El sospechoso apenas hace ruido al entrar: aprendió la destreza de abrir cerraduras. Sabe que en casa duermen de madrugada, por lo que deja el maletín sobre una silla y prosigue su camino. Vislumbra desde lejos a los niños en sus camas, hace un gesto extraño de grata complacencia. Seca la frente sudorosa con la manga de la camisa y camina sigilosamente a la habitación esclavo de su propia determinación. Apenas atraviesa el umbral de la puerta, ve su cuerpo delicado girar ligeramente bajo la gasa del camisón. El sospechoso respira, respira agitadamente ante el movimiento de esas piernas. Oye un gemido apenas audible y una hebra de sudor se ramifica en sus sienes. Espera que la víctima no reaccione cuando lleve a cabo su cometido. Desea ser como aquellos que logran vender una imagen toda la puta existencia y él puede, sabe que puede. Mete su mano al bolsillo. Ella se asusta, entreabre los ojos, se confunde, pregunta qué pasa, él dice nada: no pasa nada, amor. Se desata la corbata; saca del bolsillo la boleta de motel que arroja al basurero, se quita la camisa perfumada de chanel, la deja caer al piso para empujarla con el pie bajo la cama y entra raudamente al baño, para quitarse con una larga y jabonosa ducha, el sabor excitante de la piel de su amante.