Quien escribe prefiere pasar una noche en el museo del Prado que en la playa, una tarde en una biblioteca que en la playa, una mañana en una habitación de hotel con cable que en la playa y así. El paso de los años, los viajes y mi devoción por la miseria de las ciudades ha hecho de mí alguien que se relaciona con la naturaleza casi exclusivamente de forma metafórica.
La lluvia, por ejemplo. Es de una omnipresencia maniática en lo que escribo. Inundo mis poemas, obras y relatos con ese disturbio climatológico como si a fuerza de agua los textos crecieran mejor. La culpa se la puedo echar a Buenos Airesi, las tormentas acá son de una espectacularidad apocalíptica. Aprendí a amar el efecto hipnótico de las gotas sobre patios y tejados y también a imaginar en cada rayo un ejército de ángeles endemoniados que nos fotografían para la eternidad. Todo esto, claro está, siempre que la lluvia me encuentre a cubierto, en lo posible, en casa. De lo contrario solo es agua que me moja y puteo enfrentándome contra el elemento, saltando charcos, esquivando autos y restos de basura, invocando a Herzogii en la selva.
La lluvia es el mejor de los efectos sonoros, un buen comienzo de historia, la caligrafía universal de las ventanas y un elemento de conexión sobrenatural que activa en mí un romanticismo decimonónico y trasnochado. Cuando llueve pienso que esa lluvia es la misma sobre los que amo y me digo que algo compartimos ese día en el que tampoco nos veremos.
Hasta ahí la lluvia y sus tormentos.
Con el mar la relación es otra. Crecí en una Castilla de secano donde el mar solo existía en televisión. Recién a los catorce años conocí el Cantábrico y nunca olvidaré dos cosas: el impacto visual del horizonte marítimo y el terrible sabor del agua salada. Para alguien acostumbrada a beber el cloro meado de las piletas públicas, el salitre marino fue un violento contraste en el paladar. Ese día, aunque me guardé mucho de decirlo, llegué a dos conclusiones: a aquel invento le sobraba sal y a la orilla le faltaba un césped donde resguardarse de tanta arena suelta. La arena, en los relojes.
Sin embargo, la naturaleza es sabia y ejerce su poesía de modo conveniente. Un abril en el que aún gozaba de una juventud escandalosa pero responsable, realicé un viaje de estudios a Rusia. Allá, rodeada de un silencio nacional pintoresco como pocos, recuerdo estar en el hotel de San Petersburgo contemplando lo que parecía una playa más. Al poco rato, algo comenzó a resultarme extraño en el paisaje, algo que no entendía, un zumbido en mis ojos.
Minutos después mi extrañamiento sensorial quedó justificado. Los compañeros subían a buscar sus cámaras de fotos. El mar estaba congelado. Eso es lo que me mirada percibía, la ausencia de oleaje, de movimiento. Esa tarde caminamos sobre las aguas jugando a Jesucristo y sacamos fotos que nunca reflejaron la sensación experimentada.
Muchos de mis recuerdos de ese viaje se relacionan con agua congelada: el famoso lago de los cisnes de Tchaikovsky hecho cubito o la estampa de unos monjes altísimos con sus gorros y barbas ortodoxas picando el piso helado de un convento nevado sobrevolado por cuervos. Todo era muy ruso en Rusia, sí.
El Báltico congelado es desde entonces uno de mis mares favoritos. Y el Cantábrico, con sus aguas heladas y revueltas. Los visito en el recuerdo. Con los otros mantengo una distancia prudente, no obstante, no puedo negar que el mar, como la lluvia, supo ganar terreno en mi horizonte de producción literaria. Las olas no vienen solas, por supuesto. Siempre hay alguien que nos arrastra a ellas. En mi caso, el imaginario se activó al conocer a un actor que, entre sus diversos aprendizajes adquiridos, practica el surf. Un surfista para mí es, literalmente, un extraterrestre. Reconozco las ventajas de un traje de baño que me tape de los pies a la cabeza, pero carezco del equilibrio interno para involucrarme en una praxis sobre la que nunca había reflexionado, así que la llegada de este surfer alienígena a mi vida me proporcionó informaciones curiosas.
Descubrí que las olas poseen anatomía y pueden nombrarse sus partesiii como los médicos enumeran los huesos de la mano. Entendí que no son tanto una cuestión marítima como un juguete del viento y las identifiqué como un narrador eternoiv que deja en nuestra orilla mucho más que mensajes en botella.
Todo eso sumado a faros, naufragios, especies marinas sin catalogar y otros muchos ingredientes, terminó cristalizando en un solo verso: «llueve con olas»,v suerte de mantra zen que funciona como una versión libre del consabido “llueve sobre mojado”, sí, pero que también posee un eco relacionado con la vulnerabilidad de la vida y el imperioso cambio que nos rige y desliga de todo lo que amamos cada vez.vi
Existe un ámbito apasionante de la Teoría de la Literatura dedicado a la geografía literaria. El concepto abarca, como siempre, mucho más que el mapa del territorio. Se pueden hacer recorridos turísticos por Comala o Macondovii, pero también se buscan pistas de ciudades que nunca existieron como tales más allá de su (re)construcción en cuentos, poemas, canciones… Se trata de la fundación mítica y ficcional de los mundos posibles.
Concibo los océanos sin fronteras, como si fueran un único mar que nos rodea asomando acá y allá. Pienso en ese mar que hace años no visito, y me pregunto dónde comienza un autor a conquistar sus espacios literarios, cómo sus textos conciben lugares imposibles para su persona, cuánto y en qué manera, la escritura nos permite ser y hacer todo aquello que en la vida nos negamos.
Mi lluvia es fantasmal, femenina, embelesada. Está llena de tiempo suspendido. Mi mar es otra patria, un planeta lejano habitado por hombres que lo caminan como si fueran dioses de algún tiempo remoto que nunca volverá. Me gusta pensar que el agua habita mi escritura. A veces es la forma, otras, un fondo al que asomarse.viii
Notas
i – Y a Borges, por supuesto. “La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado”.
ii – “En el afinado concierto de este mundo, las nubes, los lechos minerales y los humanos hicieron hoy lo suyo por igual y sin diferencias para sacar a la luz la naturaleza de la creación”. W. Herzog Conquista de lo inútil. (Diario de filmación de Fitzcarraldo), Entropía, Bs. As. 2004. p. 185.
iii – Pared, shoulder, hueco, labio, tubo.
iv – “La mer, la mer, toujours recommencée”. P. Valery.
v – “Uno descubre, después de mucho tiempo, que sin quererlo ni pretenderlo forma parte de una cadena larga que trenza el siglo y el segundo, que junta en unas pocas palabras desnudas un mismo pensamiento. Tal vez esta sea nuestra única traición: fidelidad a la literatura y a un paisaje donde presentimos, por primera vez, la grandeza del mundo”. Xuan Bello, Paniceiros, Ed. Mondadori, Barcelona, 2004.
vi – “Esta es también, de algún modo, una historia de amor”. Rodrigo Fresán, La velocidad de las cosas, TusQuest, Buenos Aires, 1998. p. 43.
vii – Recomiendo comprar pasaje de ida al Paniceiros de Xuan Bello y al nunca ubicado y siempre expandido pueblo de Canciones Tristes (a.k.a. Sad Songs) que se refunda acá y allá en cada libro de Rodrigo Fresán.
viii – “Quieres que nadie nunca haya concluido nada y que no se sepa que existe algo en todos nosotros, algo esencial, que es innombrable. Que no sepamos que hay un lugar sin lenguaje que tratamos de aislar siempre. Que somos todos terriblemente humanos”. Lolita Bosch. Ahora, escribo. Ed. Periférica, Cáceres, 2011. p. 193.