SER EL OTRO, por Eva Medina Moreno

SER EL OTRO, por Eva Medina Moreno

¿Me sucedió algo que quizá, por   el hecho de no saber cómo vivir, viví como si fuese otra cosa?               CLARICE LISPECTOR, La pasión según G.H.     Es una mujer corriente, pero hay algo en ella que me arrastra. Noto que mis ojos empiezan a escrutarla de...

Odio la palabra coito, por Rebeca Yanke

Odio la palabra coito, por Rebeca Yanke

El psiquiatra le dio algunos trucos para poder llegar al tipo de orgasmos que ella recordaba haber tenido en el pasado, largos por lo pronto, o quizá varios muy seguidos, estas cosas nunca quedan claras del todo, pero nunca supo si esos truquillos de andar por casa,...

Santiago 2010, por Juan Pablo Sutherland

Santiago 2010, por Juan Pablo Sutherland

  El circuito cerrado falló durante la noche. El sistema estaba en supervisión todos los meses y no tenía explicación el desacoplamiento de veinte ordenadores en la parte A-1 de la ciudad. Santiago había entrado a la red central del sistema interconectado del segundo...

Cine y fe: una reflexión, por Marco Allende

Cine y fe: una reflexión, por Marco Allende

Cuando el 28 de diciembre de 1898 en el Boulevard des Capucines de Paris, en medio de una lluvia tenaz (imagino), 33 personas pagaron un franco para ser testigos de la primera proyección pública de fotografía animada creada por los hermanos Lumière, nadie imaginó que ese era el comienzo de un nuevo arte llamado Cine. Ni los propios Lummiere le tenían fe a su invento. Cuenta la leyenda que George Méliès, discreto director de un teatro dedicado a la magia y la prestidigitación, ofreció 10 mil francos por el nuevo artefacto, los Lumière se negaron a recibir el dinero no por la intrínseca fe que tenían hacia el primer cinematógrafo concebido por la creatividad humana sino porque pensaban que «no tenía ningún porvenir comercial».

Disparates, por Rodrigo Severin

Disparates, por Rodrigo Severin

  El mono del Zaratustra del Elqui se me acercó y me dijo: “donde no se puede amar hay que seguir de largo”. La palabra no me permitía seguir de largo; tenía que amarla por fuerza, violarla aún. A veces, en la forma de la carne de una mujer, ese demonio ascético...

Santa Martha, por Yalí Noriega

Santa Martha, por Yalí Noriega

  “¡Esa escuincla! ¡Es la tercera vez esta semana!”. Doña Lucinda intenta tranquilizar a su comadre: “déjela, ¿no ve que no tiene familia? A su mamá la entambaron lueguito que se alivió y desde entonces la niña vive sola. Cuando puedo, le doy de comer o la ropa...

Los amantes muertos, por Ariel Rioseco

Los amantes muertos, por Ariel Rioseco

En esta intriga los amantes se juegan el todo ignorando el final de la historia; el amor, la pasión y el halo intangible, se mezclan irremediablemente. Por ello, Los amantes muertos es la apoplejía de los sentidos; es la embriaguez, la lujuria, lo cual justifica el resto de los actos, sin que medie en este espacio temporal una estricta mirada o un verdugo silencioso.

Cuarzo, por Juan Santander Leal

Cuarzo, por Juan Santander Leal

 No sé si quería un libro tan corto, pero sí uno que fuera compacto como una pequeña piedra en la mano de alguien. Un libro escrito solo en presente, con cierta urgencia por el aquí y ahora de personas que sólo pueden ser identificadas por el oficio que desempeñan,...

Bogart y el aprendiz, por Ramón Díaz Eterovic

Bogart y el aprendiz, por Ramón Díaz Eterovic

Tenía instrucciones de llegar al mediodía para contactarse con la proveedora de la organización, a la que había ingresado luego de buscar trabajo durante más de un año. Sentía calor y la bufanda que Merlini le había exigido usar, para ser reconocido por la mujer, le parecía una tortura. Pidió dos cervezas de una vez para no molestar más de la cuenta al barman.

Miss Panamá, por Patricio Navia

Miss Panamá, por Patricio Navia

No sé si fue por educación, por interés intelectual o porque me calentaban sus enormes tetas y su gigantesco culo que difícilmente cabían en el ajustado vestido primaveral que llevaba puesto, que la invité a que me acompañara. Tal vez ella se invitó sola. No lo recuerdo.

El útero y el tren, por Alfredo Gaete

El útero y el tren, por Alfredo Gaete

Llego temprano, aunque no sea ésa la costumbre mía ni de nadie. Desde la calle he podido constatar, a través de la puerta de vidrio, que el bar está casi vacío. Todavía han de pasar unas cuantas horas para que el grueso de los parroquianos aparezca. Cruzo el umbral de la puerta y reconozco de inmediato al señor P., que bebe una copa de vino frente a la barra. Uno de los cantineros me saluda; antes de que yo diga nada, destapará mi primera cerveza de medio litro y la pondrá junto a mí.

Mi fe se pudrió aquí, por Alan Meller

Mi fe se pudrió aquí, por Alan Meller

Al otro lado de la ventana está eso que llamamos realidad: una noche borrosa, rostros sin color, sin luz ni oscuridad, buscando los primeros pasos del día. A este lado de la ventana no importa que sean más de las seis, hay algo que nos protege del mundo. A este lado me arden los ojos e intento acallar las melodías con cerveza. Cuando termino una versión, cuando tengo la certeza de que nada sobra ni falta, la cabeza se me enciende como si viajara por diez líneas de coca.

Al Final, la Noche, por  Miguelanjel Acosta

Al Final, la Noche, por Miguelanjel Acosta

Toma unos segundos y sigue caminando. Va sin rumbo por calles amplias y semivacías. Sabe que todo se acaba, que todo llega a su final. Pero ese conocimiento en momentos como éste no le sirve de nada. La tristeza y amargura de perder lo importante, lo que creemos realmente importante, puede destruir y aniquilar la esencia de un hombre.

El lugar de los silencios, por Carlos Almonte

El lugar de los silencios, por Carlos Almonte

Era una mañana cálida, de finales de primavera. Yo miraba la ciudad desde la altura, y concluía que el destino, por lo general, es exactamente incierto. Vamos a mi casa en el Arrayán, había dicho Paula un rato antes, con la mirada perdida y esa voz baja y delicada que me había hecho oírla con súbito interés. Fue esa misma voz la que nos avisó después que no podía encontrar su casa, que algo había pasado

El verdadero ocaso de un gigante, por Alejandro Cohn

El verdadero ocaso de un gigante, por Alejandro Cohn

Fredy, el mamut, era el único de su época capaz de arrancar riendo y mirando de reojo a su cazador. Además, luego de cada finta le lanzaba una carcajada. Su cazador era el tozudo Darcus. Antes hubo otros, pero la bestia los deshonró y ahuyentó. Cada noche, justo antes de dormir, le venían ataques de risa al recordar al tozudo Darcus persiguiéndolo. Para el cazador, por otro lado, la hazaña ya casi nada tenía que ver con alimentar a su familia. Honor y odio. Solo eso.