténtica sólo se da en el momento, en el aquí y ahora. Esto explica por qué el niño, que vive mucho más en el momento que el adulto, percibe una imagen más real del mundo; vive en un mundo que está dotado de más realidad, de más verdad.
La vivencia de la verdadera realidad en el momento es el principal objetivo de la mística. Aquí se encuentran la vivencia infantil y la vivencia mística. He aquí, al respecto, un poema de la época barroca de Andreas Gryphius (1616-1664):
Míos no son los años
que el tiempo me ha arrebatado.
Míos no son los años
que estén por venir.
Mío es el momento
y lo tomo con cuidado;
de esta suerte Él es mío,
hecho del tiempo y de la eternidad.
Si la realidad no fuera el resultado de continuas transformaciones, sino un estado estacionario, no sólo no habría ningún instante, sino ningún tiempo en absoluto, pues la sensación de tiempo se produce sólo a través de la percepción del cambio. El carácter procesual de la realidad crea el tiempo. Sin la realidad no se daría el tiempo, no a la inversa. El concepto de la realidad en términos de emisor/receptor hace posible también analizar la esencia del tiempo.
Pero la concepción de la realidad como producto de un emisor y de un receptor se muestra fecunda en un aspecto especialmente significativo si se toma en cuenta la participación del receptor, de cada hombre, en la construcción de la realidad. Ella muestra plenamente a nuestra conciencia la potencia que cada hombre tiene para crear mundos. Cada hombre es el creador de su propio mundo, pues sola y únicamente en él se hacen realidad el cielo, las estrellas, y la tierra y la vida multicolor que existe sobre la misma.
En esta verdadera capacidad cosmogónica, de crearse su propio mundo, reside la auténtica libertad y responsabilidad de cada hombre.
Si yo he entendido qué es lo que en la realidad existe objetivamente fuera y qué es lo que acontece subjetivamente en mí, entonces sabré mejor qué puedo modificar en mi vida, dónde puedo elegir y, en consecuencia, de qué soy responsable, y por otro lado, sabré qué es lo que está fuera del alcance de mi voluntad y ha de tomarse como un hecho inalterable. Este esclarecimiento de mi competencia constituye una ayuda existencial inestimable. Tengo la opción de recibir del infinito programa del gran emisor aquello que yo quiera, es decir, de recibir en mi conciencia, dándoles realidad así, aquellos aspectos de la creación que me hacen feliz o aquellos otros que me deprimen. Yo soy quien genera la imagen luminosa y la imagen oscura del mundo. Yo soy quien no sólo da color a los objetos que en el mundo exterior no son más que materia conformada, sino quien les da también significado a través de mi entrega y de mi amor. Esto es cierto no sólo respecto de la imagen del mundo inanimado, sino también respecto de las criaturas vivientes, de las plantas y animales, y también de mis congéneres, los hombres. En un poema de Franz Werfel se encuentra formulado del siguiente modo: «¡Todo existe cuando amas! Tu amigo será un Sócrates, si tu le prodigas amor!»
Al igual que para el mensaje de otro hombre, yo soy receptor, también soy para él, a la inversa, un emisor, en tanto soy un ser material que existe en su mundo exterior. Puedo transmitirle mi deseo, incluso un deseo espiritual, una idea o mi amor, sólo a través de lo que caracteriza al emisor, es decir, a través de la materia y de la energía, a través de mi cuerpo. Incluso un entendimiento sin palabras, que se manifiesta por medio de una mirada o de una tierna caricia, puede expresarse solamente a través de ojos materiales, de dedos materiales, a través del cuerpo material de los amantes. Sin materia y sin energía no es posible comunicación alguna.
Somos mutuamente emisores y receptores, pero también aquí la imagen del emisor no aparece sino en el receptor. Sabemos suficientemente por experiencia que de una misma persona los demás guardan una imagen muy diferente. ¿Cuál es la Verdadera? Esto no puede decidirse objetivamente, pues en el espacio exterior no existe flotando imagen alguna, ya que de la persona en cuestión sólo hay objetivamente en el espacio exterior materia configurada y fenómenos energéticos.
Incluso mi propio cuerpo pertenece también para mí al espacio exterior. Lo puedo ver y lo puedo percibir también con los demás sentidos. Igualmente, mis órganos sensoriales, las antenas del receptor que soy yo, pertenecen, en tanto materia y energía, al mundo exterior. Esto no es solamente obvio respecto de los ojos y de los oídos; también las vías nerviosas que van desde éstos al cerebro son materia, así como lo es el cerebro mismo. Las corrientes e impulsos eléctricos que llevan por las vías nerviosas las señales del mundo exterior al cerebro y que después actúan también en el cerebro, son objetivables, en tanto fenómenos energéticos y, por consiguiente, son atribuibles todavía al emisor. Sin embargo, luego viene a nuestro conocimiento la gran laguna que ya hemos mencionado: la transición del acontecer material-energético a la imagen psico-espiritual, inmaterial, que ya no es objetivable; la transición a la percepción y a la vivencia subjetivas. Esta laguna de conocimiento es a la vez el punto de encuentro entre el emisor y el receptor, en el que se entremezclan y se aúnan en la totalidad de lo viviente.
La metáfora emisor/receptor sobre la realidad parece responder a una concepción dualista del mundo: espacio exterior y espacio interior, emisor objetivo y receptor subjetivo. Sin embargo, este aspecto dualista desaparece en una realidad transcendental omnicomprensiva, si retrocedemos hasta el origen de la evolución de la realidad humana, es decir, de la evolución del hombre.
Comencemos, pues, con la búsqueda del origen de nuestra existencia corporal, de nuestra dimensión material, que en nuestra metáfora pertenece al emisor.
El origen de nuestro cuerpo a partir de una combinación de un óvulo y de un espermatozoide es suficientemente conocido, así como su desarrollo en el útero y también su nacimiento y su crecimiento en virtud de procesos metabólicos. Sin embargo, ¿se puede considerar la combinación del espermatozoide y del óvulo como el auténtico origen de nuestra existencia corporal? Efectivamente, el óvulo y el espermatozoide no surgen de la nada, proceden de los padres, y esto significa que se da una transferencia de materia de los padres al hijo. Los padres proceden también a su vez de un óvulo y de un espermatozoide de sus padres y así sucesivamente a través de innumerables generaciones. Es evidente que existe una ininterrumpida conexión material entre cualquier ser humano de nuestro tiempo y todos sus antepasados y todavía aún más hacia atrás remontándonos en la evolución hasta el comienzo de la materia viva, hasta la célula primordial.
Estas reflexiones muestran que, incluso en el plano material, estamos emparentados con los demás humanos y con todos los organismos vivientes, con los animales y con las plantas.
Podemos proseguir con las preguntas relativas al origen y reflexionar acerca de la procedencia de la célula primordial. Esta tuvo que surgir por generación espontánea; esto significa que al comienzo de la evolución la célula primordial, la primera célula viviente, fué hecha de materia inerte, de átomos y de moléculas.
Esta frontera entre materia inerte y materia viva constituye también la frontera donde termina el pensamiento científicamente fundamentado y comienza el reino de la imaginación y de la fe. En este lugar surge la pregunta de si cabe atribuir la formación de la célula primordial a una casualidad en la que coincidieron moléculas en gran número y conformaron la estructura altamente organizada de la célula, o si la célula surgió respondiendo a un plan; la pregunta se plantea de este modo: ¿Es el origen de la vida un acontecimiento casual, puramente material o un acontecimiento planeado, es decir, espiritual? Parece inconcebible que una formación tan complicada, con tan alto grado de estructuración y de organización, como una célula, haya podido surgir de forma puramente casual. Parece evidente —y justamente aquí comienza la fe— que la célula primordial en su aparición obedecía un plan. A su vez la célula primordial encierra en su núcleo celular un plan, el plan para su autorreproducción, la característica específica de la vida. Un plan encarna una idea y una idea es espíritu.
De hecho los átomos, el material constitutivo de la célula primordial, son ya, igual que ésta, formaciones altamente organizadas. Representan una especie de microcosmos al que no cabe imaginar como producto de una casualidad.
Es un hecho notable que la más pequeña unidad estructurada de materia inerte, el átomo, y la más pequeña unidad estructurada de los organismos vivos, la célula, presenten el mismo plan organizativo. Ambos constan de envoltura y de núcleo. El núcleo representa en ambos, en los átomos y en las células, el componente más esencial. En el núcleo del átomo se concentran las propiedades características de la materia, masa y peso, y el núcleo de la célula contiene en sus cromosomas los elementos fundamentales de la vida, el código genético, los factores de la herencia.
Puesto que para la creencia en un origen y en un trasfondo espiritual del universo es decisiva la hipótesis de que no se puede atribuir a la casualidad el origen de formas tan altamente desarrolladas, como el átomo y la célula, hay que reforzar esta suposición con una metáfora que salte a los ojos. Como ejemplo del origen de una forma altamente organizada puede aducirse la construcción de una catedral; pero cabría encontrar otros innumerables ejemplos para este fin.
Supongamos que en algún sitio estuviera todo el material de construcción para levantar una catedral, incluso las instalaciones técnicas y la energía necesaria. Sin la idea de un arquitecto, sin sus planes y sin su dirección no surgiría jamás una catedral.
Estas reflexiones deben tener también validez para la aparición del átomo y de las células vivas, que son formaciones esencialmente más complicadas y, en muchas cosas, más sutilmente pensadas que una catedral.
Si ni siquiera respecto de una célula, la unidad más pequeña de los organismos vivos, es pensable un origen casual, tanto menos lo es respecto de las innumerables formas superiores de vida del reino vegetal y animal. Para la validez deductiva de estas reflexiones es totalmente irrelevante si la evolución de las plantas primitivas a plantas con floración, o la evolución de los reptiles a aves y a mamíferos, se produjo a través de mutaciones paulatinas o a través de grandes saltos; del mismo modo es totalmente intrascendente en qué periodos ocurrió, pues cada nuevo organismo vivo representa la trasposición de un plan, de una nueva idea, a la realidad.
Quisiera recurrir una vez más a la metáfora de la catedral. Del mismo modo que la catedral irradia la idea y el espíritu de su arquitecto, así se hacen patentes en cada organismo vivo la idea y el espíritu de su creador. Cuanto más diferenciada, complicada y altamente desarrollada es la forma de una creación, tanto mayor es el contenido espiritual que puede expresarse a través de ella.
El organismo más altamente desarrollado, más diferenciado, más complicado de la evolución es el ser humano; esto quiere decir que los hombres dicen más acerca de su creador que todas las demás criaturas. El cerebro humano con sus catorce mil millones de células nerviosas, cada una de las cuales está conectada con otras seiscientas mil células nerviosas, representa la forma de vida más complicada y más altamente organizada de nuestro universo conocido. El elemento espiritual, que incluso en la célula primordial manifiesta el espíritu de su creador a través de la idea y del plan organizativo de la misma, ha logrado en el cerebro humano su máximo y más sublime despliegue. En el espíritu humano, que en nuestra metáfora llamamos «receptor», ha alcanzado su perfección. Las facultades espirituales se han desarrollado en el receptor humano hasta un grado tal que éste es capaz de ser consciente de sí mismo. En el hombre, en la parte más altamente desarrollada de la creación, la creación se hace consciente de sí misma.
En nuestra metáfora emisor/receptor cabe expresar esto de la siguiente forma: en tanto materia, el cerebro humano es parte del universo material y, por ello, el cerebro es parte del emisor. Pero la idea y el plan organizativo del cerebro se han desarrollado hasta constituir la facultad espiritual que hemos definido como receptor. Esto significa que materia y espíritu, emisor y receptor, se encuentran mutuamente fundidos en el cerebro humano, que el dualismo emisor/receptor no existe en realidad. Emisor y receptor no son más que construcciones conceptuales de nuestro intelecto, instrumentos valiosos y útiles, que se han empleado en las reflexiones precedentes para comprender racionalmente el mecanismo por el que surge su realidad humana.
La metáfora acerca de la realidad en términos de emisor/receptor demuestra que para que una idea exista, para que se haga realidad en el espacio exterior, debe ser manifestada en alguna forma de materia y energía. Muestra que toda forma creada del espacio exterior, desde el átomo a la célula viva, hasta las innumerables formas de organismos vivos del reino vegetal y animal, las flores y los hombres, desde los planetas hasta los soles, hasta las galaxias, cada una de estas formas creadas representa la realización de una idea. Plantear la pregunta acerca del origen de todas estas ideas, acerca del espíritu-creador que ha producido e impregna todas estas formas, significa plantear la pregunta acerca del origen de todo el ser.
En la historia de la creación del Evangelio de Juan se dice: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y Dios era la Palabra». La traducción del «Logos» griego que figura en el original por «Palabra» es discutida. «Logos» podría ser traducido también por «Idea». «En el principio existía la Idea…»
En los últimos dos mil años no se ha conseguido en la humanidad una visión más profunda de la creación que la de San Juan. Basándonos en la investigación científica y en el pensamiento racional, hemos llegado en las reflexiones precedentes a la misma conclusión: una idea divina como origen y soporte de la creación.
Desde el punto de vista lingüístico «idea» tiene que ver con «eidos» (imagen, en griego). Una nueva idea es la aparición espontánea de una imagen interior de algo que no existía anteriormente. El origen de todo proceso creativo es una idea. Nuestra capacidad de tener nuevas ideas, es decir, de ser creativos, es el don que compartimos con el creador de la idea primera de todas, de la idea de la que nació el mundo. Este don es nuestra herencia divina.
Nuestras reflexiones acerca de la esencia de la realidad, nuestro recurso a la metáfora emisor/receptor, nos han conducido a las últimas preguntas sobre el ser.
Al término de estas consideraciones sobre la esencia de la realidad quisiera referirme a su utilidad en la vida cotidiana, a la ayuda que pueden representar para una mejor comprensión de nuestro lugar, como seres humanos, dentro de la creación.
Puesto que la creación constituye la forma material, la manifestación, la realización de la idea divina, la creación, el emisor en nuestra metáfora, emite ininterrumpidamente la idea divina. La creación contiene el mensaje, es el mensaje de su creador a las criaturas suyas que la pueden recibir, a los hombres.
El gran médico, naturalista y filósofo del Renacimiento, Paracelso, que desconocía aún la radio y la televisión, hizo uso de otra metáfora para expresar este hecho. Consideró a la creación como un libro que ha escrito el dedo de Dios y que debemos aprender a leer. Sin embargo, en lugar de estudiar este libro que contiene la revelación de primera mano, nos atenemos las más de las veces a los textos compuestos por la mano del hombre. En lugar de abrir nuestros sentidos, nuestro entendimiento, al mensaje de la infinitud del cielo estrellado y de la belleza de nuestra Tierra con todas sus maravillosas criaturas del reino vegetal y animal, nos aferramos a nuestros problemas personales y nos encapsulamos en una estrecha y egoísta visión del mundo. Olvidamos, entretanto, lo más importante de todo, que gracias a nuestra existencia corporal y espiritual somos parte de la creación divina y del espíritu que lo impregna todo, y que cada uno de nosotros es «el único heredero de todo el mundo». Esta verdad, que implica que no hay barreras entre sujeto y objeto, entre el yo y el tú, que el dualismo es una construcción de nuestro intelecto, esta verdad se hace patente mediante la ayuda de la metáfora emisor/receptor en nuestras reflexiones acerca de lo que constituye la realidad.
Sin embargo, una verdad que sea solamente resultado de procesos mentales, de especulaciones racionales, no es suficientemente eficaz como para convertirse en un factor decisivo de nuestra vida. Sólo cuando la verdad va acompañada de una experiencia existencial, emocional, se vuelve suficientemente fuerte como para poder influir y transformar nuestra visión del mundo. La confirmación emocional de una verdad se alcanza a través de la meditación. La meditación aspira a la abolición de la barrera sujeto/objeto, de la barrera tú/yo, con el fin de superar el dualismo.
Por esta razón la idea emisor/receptor, que proporciona una visión del origen de la escisión sujeto/objeto, desvelando este dualismo como una construcción de nuestro intelecto, puede constituir un provechoso objeto de meditación. La experiencia emocional de la cancelación del dualismo sujeto/objeto conduce a un estado espiritual que se denomina conciencia cósmica o, en la tradición cristiana, unio mystica. Puede producirse sólo como resultado de la meditación, o de la meditación unida al yoga, de la técnica respiratoria o de drogas enteógenas, o espontáneamente como gracia. Consiste en la experiencia visionaria de una profunda realidad que comprende al emisor y al receptor. Nuestro concepto «emisor/receptor» de la realidad puede ayudarnos a interpretar intelectualmente este estado espiritual extraordinario, la conciencia cósmica, la unio mystica.
Ante todo, nos descubre que la visión mística no es una ilusión de los sentidos, sino la revelación de otro aspecto de la realidad.
Con la conciencia cotidiana vemos y experimentamos únicamente una pequeña porción del mundo exterior, del emisor; en el estado místico —cuando el receptor está abierto a toda la anchura de banda de percepción— nos hacemos conscientes, simultáneamente, de un universo exterior e interior infinitamente más amplio. La frontera erigida por nuestro intelecto entre el yo y el mundo exterior se disuelve, y el espacio interior y el exterior se funden entre sí. La infinitud del espacio exterior se experimenta también en el espacio interior. Ahora un espacio ilimitado se halla abierto a un número ilimitado de imágenes que fluyen hacia dentro, y también a imágenes del pasado, a vivencias que se han acumulado durante toda una vida, a viejas imágenes que por la limitación del espacio en la conciencia se habían almacenado en el inconsciente. Todas estas imágenes interiores son despertadas a una nueva vida y se funden con las que entran por vez primera. Esta vivencia extraordinariamente intensa de innumerables nuevas y viejas sensaciones y percepciones en el proceso de fusión mutua del espacio interior y exterior, genera un sentimiento de infinitud y de intemporalidad, de un eterno aquí y ahora. El cuerpo, que en el estado habitual de conciencia es percibido como separado del mundo exterior, es sentido ahora como unido a la creación, como parte del universo, cosa que de hecho es así, y esto proporciona un sentimiento de protección incluso desde el punto de vista de la existencia corporal. En tal estado extático el emisor y el receptor, el mundo material exterior y el mundo espiritual interior, el espacio exterior y el interior, se hallan fundidos mutuamente, son una misma cosa en la conciencia; y de esta suerte surge un barrunto de la idea primordial, de la idea que existía al principio, que estaba junto a Dios y que era Dios.
Una experiencia visionaria que posea la intensidad de la conciencia cósmica, o unio mystica, es limitada en el tiempo. Puede durar un segundo, un par de minutos, rara vez varias horas. En ese extraordinario estado no se está en condiciones de emprender actividad alguna en el mundo exterior. Para poder cumplir con nuestras obligaciones cotidianas son necesarias, evidentemente, una capacidad perceptiva limitada y una conciencia replegada. Para sobrevivir en la cotidianeidad hemos de concentrar nuestra conciencia en nuestra actividad y en el entorno en el que tenemos que desempeñar nuestras respectivas tareas. No obstante, de vez en cuando necesitamos una visión, una panorámica sobre nuestra vida y una ojeada a su último fundamento espiritual, a fin de percibir en la perspectiva y en el significado correcto nuestro lugar en el universo y nuestras obligaciones y problemas cotidianos.
Por esta razón son hoy cada vez más las personas que acostumbran a interrumpir su trabajo cotidiano y su incesante actividad, para meditar durante un par de minutos, durante una hora o durante más tiempo. El objetivo de semejante meditación no es el de alcanzar cada vez la cumbre de la experiencia visionaria, la unio mystica. El objetivo de tal meditación puede consistir en lograr una idea más profunda de la interrelación de mundo interior y exterior, del espacio interior subjetivo y del espacio exterior objetivo, descubriendo así la existencia de la realidad transpersonal que abarca a emisor y receptor, a sujeto y objeto, a creador y creación, lo cual nos puede llenar de confianza, de amor, de fuerza y de sosiego.
Ilustración: Paula Bonet