Montenegro 7 abril 1992, 14:35 horas. González retrocedió unos pasos y procedió a tomar la fotografía de rigor. Se hace acompañar por un muchacho ruso, de casi veinte años llamado Antón, en verdad no estoy seguro de su edad, puede que tenga un poco más. Él lo conducirá hasta la zona caliente.
Hace pocas horas se ha escuchado por la radio que se han producido varias bajas en ambos bandos.
Antón aparte de conducir el viejo furgón Combi, también las hace de guardaespaldas. Es un joven mercenario que González ha contratado por la suma de cuatrocientos dólares para que lo lleve a destino.
El ruso apoya su humanidad sobre el guardabarros derecho del vehículo, mientras una de sus manos permanece dentro del bolsillo del pantalón, el cigarrillo cuelga pegado en sus labios; en su torso lleva encintada una sobaquera de cuero que enfunda una pistola Glock 18, automática con cargador largo. En su boca se delinea una leve sonrisa que no se condice con su mirada, pues si uno le observa detenidamente a los ojos podría concluir que son ajenos a ese rostro de muchacho, del que ya pareciera no quedar ni una pizca de inocencia. Enseguida un imperceptible clic de la máquina fotográfica atrapa esa imagen.
González se acerca hasta un tipo alto de casi un metro noventa de estatura; es un corresponsal alemán, parecieran conocerse bien, pues ambos son periodistas y fotógrafos. Cruzan unas cuantas palabras en inglés y González le pasa una de sus cámaras para que los retrate. Cuando el hombre presiona con su dedo índice el botón, González ríe y un sol tibio ilumina su cara, pero esa risa parece fingida, quizá es la típica pose para el periódico en cual trabaja. En ese mismo instante el ruso lo está mirando, sin embargo se produce una inusual contradicción, porque parece no verlo. Ambos parecieran estar acostumbrados a retratarse. El humo que emana del cigarrillo de Antón forma una pequeña nubecilla enfrente de su rostro.
Ya llevan casi media hora de viaje por una zona campestre. Durante el trayecto aprovecha de tomar algunas fotografías, éstas muestran el entorno de un campo de batalla que a ratos deja ver uno que otro vehículo incinerado, posiblemente por los impactos de alguna explosión.
Después de dos horas de recorrido, parecieran estar cerca de Bosnia. Ellos se desplazan por las afueras en donde se dejan ver zonas desoladas, con pequeñas villas abandonadas, gran parte de sus edificios y casas han sido bombardeadas. González no quiere perder su tiempo mirando y decide tomar algunas fotos. A ratos conversan en inglés, pero sólo son temas triviales. Ambos hablan de manera fluida el idioma.
El chileno además de trabajar en el periódico, también lo hace para una revista gringa, es por ello que reside en Washington. Quizás esta profesión de corresponsal de guerra contribuyó al fracaso de su matrimonio. Ya han pasado más de ocho años de aquel episodio. Él ahora bordea los cincuenta y se ha transformado en un hombre solitario con un desapego total por la vida, tal vez se deba a cierta dosis de locura rondando por su cabeza. Además parece un hombre enfermo, lo digo porque físicamente se ve menoscabado, en una de esas es debido a su mala alimentación, o quizás producto del cansancio, sin embargo predomina lo último. Puede que esta apreciación sólo se deba a su contextura delgada y una barba que posiblemente no ha rasurado durante varios días. Sus ojos pequeños parecen estar incrustados en aquel rostro enjuto.
González siempre lleva colgada una o dos cámara fotográficas de la cuales nunca se desprende, y en bandolera un bolso negro apertrechado de implementos fotográficos.
Se escuchan disparos, esta vez bastante cerca, Antón le dice que están llegando, por lo que disminuye la velocidad. En las cercanías se divisan civiles que corren a resguardarse de los francotiradores apostados en los edificios semiderruidos.
Ha comenzado a atardecer. Se miran, sus rostros denotan quizás un atisbo de preocupación, pero no parece ser miedo, sino un síntoma normal en este tipo de gente cuando la adrenalina comienza a correr por su interior. Sus miradas permanecen imperturbables, frías como si la vida no les importara. Se han acercado cuatro militares rodeando el furgón. Antón desciende y algo les habla en su idioma, ellos hacen un gesto de Ok y se vuelven a sus puestos. El ruso parece dominar bien ese idioma.
Ambos bajan casi corriendo de la camioneta y se mezclan entre los soldados para de inmediato comenzar a tomar fotografías, el ruso le sigue un poco más atrás, no le pierde de vista, va con la pistola empuñada en su mano izquierda para cuidar las espaldas del chileno. González ve caer delante de él a un joven soldado con el cráneo destrozado. Es su primer acierto, ha tomado una secuencia de seis fotos, la distancia que le separa del hombre abatido son pocos metros, los que se demora la nada misma en recorrer para hacer otras tomas. Antón, algo le dice en inglés, algo que éste no alcanza a escuchar; es que González está inmerso en su trabajo. Se agacha y se queda encuclillas, la lente apunta al rostro del soldado muerto. Para él, éste sólo pasa a ser un cuerpo sin vida posando para una revista de la contingencia internacional, es un retrato más de la muerte, algo a lo que ya se acostumbró. Cuando termina de retratar al soldado caído se voltea, su espalda aún permanece encorvada, esto es puro instinto de supervivencia o más bien es el deseo de seguir con la próxima secuencia, como si ello fuera lo único que importase. A su alrededor los fogonazos iluminan al igual que flashes la penumbra de un día que expira.
El fuego cruzado entre los francos tiradores y la milicia bosnia continúa. En ese escenario se mueve cuando ve al ruso Antón desplomarse debido a un certero disparo que perfora su pecho. Las manos de González en un acto reflejo alzan la cámara para presionar el botón y captar una nueva secuencia de seis fotos del ruso, que cae de rodillas con su mirada congelada. En este último acto de su vida se muestra más incrédulo que nunca mientras llovizna en Bosnia; su cuerpo continúa tumbándose lentamente contra el suelo húmedo y, en esta misma escena mientras se va desmoronando, la visión de González es de un color rojo y espeso, todo se sucede como un contínuum de la misma secuencia, tan real como la anterior. De la cámara se desprenden pequeños trozos plásticos, el cristal de la lente se desgrana en minúsculas partículas ardientes, el impacto de las esquirlas provocan un salpicón de sangre que cubre este epilogo. En sus labios se dibuja una última sonrisa, la que ahora pareciera no fingir.